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El KO de George Foreman

Los norteamericanos han protagonizado alguno de los grandes momentos de la historia del deporte. En Europa, conocemos sus proezas y estrellas en función del interés que despierten sus disciplinas: en el viejo continente, pocos comprenderán el mito del bateador de los Yankees, Joe DiMaggio; todos hemos visto, en cambio, a Michael Jordan suspendido el aire mientras sacaba la lengua. Hay un instante, sin embargo, que se eleva por encima de todos los que forman la historia del deporte estadounidense y representa como pocos la capacidad del deporte para trascender sus límites. En aquel momento y aquel lugar, Mohamed Alí le gritó al mundo su grandeza y su insumisión. A su lado, George Foreman caía K.O. al suelo, superado por El más grande, pero también por las circunstancias.

La irrupción de Big George

Una derrota tiene que ser muy grande para convertirse en el gran hito de una carrera como la de George Foreman, que arrancó con un relato prototípico en el boxeo: tras una adolescencia plagada de problemas y desencuentros con la ley en su estado natal de Texas, aquel chico solo tenía dos opciones: el ring o la criminalidad. Sucedía que la fortaleza y la arrogancia que tantos problemas le daban a aquel chaval fuera del gimnasio, podían llevarle al éxito sobre los cuadriláteros. Aún menor de edad, Foreman comenzó a arrasar en el circuito amateur de Oregon; con diecinueve años fue medalla de oro en los Juegos de México 68 e, inmediatamente después, saltó al profesionalismo con la meta de ser campeón de los pesos pesados. Iba a lograrlo sin aparente dificultad.

Su primer año como boxeador se saldó con un pleno de victorias, alguna de ellas en menos de medio minuto. Su pegada era algo jamás visto en la historia del boxeo, un deporte plagado de estrellas en aquella época dorada. Big George se ganó pronto el apodo que le acompañaría durante el resto de su carrera y también la condición de aspirante al título, venciendo sus primeros treinta y dos combates como profesional. Casi siempre ganaba por K.O. técnico. Era insolente, arrogante y maleducado.

Su primera gran oportunidad llegó con un combate en Kingston, Jamaica, ante Joe Frazier, el fajador que había construido su carrera sobre una proverbial resistencia. Foreman lo despachó en tan solo seis asaltos (el árbitro paró el combate ante las continuas caídas del campeón), y el texano consiguió su primer cinturón. Desde ese momento, se convirtió en el gran dominador de los pesos pesados, defendiendo con suficiencia su título en 1973. Solo un luchador podía parar aquel huracán: su antítesis sería un veterano capaz de todo, de regreso tras la suspensión que había cercenado su carrera. El talento de Cassius Clay, ahora bajo la forma de la leyenda de Mohamed Alí, iba a cruzarse en el camino de George Foreman.

Pelea en la selva

Rumble in the Jungle: así llamó el polémico y estrafalario promotor Don King al combate que organizó entre dos iconos del boxeo en Kinsasa, capital del Zaire de Mobutu. Alí llegó al continente africano en septiembre del 74, fecha oficial del combate, tras ganar a los puntos un duelo ajustado frente a Joe Frazier, el mismo púgil al que Foreman había noqueado sin piedad poco antes.

Aunque la pelea tuvo que posponerse por una pequeña lesión de Foreman, Alí aprovechó para darse a conocer al pueblo africano y alternar con auténticos iconos de la cultura negra que habían acudido al evento, como James Brown y B. B. King. Para cuando Foreman llegó a Kinsasa, el portentoso carisma de Alí dominaba el escenario: el día del combate, los más de sesenta mil asistentes crearon una atmósfera mítica en la historia del deporte, gritando sin descanso una famosa consigna: «Alí, bumaye». Literalmente, «Alí, mátalo». En el corazón del África subsahariana, no se olvidaba el activismo político de El más grande. Allí, la victoria del negro más libre del mundo implicaba la eliminación de su rival, incluso si era otro hermano afroamericano.

El negocio, no obstante, estaba al otro lado del Atlántico. Por eso la pelea se disputó en plena madrugada africana y se presentó en los medios de todo el mundo como un combate entre la simpatía y el enfado; entre la fina heterodoxia de Ali y la brutal pegada de Foreman, el boxeador de la fuerza inconmensurable que, incluso frente a Cassius Clay, se alzaba como favorito.

