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Cinema Psycho. Los ‘psicokillers’ vistos por el cine

Una escena inolvidable: el travestido Norman Bates (Anthony Perkins) interrumpiendo definitivamente la ducha de Mairon Crane (Janet Leigh) al compás de los chirriantes violines de Bernard Herrmann. Dos acontecimientos cinematográficos: la primera vez en el cine comercial en la que uno de los personajes centrales desaparecía sin llegar a la mitad del metraje (cuatro décadas antes de que Wes Craven hiciera lo propio con Drew Barrimore en Scream); y el paso del punto de mira protagonista a un personaje malvado y que, además, representaba un nuevo tipo de perversidad desconocido en el cine: la del psicokiller.

Alfred Hitchcock presenta: un nuevo cine para un nuevo terror

Hasta que Alfred Hitchcock estrenó Psicosis en 1960, el mal en el cine, presente sobre todo en el género de terror y negro, estaba reflejado como un elemento exógeno, ya fuese un ser o fenómeno sobrenatural que irrumpía desde la irrealidad o un mafioso que operaba desde el otro lado de la ley. Era un mal procedente de arquetipos que reflejaban los miedos de la época y que acababan pagando por sus pecados para que se restableciese así el orden social alterado. Un mal con moralina. Pero el director británico, inspirándose en el relato homónimo del escritor Robert Bloch, permutó esta imagen en la figura del esquizofrénico Norman Bates, ese hombre con trastorno de personalidad múltiple y tendencias homicidas que se escondía bajo la máscara de un tímido encargado de motel. De esta manera, hacía irrupción en el cine un nuevo tipo de mal: el de lo real y lo cercano, cuya raíz residía precisamente en su verisimilitud.

No es Psicosis la primera aproximación cinematográfica a una mente enferma y homicida (El asesino de las rubias del propio Hitchcok, en 1927, M, el  vampiro de Dusseldorf de Fritz Lang, en 1931, La noche del cazador de Charles Laughton, en 1955…), pero sí es, junto a El fotógrafo del pánico de Michael Powel (estrenada el mismo año, tres meses antes), la primera aproximación a la figura del criminal enfocada como personaje protagonista central y cuyo comportamiento, además, se trata de comprender (un trauma infantil). Tanto el film de Hitchcock como el de Powel marcaron el camino a seguir en el nuevo cine de terror americano, el cual, por su contexto sociopolítico, ya no necesitaba la inspiración romántico-gótica del horror show clásico, si no que le bastaba con prestarle atención a la prensa y a la realidad cercana para encontrar un miedo mucho más plausible que el mostrado hasta entonces.

Este nuevo paradigma lo ejemplificó a la perfección el caso de Ed Gein, el granjero asesino de Planfield (Wisconsin) que saltó a las portadas de los periódicos por su costumbre de conservar el cadáver de sus víctimas y fabricar con su piel (y con la que conseguía mediante la exhumación de cuerpos en el cementerio) muebles y ropa, y que serviría de fuente de inspiración para varios filmes. De hecho, dos de los homicidas más emblemáticos del cine de terror, como el citado Norman Bates y Leatherface (La matanza de Texas, de Tobe Hooper, 1974), así como el propio Buffalo Bill, asesino al que Hannibal Lecter ayuda a dar caza en esa matrioska narrativa de psicópatas que es El silencio de los corderos (Jonathan Demme, 1991), están basados en él. Y es que, como ya se ha dicho, a partir de entonces la vida real, generalmente previo canalizador literario, sería la mejor inspiración y la más aterradora para este nuevo tipo de cine.

El explotaition y sus máquinas de matar

A la sombra de Psicosis, no tardarían en surgir títulos deudores tan interesantes como Homicidio (1961), de William Castle (que colaboraría posteriormente con Robert Bloch), o El estrangulador de Boston (1968) y El estrangulador de Rillington Place (1971), ambas de Richard Fleischer. Pero será desde finales de los años sesenta cuando la convulsa realidad de Estados Unidos (la guerra de Vietnam, la aparición pública de asesinos en serie como Ed Gein o Charles Manson, la oscura situación política…) empuje a una nueva generación de cineastas, generalmente del exploitation (Tobe Hooper, Wes Craven, John Carpenter…), a reflejar, con un sadismo desconocido hasta entonces, el lado más oscuro de Norteamérica. Y lo harían a través de relatos de psicokillers.

