NELINTRE
Arte y Letras

Durmientes obstinados. Una historia literaria de aquellos que soñaron durante siglos

¡Silencio! La luna duerme en brazos de Endymion y no quiere que la despierten.
El mercader de Venecia, acto V

La aniquilación pasajera que supone el sueño podría prolongarse. Es muy posible que todos lo hayamos sentido así alguna vez, con un breve estremecimiento, al ir a recogernos por la noche. ¿Y si no despierto? La sombra de la extinción puede estar detrás de cada una de las veces que nos tumbamos a descansar. Dormir es morir un poco. O al revés. De sobra está ilustrado una y mil veces en la poesía universal.

Sin embargo, la retorcida imaginación de los siglos ha acabado formulando otra hipótesis en relación con esta muerte pasajera en la que nos sumergimos a diario. El más desconcertante de los viajes en el tiempo: dormir durante eras. Perder tu mundo, tu identidad, tu historia, porque te has quedado dormido y no ha habido forma de despertarte. Son los durmientes obstinados. Personajes que, por una maldición o por un conjuro, buscando la inmortalidad o sin razón alguna, anduvieron en brazos de Morfeo más allá de lo razonable, durante el tiempo de una generación o de varias. Dados por muertos o devotamente aguardados.

Cuenta Diógenes Laercio en el primer libro de sus Vidas y opiniones de filósofos ilustres que Epiménides de Creta durmió cincuenta y siete años. Siendo muy joven, salió en busca de una oveja, se perdió y encontró una cueva en la que tumbarse a descansar. Su reposo duró más de cinco décadas. Tras este paréntesis encontró su mundo muy cambiado y adquirió una singular sabiduría que lo convirtió en un famoso profeta, jurista y sanador.

También encontramos el motivo en leyendas medievales como la de Los durmientes de Éfeso, que recogen Simeón Metafrastes y Gregorio de Tours. Siete jóvenes mártires lapidados en vida por ser cristianos, a los que, por su piedad, Dios guardó dormidos hasta el tiempo en que el cristianismo dejó de estar perseguido.

Otra posibilidad nos la da la ciencia ficción moderna: los hibernados. Por accidente o en busca de una cura venidera a un mal actual, un personaje duerme durante décadas o siglos para despertar en un mundo ulterior en el que el desarrollo tecnológico no ha construido una sociedad precisamente idílica. Wells desarrolló el argumento en la novela When the sleeper awakes y hemos contemplado gozosos sus versiones satíricas en películas como El dormilón (Woody Allen, 1973) y en la serie Futurama.

Aquí comentaremos sucintamente tres versiones del tema: la de Endimión, la de Rip y la de la Bella Durmiente.

El joven amado por la luna

Según relata Apolodoro en la Biblioteca mitológica, Endimión, eolio de nacimiento, era un joven tan hermoso que Selene, la diosa lunar, se enamoró de él. Zeus le ofreció que eligiese un don y él escogió dormir eternamente sin envejecer porque odiaba la idea de perder su belleza. Se dice que permanece en una cueva del monte Latmos hasta nuestros días y que la diosa lo visita cada noche para yacer con él. Otras versiones achacan su sueño eterno a un castigo de Zeus o a la misma pasión de Selene, que no quiso resignarse a perder al mortal y prefirió gozarlo dormido para siempre.

Lope dedicó un soneto a poner en su boca quejas por la inconstancia de su amada. En la literatura posterior muchas obras trataron el tema in extenso. El poema Endymion de John Keats es con justicia la más célebre de todas.