Lo cierto es que Rumble in the Jungle no defraudó. Todo lo que rodeó el evento sigue haciendo de este combate de boxeo el más famoso de la historia, pero, además, lo que pasó en el ring lo convirtió también en uno de los mejores. La pelea comenzó como muchos esperaban: Foreman parecía un cyborg diseñado para destrozar el halo de grandeza de su contrincante, y Mohamed Alí era ya demasiado veterano como para seguir volando como una mariposa. Tras un primer round de tanteo, los golpes del texano comenzaron a caer como martillazos sobre el cuerpo de Alí. La sorpresa fue comprobar que el estilista más ofensivo de la historia de los pesos pesados asumía esta vez el papel de yunque.

Refugiado constantemente en las cuerdas, Alí protegía su rostro con las manos y el torso con sus antebrazos. Entre los golpes de Foreman, el excampeón trataba de sacar algún puño para cortar el ritmo de su rival y obligarle a vigilar su guardia. Tenía que obligarle a mantener los brazos en alto y fatigarse mientras llegaba su momento. Foreman, además, tuvo que soportar durante todo el combate la incontenible verborrea de Alí. El aspirante, empeñado en desgastar mentalmente a su rival, se pasó todo el tiempo gritándole al oído que ni siquiera notaba sus famosos golpes.

A medida que se sucedían los rounds, el cansancio empezó a hacer mella en ambos contendientes. Los golpes de Foreman perdían potencia y precisión; Alí, por su parte, estaba recibiendo el castigo más severo de toda su carrera. Nunca nadie le pegó tanto y tan fuerte. Sin embargo, aquel día Mohamed Alí había decidido invertir su infinito talento en resistir: descansaba apoyado en las cuerdas mientras esquivaba (o simplemente amortiguaba) los golpes de Foreman, y de vez en cuando buscaba algún contraataque eficiente que contribuyera al desgaste de su rival. Aquel día, sencillamente, Alí no iba a caer.

Tras media hora de combate parecía increíble que el aspirante fuera capaz de seguir en pie. Más inexplicable todavía resultaba ver el lamentable estado de Foreman, menos castigado pero absolutamente extenuado después de cientos de golpes que habían activado una y otra vez la poderosa musculatura que le había hecho, al menos hasta aquel día, imparable. El texano podía haber contemporizado (quizá debería haber buscado una victoria a los puntos o, al menos, obligar a Alí a salirse de su guion), pero las circunstancias habían hecho de Rumble in the Jungle algo cercano a un duelo a muerte por la supremacía del boxeo. Foreman quería ganar por K.O. y por eso siguió insistiendo, ya casi sin fuerzas. Y entonces sucedió lo imposible. Después de media hora intercambiando dolor por fatiga, Mohamed Alí pasó al ataque.

El primer aviso llegó en una esquina. Las acometidas de Foreman llevaban un rato siendo lastimosas, pero esta vez, además, en su retirada para recuperar el resuello recibió un par de golpes que no encajó con entereza. El combate continuó y Alí repitió estrategia en el ángulo opuesto. Había abierto una grieta en el cemento armado de los puños de Foreman y estaba listo para pasar a la ofensiva.

Los siguientes diez segundos son los más famosos del boxeo y una de las grandes escenas de la historia del deporte. Ali pareció rejuvenecer entonces una década: era de nuevo el gran campeón al que el gobierno había arrebatado el título en la cumbre de su carrera por negarse a ir a Vietnam a librar una guerra de blancos. No le hizo falta ningún prodigio técnico, tan solo canalizar las energías que había estado ahorrando para lanzar una combinación que envió a Foreman contra las mismas cuerdas en las que él mismo había estado apoyado toda la pelea. De regreso, por puro instinto, hacia el centro del ring, Foreman se tambalea. Estaba listo para caer, pero antes ofreció a Mohamed Alí la posibilidad de darle un golpe de gracia, como si del momento culminante de una película de tratase. Un golpe para derrumbar la puerta de los momentos más legendarios de la historia del deporte, con el que estallaría el júbilo en la grada y cuyo eco se transmitiría desde la República del Zaire hacia todos los negros oprimidos del mundo.

Sucede, sin embargo, que la grandeza de Alí no surge únicamente de su condición de boxeador. Cassius Clay era una persona especial. Y, por algún motivo, después de levantar el puño, decidió no golpear a Foreman, que cayó igualmente desplomado a la lona, incapaz de volver a levantarse durante la cuenta de diez. El campeón, el protagonista del capítulo más espectacular de la historia del boxeo, era El más grande. Foreman acababa de conocer la derrota de la peor manera posible. Y, si bien nunca aceptó del todo lo que había sucedido en Kinsasa, recordó que perder es una constante en la vida; que contemplar la grandeza en la victoria, como él había hecho, era un privilegio. Desde aquella noche, nunca olvidó que Alí no lanzó aquel último golpe. Y nunca dejó de sentirse agradecido por ello.