Sin embargo, en este punto habría que hacer un matiz: se tiende a considerar al malvado prototípico del cine slasher, a ese mostrenco que mata brutalmente a adolescentes salidos en parajes solitarios, como icono del psicópata en el cine. Y si bien no se puede ignorar que el término psicópata ha mutado en el vocabulario popular hasta una forma genérica que engloba todo tipo de perturbados mentales con instintos asesinos (sean clínicamente reconocibles como tales o no), hay dos evidencias que los separan del thriller psicológico de naturaleza realista heredero de Hitchcock:  la carencia en estos personajes de un tratamiento narrativo psicológico suficientementre profundo, y su aspecto aparentemente inhumano (Michael Myers, Jason Voorhees), cuando no directamente sobrenatural (Freddy Kruger). Los asesinos del exploitation son, por lo general, inverosímiles máquinas de matar más cercanos al cine de terror fantástico que a las sombras cinematográficas proyectadas por el Bates Motel.

Hannibal Lecter y el thriller psicológico moderno

El silencio de los corderos nos regaló, basándose en el personaje literario de Thomas Harris (que a su vez se inspiró en una persona real), uno de los psicópatas referenciales de la historia del celuloide: Hannibal Lecter, «el caníbal» (Anthony Hopkins). Quizás sea este el personaje que mejor ha reflejado en el cine las características esenciales de un psicópata: altamente inteligente, seductor y manipulador, falto de empatía pero preclaro para leer la psicología ajena (empatía utilitaria), megalómano, metódico y con necesidades especiales y formas atípicas de satisfacerlas. Ñam, ñam.

El éxito de la obra de Jonathan Demme, no solo de público si no también de crítica (primera cinta de terror en ganar el Oscar a mejor película, y tercera en la historia en conseguir las cinco estatuillas principales), abrió un subgénero cinematográfico, frecuentemente inspirado en la literatura, en el que detectives y psicokillers se enfrentan en un reto intelectual en el que los primeros deben dar caza a los segundos, intentando poner fin a sus crímenes mientras se exponen a su vez a ser víctimas de los mismos. Ejemplos de esta corriente serían cintas como Seven (1995), de David Fincher, El coleccionista de huesos (1999), de Phillip Noyce o La hora de la araña (2001), de Lee Tamahori, obras mucho más cercanas al thriller policiaco que al terror, y en el que la figura del psicópata queda relegada básicamente a contrapunto narrativo del bien; a mente vil a la que hay que descifrar no para profundizar en su naturaleza enferma, si no por su condición de demiurgo malvado que ha sembrado de trampas mortales un tablero de juego.

El psicokiller en el cine de autor

Dentro de las coordenadas de un cine más personal, la figura del psicokiller también nos ha brindado grandes obras, generalmente asociadas a discursos de mayor calado que la mera pesadilla cinematográfica.

Ejemplos interesantes hay muchos y bajo las más diversas formas: como metáfora distópica del psicópata al que se le intenta curar sus instintos ultraviolentos mediante un tratamiento de choque conductista a costa de su humanidad primaria (La naranja mecánica de Stanley Kubrick, 1971); como reflexión satírica de la morbosa relación entre violencia y medios de comunicación (Asesinos natos de Oliver Stone, 1994); como cuento de terror limítrofe con lo fantástico (El resplandor de Stanley Kubrick, 1980); o como neo-noir de hechuras filosóficas (No es país para viejos de los hermanos Cohen).

Dos de las aproximaciones más desasosegantes, precisamente por la ausencia de un juicio moral paralelo y de un discurso explicativo que acompañe a la narración, son la inquietante Henry, retrato de un asesino (1990), de John McNaughton, y la devastadora Funny Games (1997), de Michael Haneke. En la primera, se muestra de forma tan realista como incómoda para el espectador una serie de crímenes cometidos por el asesino en serie real, Henry Lee Lucas. En la segunda, se hace de los espectadores unos voyeurs obligados del sinsentido de la violencia gratuita que ejercen dos extraños a una inocente familia.

