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El seriéfilo: julio de 2015

Una vez me preguntaron mi opinión sobre Julio, y yo contesté que parecía buen chaval, pero que como mes dejaba mucho que desear… Debió ser en ese preciso instante cuando comenzó mi debacle como jurado del Festival Internacional de la Canción de Benidorm. Y menos mal, porque no me quiero ni imaginar cómo iba a poder concentrarme en mis series con tanto cantante suelto berreando por ahí.

A lo nuestro, que este es un mes difícil. Llevo treinta días más uno (como los reos) rebuscando en los canales, mendigando por alguna serie que llevarme a la pantalla, viendo cosas que en un septiembre cualquiera no osaría ni tocar. Por suerte, soy tipo precavido y siempre guardo en el zurrón algo de buen material que me ayude a pasar el mes (seguimos hablando de series, no os desviéis al lado oscuro).

En este caso, para asegurar, me reservé la creación de los Wachowskis (eso, eso, los de Matrix) y Michael Straczynski (sí, el guionista de nuestro trepamuros preferido; sí, he tenido que mirar internet para escribir bien el nombre y no, no me consta que sean familia, aunque rimen los apellidos): Sense8 (Netflix), que más de un ansias la habrá devorado a principios del mes pasado cuando salieron los doce capítulos de golpe. No pude hacer mejor elección porque me ha gustado mucho. Los hermanísimos nos proponen un juego donde varios personajes que, sin tener nada en común (ni siquiera se conocen), son capaces de conectar entre sí tanto a nivel «senti» como «mental» (a esto, amigos, se le llama economía del lenguaje) sin saber cómo ni por qué (al final no es más que una excusa para mostrar distintos puntos de vista sobre temas como la religión, la sexualidad, la vida, las relaciones humanas… vamos, lo que hablamos con los colegas cuando salimos a tomar un café y acabamos arreglando el mundo, pero a nivel global). Nos recordará claramente a la película El atlas de las nubes (Tom Tykwer, 2012), producida y codirigida por los propios Wachowski; pero no huyáis despavoridos aún, porque algo que tienen las series y no tienen las películas es tiempo, mucho tiempo, seis veces más que un film convencional en este caso, suficiente para desarrollar la historia como es debido y no salir del cine con cara de no saber lo que acabamos de ver. La originalidad reside en que no son las distintas historias las que se entrelazan entre sí, sino que son los personajes los que se superponen en las diferentes historias saltando de una a otra según sus otros compañeros los vayan necesitando. Añadir que los Wachowski han sido capaces de resolver estos momentos con maestría, logrando transmitir la (nada fácil) sensación de que dos personas estén en dos sitios a la vez sintiendo ambos dos (o tres o cuatro o cinco o las que coincidan en ese momento) lo mismo que el resto. A la apabullante fuerza visual que siempre se les presupone a los hermanísimos, se unen un puñado de historias tan distintas entre sí, tanto en tono (unas más dramáticas, otras más cómicas) como en colorido y fondo, que es difícil no conectar con alguna (aunque auguro que cuando lleguéis al último capítulo os habréis encariñado con todos los personajes).

Conociendo al director de The Last Ship (TNT), Michael Bay, también nos podemos hacer una idea de lo que íbamos a ver. Me esperaba mucha acción bien rodada y unas cuantas banderas norteamericanas. La primera temporada era lo que ofrecía aunque se le iba un poco la mano con el patriotismo; la segunda es un auténtico panfleto propagandístico del ejército norteamericano. Son tan asquerosamente perfectos que no hay por dónde cogerlos y, para que nadie se confunda con qué bando elegir, los malos son tan sumamente malos que solo les falta comer niños (al tiempo). Cada vez que finaliza un capítulo me entran unas ganas locas de ir al baño a vomitar barras y estrellas. Menos mal que tenemos cerca el antídoto: The Brink (HBO), una corrosiva sátira política ambientada en Pakistán durante un ficticio golpe de Estado; Tim Robbins y Jack Black lideran un proyecto que, aun teniendo algún capitulo flojo, nos ofrece momentos surrealistamente desternillantes protagonizados por gente de la que, supuestamente, depende la paz mundial.