La composición del poeta inglés abunda en digresiones y en descripciones laberínticas y alucinadas. Himnos a Pan; viajes por criptas oscuras y a través de palacios submarinos; recreaciones míticas de Adonis y Venus, de Glauco y Escila, de Alfeo y Aretusa; danzas monstruosas y aquelarres de brujas; cortejos de sátiros, de panteras y de bacantes que alcanzan las orillas del Ganges; naufragios y ejércitos de resucitados… El poema es tan excesivo como magnífico. Oímos clamar a la diosa:

Te exaltaré en lo sucesivo hasta donde brilla la celeste ambrosía, y en la sombra nos ocultaremos, veranos enteros, en un claro de río, y te contaré historias del cielo y te susurraré el murmullo de sus coros. (II, 810)

A lo que el hermoso joven le responde:

Fuiste tú el hondo valle, fuiste la cima del monte, la pluma del sabio, el arpa del poeta, la voz amistosa, el sol. Tú fuiste el río, la gloria conquistada. Fuiste el soplo de mi clarín, mi corcel, mi copa de vino, mi aventura más encumbrada. ¡Fuiste tú el encanto femenino, amable Luna! ¿Oh, qué rústica y armoniosa tonada mi espíritu arrancó de tu belleza toda! (III, 160-170)

Endimión conoce a la diosa en un sueño y lo onírico preside los mejores versos. Visitaron juntos el Olimpo a lomos de corceles negros alados.

Siglos más tarde Jorge Luis Borges imaginó la soledad de Endimión tras despertarse. El eolio ha gozado de la divinidad y por ello es rehuido del vulgo. Duda de sus recuerdos y añora.

Los años han pasado. Una zozobra
da horror a mi vigilia. Me pregunto
si aquel tumulto de oro en la montaña
fue verdadero o no fue más que un sueño.
Inútil repetirme que el recuerdo
de ayer y un sueño son la misma cosa.
Mi soledad recorre los comunes
caminos de la tierra, pero siempre
busco en la antigua noche de los númenes
la indiferente luna, hija de Zeus.

(Endimión en Latmos, en Historia de la noche, 1977)

Finalmente, Endimión es también la imagen del cuerpo anhelado. Así lo entiende Wilde, en cuyos versos una mujer enamorada impreca a la Luna por adueñarse del muchacho. Del mismo modo, un magnífico poema de Luis Antonio de Villena se sitúa en los momentos anteriores a la unión de los amantes, cuando Selene observa al muchacho dormir cada noche. El poeta madrileño invierte el estereotipo, pues aquí el hombre es el deseo inalcanzable de la Luna, y no al revés: «Tu duermes en el monte al caer la noche, y tu belleza arde en la distancia pura…» (Endimión, en Huir del invierno, 1981).

El bueno de Rip

El origen de la historia se encuentra en un cuento folclórico alemán: Peter Klaus, un cabrero de Sittendorf haragán y bonachón, entra en una extraña caverna en busca de una de sus cabras. Allí presencia una insólita reunión de caballeros barbudos y malcarados que juegan a los bolos. Cuando consigue sobreponerse al terror que le producen estos siniestros personajes, juega con ellos y acaba bebiendo de su licor. Se duerme medio borracho y se despierta en el exterior. Se siente entumecido y lo encuentra todo distinto. Buscando su hato desaparecido, regresa al pueblo donde no reconoce a nadie; su casa se halla en ruinas y al poco se da cuenta de que puebla sus facciones una barba larga y canosa. Interrogando a los vecinos, averigua que ha dormido durante más de veinte años. Al final, los más ancianos lo reconocen y se reencuentra con su hija, que lo acoge gozosa. Hasta aquí el folk tale. Inquietante y familiar a un tiempo. Como debe ser; como se configuran las pesadillas.

Habrá que esperar hasta 1819 para que viera la luz la reelaboración literaria más afortunada del cuento alemán: Rip Van Winkle, de Washington Irving, el padre de la literatura estadounidense. Lo fundamental del relato alemán está presente: el ambiente de alta montaña (que esta vez se sitúa en los Apalaches), el personaje bonachón y negligente, la conjura de barbudos, la ginebra soporífera, el sueño prolongado y el tardío reconocimiento final. Sin embargo, la extrañeza perturbadora del cuento original ha adquirido en la pluma de Irving una complejidad ambivalente que conjuga el horror y la placidez de la parodia. En efecto, en los albores de la nueva nación la literatura norteamericana nace en este relato, y lo hace proclive al retrato de los caracteres más pintorescos y vivaces, y dotada de una sutil y punzante ironía.

