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La sorpresa: la ultima vez que me sentí asombrado

No fui de los primeros pero si fui uno de ellos: aunque he de reconocer que las razones éticas, morales y religiosas que aduje como motivo para librarme de la mili no eran ciertas, creo que expié mi culpa con creces al tener que pasar el trago de presentarme ante un tío con la cara muy seria, vestido de militar, dentro de su cuartel (jugaba en casa) y entregarle en mano una cartita que leía delante de mis narices con cara inquisitoria, en la que decía que renunciaba a unirme al glorioso ejército español porque, básicamente, no me iba su rollito. Minutos tensos en un tiempo en el que los insumisos aún pisaban cárcel, los más, con unas cuantas hostias encima, de regalo.

Después de varios destinos fallidos, cumplí mi prestación social obligatoria en una oficina. Tres horas al día en un despacho a todo trapo que, habitualmente, ocupaba por horas un economista pluriempleado que tenía a bien dejármelo para mí solo en aquel rato en el que cumplía con las obligaciones castrenses a mi manera: éramos una mesa enorme, un silla híper confortable, un ordenador, una novedad demoníaca que se llamaba internet y yo, una versión remasterizada de Solo ante el peligro en la que los malos malísimos eran los primigenios buscadores Ozú y Olé, y los primeros amagos de redes sociales en las que unos cuantos chiflados de medio mundo nos reuníamos en El parque: Nigromante, Tío Waldo, Pálpito y Banana, Latina Rosa y Mandrágora (mi primer experiencia con el travestismo en la red); no me acuerdo de todos, pero el Nigromante era de México, Tío Waldo creo que era catalán, Latina Rosa de Miami, todos a cientos sino miles de kilómetros de distancia, compartiendo.

En aquellos momentos creí entender lo que podrían haber sentido aquellas personas que por primera vez cogieron un teléfono para hablar, accionaron un interruptor para encender una bombilla, abrieron un grifo para ver correr agua: era alucinante, inenarrable, un mundo delante de ti repleto de posibilidades infinitas; el maná, o Moisés separando las aguas del Mar Rojo: ¡la rehostia! Creo que fue la última vez que me sentí asombrado.

Y es que, con el tiempo, hemos perdido la capacidad de sorprendernos. Cierto es, no obstante, que esta carencia la hemos suplido con el desarrollo de otras habilidades como la ironía, el cinismo, las declaraciones de independencia o la capacidad para indignarnos vehementemente por todo, al menos durante un ratito. Hemos evolucionado y pensamos que, ahora que tenemos el altavoz al alcance de nuestro teclado, existe la obligación inherente de opinar siempre de todo y sobre todo: y, según quien, cuanto menos idea tenga sobre el asunto a debate, mucho mejor, ¡qué coño!: más revuelo se arma. Será el signo de los tiempos, que cantaba Prince. Yo que sé.

Nos horrorizan el éxodo de inmigrantes, las pateras, las guerras lejos de casa, los tsunamis, y rebuscamos argumentos que nos ayuden a comprender qué es lo que le pasa por la cabeza a un tipo que se monta en un camión e irrumpe entre la muchedumbre para arrollarnos, nos raja indiscriminadamente con un cuchillo jamonero o se adosa un cinturón de explosivos para reventarnos junto a él. Nos protegemos con barreras, con bloques de cemento, con cuatro anillos de seguridad a nuestro alrededor y con una pizca de miedo, y ya ni nos sorprendemos de ello; los políticos nos roban, rescatan a los bancos con nuestro dinero y nos enteramos, después de jurarnos que ello no tendría repercusión alguna para el contribuyente, que solo nos devolverán uno de cada cuatro euros que les prestamos, esos bancos que se fueron al carajo porque nosotros vivíamos por encima de nuestras posibilidades, ¿recordáis?; indemnizaciones millonarias para los altos cargos pese a las quiebras; tarjetas black; el duque empalmado y la infanta que no sabía nada; puertas giratorias; clase media arrasada; ricos cada vez más ricos; pobres en su papel.

Estamos indignados pero no estamos sorprendidos. Todos conocíamos al corrupto y sospechábamos lo que hacía, porque lo intuimos durante los últimos veinte años: así que, cuando vimos al secreta agarrándole la cabeza, para que no se diera contra el marco de la puerta al meterlo en el coche camuflado que lo llevaría a los calabozos, respiramos, pero no nos sorprendimos. La sorpresa era verde y se la comió un burro.

Una mañana, hace tiempo, recibí una carta en mi casa: me la enviaba Latina Rosa; ya se sabe, el roce hace el cariño. Después de hacerme un repaso de su vida y milagros, en la postdata me revelaba que estaba, literalmente, coladita por mis huesos y que, si consentía, hacía el petate, dejaba en tierra a su señor esposo y cruzaba el charco con su cuatro churumbeles a la chepa para comenzar a hacer las españas con el menda lerenda. Creí morir, con mis poco más de veinte añitos recién cumplidos sufrí el primer cibercague de la historia y decidí romper relaciones diplomáticas a toque de corneta con Miami, Florida. Que una cosa es una cosa pero tampoco hay que tensar la cuerda.

Pero bueno: esa es otra historia.

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