Patrick Bateman: el psicópata americano definitivo

El psicópata cinematográfico no es, por supuesto, algo exclusivo del cine estadounidense. El giallo italiano, por ejemplo, es un vivero casi inacabable de asesinos claramente perturbados cuya creatividad a la hora de llenar la pantalla de hemogoblina no tiene nada que envidiar a la de más allá del charco. Pero si asumimos la preeminencia de los Estados Unidos en la cuestión, debemos pararnos un poco más de lo habitual para hablar de la que, hasta el momento, es la última gran figura del psicópata en su cultura popular: Patrick Bateman.

American Psycho comparte título con la novela que la inspira. En un primer vistazo parecería contarnos el descenso a la locura de un ejecutivo de Wall Street en la segunda mitad de los años ochenta. Pero, para cualquier espectador, queda claro desde el principio que estamos ante algo más. La película busca demoler el ideal capitalista de los Estados Unidos, ese universo que crearon los yuppies donde todo puede ser vendido y comprado, donde las personas no son más que carne.

Patrick Bateman rompe la figura clásica del psicópata cinematográfico. Es joven, guapo, rico, tiene una prometida… Es un triunfador, el sueño americano materializado. Por supuesto, también es su pesadilla, un reverso tenebroso que nos muestra el vacío de la sociedad que le ha dado a la luz. Patrick Bateman no está en los márgenes de la sociedad sino en su centro, a plena luz del día.

El verdadero psicópata, parece decirnos la película de Mary Harron, no es el Leatherface que aparece fugazmente en la pantalla. El verdadero terror nace de los ricos y poderosos, personas que se consideran por encima del bien y del mal, ajenos a toda moralidad. Los discursos acerca de diferentes grupos musicales que Patrick Bateman suele dar a sus víctimas antes de atacarlas, nos muestran la dualidad existente: no es que nuestro psicópata no pueda entender intelectualmente la empatía, es que no puede sentirla.

Mucho se ha escrito sobre si Patrick Bateman llega a matar a alguien a lo largo del film o no. En realidad eso sería algo meramente accesorio: la película tiene lugar en todo momento dentro de su cabeza, es su confesión. Y como el mismo protagonista nos dice, mientras Ronald Reagan habla del Iran-Contra en la televisión, todo esto no tiene sentido, no ha servido de nada. Patrick Bateman es, al final, inescrutable e inabarcable. No se puede explicar el horror, ni siquiera cuando este mismo nos lo trata de explicar.

El hechizo del psicópata

La naranja mecanica

El cine de psicópatas ha contado siempre, pese a la dureza de sus planteamientos, con el beneplácito del espectador. Vemos películas de terror porque rompen con nuestra monotonía, haciéndonos experimentar emociones extremas que nos conducen por la angustia, el espanto, la repulsión e incluso la morbosidad hasta un esperado alivio final. Pero el cine de psicópatas no se limita a hacernos pasar miedo, sino que nos sitúa en el lado del asesino, nos hace ver el mundo a través de sus ojos y nos convierte en cómplices y jueces de sus actos.

El psicópata nos atrae porque ejerce en nosotros un efecto de atracción-rechazo. Es un ser malvado que nos fascina tanto por su rostro seductor como por el criminal. En muchas ocasiones sus armas de seducción nos causan el mismo efecto que en sus víctimas (esa especie de síndrome de Estocolmo que sentimos, por ejemplo, cuando nos compadecemos del apaleado Alex de La naranja mecánica, rechazado por una sociedad a la que tan virulentamente antes había agredido); en otras, es su propio carácter monstruoso, a nuestros ojos un misterio indescifrable, el que nos empuja a acercarnos a ellos.

Si hacemos caso a las inquietantes conclusiones de los análisis freudianos de los sueños, nuestro gusto por el género del terror (y por tanto, de psicópatas) es nuestro vehículo para vivir sentimientos pecaminosos que mantenemos ocultos. Por esta hipótesis, veríamos películas de forma catártica, para desahogar los impulsos asesinos de nuestro subconsciente. Una conclusión que es, realmente, mucho más aterradora que cualquier película.

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