Rip Van Winkle, tan flemático y cachazudo como su precedente teutón, huye a cazar a las montañas para esconderse de su mujer, que es una arpía terrible que lo atormenta con recriminaciones por su estilo de vida. Su esposa lo persigue, le increpa, le grita, le insulta, le apremia y lo humilla; ante lo cual, él calla, se encoge de hombros y alza la vista. Después de su larga siesta, el regreso a una ciudad que no lo reconoce adquiere matices perturbadores cuando el desdichado llega a dudar de su propia identidad. Como un moderno Anfitrión, como el más aturdido de los héroes shakesperianos, le oímos exclamar aterrado:

Yo no soy yo…, soy otro…, ese de ahí…, no…, ese es alguien que me ha suplantado… Anoche me quedé dormido en el monte y me han cambiado la escopeta y todo está cambiado y yo estoy cambiado y no sabría decir cómo me llamo ni quién soy.

Pronto se apercibe de que los cambios se han producido en distintos órdenes de la realidad. Dormido hacia 1760 y despertado unos veinte años después, el bendito de Rip se ha perdido la Guerra de la Independencia y el nacimiento de un joven país. Se acuesta súbdito del rey inglés y se despierta ciudadano de una nueva república. Para postre, la liberación colectiva viene acompañada de una liberación personal mucho más satisfactoria: su mujer ha muerto de un berrinche en una discusión con un tendero, presa de su propio veneno. Pero Rip no altera su vida. Imperturbable, acoge la nueva circunstancia histórica con la misma indiferencia resignada con que acoge su nueva situación familiar. Rip se sienta a la puerta de la taberna y fuma. Y encoge los hombros. Y ve pasar el tiempo.

El 11 de mayo de 1890 se dio por primera vez a la imprenta Rip-rip, el aparecido, de Manuel Gutiérrez Nájera. Las escasas páginas del relato del mexicano prefiguran vivamente la angustia que hallaremos en Kafka y en Franklin Bardin. El narrador sueña con Rip, sueña con un hombre que duerme y, como en cualquier sueño, se borran los contornos de la realidad. No se sabe cuánto duró la ausencia de este extraño Rip, pero se dice que no fue mucho. De hecho, casi nada ha cambiado a su vuelta, solo él ha envejecido horriblemente. Su mujer (que ya lo ha reemplazado) y su hija están casi igual, lo mismo que el pueblo. En esta versión del cuento el reconocimiento y la comunicación devienen imposibles: nadie lo reconoce y el pobre durmiente, además, ha perdido la capacidad de habla. En nuestras pesadillas más asfixiantes nos vemos empujados a gritar y solo conseguimos arrancar tristes gemidos; del mismo modo, Rip se esfuerza por bramar a los cuatro vientos quién es y no logra decir nada. Los hombres del pueblo lo persiguen y acosan como a un merodeador por valles, cañadas y pantanos. Semejante a un Narciso monstruoso, se ve atrapado por su propia imagen decrépita en las aguas de un río. Allí perece. «Es bueno echar mucha tierra sobre los cadáveres», concluye el relato.

La belleza dormida

Giambattista Basile (que firmó Abbattutis y al que se conoció también como «el Gran Basile») fue un escritor prolífico y versátil del Nápoles del siglo XVII. Cuentan sus biógrafos que fue miembro destacado de dos Academias de la época, la de los Ociosos y la de los Extravagantes. En 1634 publicó el Cunto de li cunti, el Cuento de los cuentos, en el que narra cómo a una esclava estúpida y zafia, casada por embrujo con un príncipe, le inoculan el deseo irrefrenable de escuchar historias.

El príncipe, impelido por la necesidad urgente de su mujer, convoca un comité de mujerzuelas (Zeza la patoja, Tolla la nariguda, Paola la bizca, Ciommetella la tiñosa y Lacova la perdularia, entre otras) que narran por turnos y durante cinco días una extraña y variopinta sucesión de fábulas grotescas, desvergonzadas y humorísticas. El resultado es inolvidable: por sus páginas transita un desfile de enanos torvos, brujas, ogros deformes, esposas envidiosas y feas, niños necios y mezquinos, elixires, embrujos, maldiciones y casi cualquier sutileza que pudiera pergeñar la imaginación más viva y extravagante.