Que la segunda temporada de True Detective (HBO) iba a llevar palos por arriba y por abajo se sabía desde hace meses, vamos, desde el mismo momento en que se anunció que se iba a rodar. He de reconocer, seis capítulos después, que ni entiendo ni comparto el ensañamiento.

Ávido y sabio lector (A.S.L. a partir de ahora): Pero, entonces, ¿es mejor que su predecesora?

Seriéfilo (S a futuros): Ni de coña.

A.S.L.: Vamos, que es mala.

S: Pues tampoco.

Vayamos por partes. Se critica su originalidad, pero es que a mí ni me pareció tan original la primera (investigación típica mil veces vista en pelis americanas) ni me parece tan poco original esta (meter tres detectives a resolver el caso con intereses muy distintos tiene su punto). Se dice que el casting es fallido, y ahí estoy en parte de acuerdo, aunque también influye que McConejo tuviese un personaje increíble y que lo bordase cuando nadie se lo esperaba, porque aunque Colin Farrell no lo hace mal, tampoco hace una interpretación soberbia y su personaje es mucho menos carismático que el de Rusty; Taylor Kitsch y Rachel McAdams están correctos, nada que objetar, sin embargo Vince Vaughn sí que no me encaja para nada como gangster old school y me parece una elección totalmente errónea. Y el resto es historia, el alumno que nos recuerda al maestro pero que no llega a superarlo: tenemos conversaciones en el coche como en la primera pero mucho más vacías, tenemos amplios planos aéreos del paisaje californiano pero molaba más Nueva Orleans, también tenemos una buena escena de acción en el cuarto episodio con tiroteo incluido pero no supera el plano secuencia de la primera… Una pena, en definitiva, porque aun siendo una buena serie la sombra de Rust Cohle es demasiado alargada.

Como en la vida real, en el mundo de las series siempre hubo clases. Están esas que lo tuvieron fácil, con presupuestos casi ilimitados, productores de renombre, publicidad por todo lo alto y que parece que se renuevan solas año tras año aunque sean un truñaco (perdón por la licencia mal sonante), y están aquellas otras que se lo curran en silencio, sin tanto apoyo, sin tanta publicidad, que tienen que batirse el cobre en pleno verano cuando la gente está más preocupada de la playa que de la tele. Ejemplos de las primeras serían  Under the Dome (CBS), que nos castiga los ojos por tercer año consecutivo, o Falling Skies (TNT), que por fin se acaba después de cinco temporadas en las que los guionistas han ido dando tumbos sin conseguir un hilo argumental coherente que seguir durante más de una temporada. Como ejemplos de las segundas tendríamos a Ray Donovan (Showtime), que estrena su tercera temporada, a priori, por lo que he visto en estos tres capítulos, más oscura y violenta y con un Jon Voight menos sobreactuado. Me ha sorprendido, además, con un regalo inesperado: la aparición como personaje recurrente de Fairuza Balk, una de mis actrices fetiches desde que la vi (también como personaje secundario tirando a terciario) en Cosas que hacer en Denver cuando estás muerto (Gary Fleder, 1995).

Y, ya para acabar, un consejo para estos días de verano. Dado que estoy seguro de que el sol, el calor y la playita os incita a pasar más tiempo en la calle, a salir a hacer deporte para estar en forma y lucir cuerpos cincelados sobre la arena, evitad aquellos excesos innecesarios que siempre terminan en sudoración extrema (y que todos sabemos que eso no puede ser bueno) y poned un capítulo de Ballers (HBO), serie que se centra en la vida de un grupo de jugadores profesionales de fútbol americano fuera del campo y que, a pesar de la poca expresividad de Dwayne Johnson (no, no tengo narices a decírselo a la cara) se hace muy entretenida.

Sin más me despido, desde el sofá de mi casa, viendo a jugadores profesionales sudar y muscularse por mí.

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Un comentario

  1. Simplemente es mi serie favorita ya que the brink me gusta la comedia combinada con un poco de historia , ver uno a uno cada capitulo es fabuloso .

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