Cuando le llega el turno a Popa la jorobada, se escucha la historia de Talía, una bella princesa a cuyo padre ponen en alerta los augures de su reino: debe alejarla del lino. El buen rey lo intenta prohibiendo la presencia de ese material, pero la niña un día, fascinada por el huso y la rueca de una anciana, se pincha en un dedo con una arista de la dichosa planta. Queda sumida en un sueño del que no la pueden rescatar por ningún medio y el padre la abandona en un palacio desierto. Talía duerme y duerme.

Pero siempre hay otro rey a mano cuando se lo necesita. En efecto, otro monarca que pasa por allí cazando descubre el palacio y a la bella niña. La coge en brazos, la tumba en una cama y yace con ella sin importarle mucho los escrúpulos morales. De esa unión le nacen a Talía dos hijos. Los retoños, queriendo mamar y no pudiendo, le chupan el dedo a su madre, con tan buena fortuna que de este modo extraen la astilla que la niña se había clavado y que permanecía bajo una uña. Así, la joven dama despierta. Pero ahí no acaban sus penurias: la mujer del rey-cazador-violador se entera de la existencia de la familia alternativa de su marido y encarga sus muertes. Los sicarios se apiadan de los niños y, cómo no, al final el padre se entera, castiga a la esposa celosa y acaba casándose con Talía, que llega a ser reina, destino del que había sido privada. Presagios inevitables, matronas envidiosas e infanticidas, y asesinos compasivos que no cumplen sus encargos. Resonancias míticas sobre las que destaca nítidamente la imagen de una mujer hermosa que duerme y cuyo sueño parece no tener fin.

Basile no había inventado la historia. Su antecedente más claro lo hallamos en el Perceforest, un roman francés del siglo XIV, que incluye la narración de los amores de Troilo y Zellandine. En este breve episodio intercalado en el poema épico encontramos ya a la dama dormida por encantamiento, y aparecen también la violación, la astilla extraída por la succión del bebé y el final feliz. Es indudable que el italiano rehízo este material fantástico dotándolo de su particular sentido de lo excesivo y de lo fabuloso, y lo modernizó así.

Pero las raíces de la imagen se hunden más y más en la Edad Media y en la tradición oral. Podemos imaginarnos a generaciones de hombres fascinados por la idea de la contemplación de una belleza femenina incorrupta e inerte, que desafía a la muerte y a la putrefacción.

En la literatura escandinava más antigua, se cuenta cómo Odín duerme a una fiera y bella valkiria, que unas veces se llama Sigrdrifa y otras Brýnhild, y terminará siendo Brunilda. Se trata de un castigo por haber matado a un rey al que el dios favorecía en batalla. La rodea de fuego y de altos escudos a la espera de un héroe que pueda rescatarla porque no conozca el miedo. Así se narra en la Edda Mayor:

Me cercó con escudos en Skatalund,
rojos y blancos, los bordes tocando;
mandó que mi sueño romperlo pudiera
quien en tierra ninguna conociera el miedo.

Rodeando mi sala —al sur que miraba—
alto él hizo que fuego ardiera;
aquel solamente mandó que lo pasara
que llevárame el oro en que Fáfnir yacía.

(El viaje al Hel de Brýnhild, 9-10)

El caballero en cuestión será Sigurd (Sigfrid o Sigfrido) y en la Saga de los Volsungos se cuenta una historia parecida. Como es sabido, la cosa acabó mal.

Los cuentos de Basile se difundieron con éxito entre los lectores de la Europa moderna. Sin embargo, para que la imagen de la hermosa dormida diera lugar al cuento infantil que se hizo célebre en todo el mundo, la historia hubo de volver primero a Francia y de allí viajar a Alemania.

Charles Perrault la publicó en 1697 como uno de los relatos que componen sus Contes de ma mère l’Oye, bajo el título de La Belle au bois dormant; había nacido la bella durmiente del bosque casi como la conocemos. La historia contiene elementos anteriores y otros que se harán populares después: el bautizo de una princesa al que una de las hadas (la mayor) no está invitada (las resonancias de la manzana de la discordia son evidentes); la maldición del hada veterana, que condena a muerte a la niña, y su salvación in extremis por la más joven de las hechiceras, que cambia la muerte por un largo sueño; el huso y la rueca; el palacio encantado donde no solo duerme la princesa, sino todos sus criados; y el príncipe que la despierta al cabo de cien años. La pieza es una obra maestra que alcanza su mayor perfección en la narración que se hace de la entrada del príncipe en el palacio de los durmientes. La manera de despertar a su amada no carece de ironía: él no encontraba palabras para cortejar a la hermosa joven; ella era mucho más elocuente porque había tenido cien años para pensárselo.

El final es parecido al de la versión de Basile: la princesa y sus hijos son perseguidos por la reina (que en esta ocasión no es sino la madre del príncipe, una ogresa antropófaga) y salvados por la compasión del cocinero encargado del banquete.

El cuento de los hermanos Grimm, publicado en 1812 en el primer volumen de sus Cuentos para la infancia y el hogar (Kinder- und Hausmärchen), no aporta muchas novedades. Le pone nombre a la protagonista (que da en llamarse Dornröschen, Rosa con espinas) y simplifica el final eliminando la persecución de la reina. Cuando la princesa despierta, despiertan todos y se acaba el cuento. La versión de Disney hizo el resto, y los nombres de Aurora y de Maléfica se instalaron en el imaginario colectivo, acompañados de una cascada de imágenes y melodías empalagosas, pero de indudable capacidad sugestiva.

Terminaremos esta sucinta evocación de personajes aletargados con una recreación decimonónica del mito, que se esconde en una joya literaria extraña y escasamente conocida.

Richard Garnett fue, además de bibliotecario en el Museo Británico durante cincuenta años, un escritor culto, refinado e inteligentísimo. En el interior de su admirable The Twilight of the Gods (El crepúsculo de los dioses), publicado en 1888, encontramos una pequeña maravilla de inspiración oriental: «La poción de Lao Tse».

En este relato se nos cuenta la historia del emperador Sin-Wu, de la dinastía Tang. Obsesionado con la inmortalidad, el magnánimo gobernante oye hablar de algunos seguidores de Lao-Tsé (secta perseguida y casi extinguida en aquellos días) que conocen un elixir que prolonga la vida indefinidamente en intervalos larguísimos de sueño y de vigilia. Estos durmientes eternos habitan por lo general en cuevas que sirven de cubiles a tigres y alimañas salvajes, que los protegen durante su letargo. Tras denodadas pesquisas, solo puede hallar dos miembros de dicha hermandad: una madre y una hija, de la que se dice que es la portadora del secreto del bebedizo. Las encuentra dormidas, una arrugada y la otra hermosísima. Los soldados, siguiendo las órdenes de su señor, matan a la anciana y trasladan a la bella joven a los aposentos del emperador, que la adora en su letargo. Sin-Wu espera y espera a que su amada despierte. Y ella duerme. Y el reino se sumerge en el caos.

Siendo ya Sin-Wu un anciano decrépito, la muchacha despertó, más hermosa si cabe que cuando estaba dormida. Cuando fue interrogada acerca del elixir de la inmortalidad, ella respondió que era un secreto que solo conocía su hija, la anciana que habían sacrificado tiempo atrás. Cegado por la belleza, el pobre emperador había conservado a la mujer equivocada. A los pocos minutos una turba enfurecida de súbditos hambrientos despedazó a Sin-Wu. Las fieras no volvieron a respetar a los seguidores de Lao-Tsé.

Horror y belleza. Pesadilla y fascinación. Sea por alcanzar la sabiduría o por castigo de un dios; por un maleficio o buscando la eternidad o víctimas de una broma pesada. La cuestión es dormir. Dormir mucho. Muchísimo. Estar tumbado a la bartola durante siglos. Tentador, ¿verdad?

En palabras del príncipe danés: «He aquí un fin devotamente apetecible».

(Ilustración: Esther de la Torre)

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