Un nuevo Foreman, un nuevo campeón

¿Cómo levantarse de semejante derrota? No se puede decir que Foreman lograse recuperarse rápidamente. Quizá nunca llegó a hacerlo. Todavía en 2007, con motivo de la publicación de sus memorias, Foreman mantenía que le habían echado algún tipo de sedante en su bebida antes del combate. Según una corriente de opinión relativamente popular en algunos medios (y también en algunos estamentos del mundo del boxeo), el regreso de la leyenda era una historia demasiado jugosa como para dejarla escapar. De esas que gustan en el país que impone las leyendas sobre la realidad, porque venden más y mejor.

Sea como fuere, lo cierto es que, mientras Alí se paseaba por el mundo con su cinturón de campeón (y daba oportunidades a otros luchadores probablemente menos peligrosos que Foreman), este se sumió en una depresión de la que tardó dos temporadas en salir. Cuando volvió a combatir, el texano no parecía el mismo. Había aprendido a caer, como se suele decir en el argot pugilístico, y su arrollador estilo se había revestido de una fina capa de prudencia que no le sentaba nada bien. Foreman volvió a ganar, sí, pero ahora recibía severos castigos en cada una de sus peleas y, poco después de su regreso, decidió retirarse prematuramente. Con tan solo veintiocho años, sufría serios problemas físicos y era presa de un estrés que no había parado de crecer desde su combate en Kinsasa.

Fue entonces cuando Foreman comenzó a asumir realmente lo que había ocurrido. Lo hizo a su manera, porque el fracaso no se puede enseñar a digerir, bautizándose como cristiano y dedicando una década a su crecimiento espiritual. Cuando, ya cerca de los 90, Foreman logró volver a ponerse realmente en pie, sorprendió al mundo recordando súbitamente que era un luchador cuando estaba a punto de cumplir cuarenta años. Fue entonces cuando anunció, para estupefacción de todos, que regresaba al ring. Y lo hizo con una sonrisa.

Foreman no solo se volvió a poner en pie; no solo volvió a caminar por los cuadriláteros con la cabeza alta, sino que volvió a llenar su cintura de títulos de campeón. Títulos que consiguió, además, con un estilo y una actitud diferente a la de aquellas tempranas victorias que le convirtieron en una joven leyenda del boxeo. Tras su travesía del desierto, Big George había perdido pegada, pero era un prodigio de resistencia que cocinaba a fuego lento a sus rivales para luego desmadejarlos. La gran diferencia, sin embargo, es que ahora además trataba de ayudarles a levantarse.

Foreman se pasó la temporada de 1988 peleando con rivales relativamente asequibles, mientras seguía poniéndose en forma y se acostumbraba a su nueva proyección pública. Iba encontrándose cada vez más a gusto en un papel de jovial veterano que encandilaba a la mercadotecnia, lo que le permitió empezar a promocionar ciertos productos que luego se convertirían en una parte importante de su vida como empresario. Fuera del ring, solo recibía elogios. Incluso Alí, habitualmente reacio (como todos los astros) a que otros le hagan sombra, extendió un dedo desde el Olimpo del boxeo para señalar que Foreman estaba haciendo algo histórico, algo único; para insistir en que era necesario observar con admiración lo que estaba sucediendo.

El revuelo informativo y sus victorias dieron al texano la oportunidad de enfrentarse a otro joven prodigio (mucho más sopesado que él mismo en su juventud), el nuevo campeón de los pesos pesados, Evander Holyfield. Big George perdió a los puntos, pero su persistencia en la victoria le dio una nueva oportunidad por el título cuando, ya en 1994 y con cuarenta y cinco años, se enfrentó a Michael Moorer en Las Vegas. La definitiva consagración de Foreman, el cierre de una carrera deportiva descomunal, llegó de la mejor forma posible: gracias a su vieja pegada. Y es que Moorer cometió el error de pasarse nueve rounds castigando a Foreman tanto como este había castigado a Alí en Kinsasa, hacía ya la friolera de veintiún años… Pero, como su rival en el Zaire, el texano aguantó y, cuando vio la oportunidad, un directo de derecha de aquellos que habían sido capaces de noquear a sus adversarios incluso cuando golpeaban sobre su guardia, envió al campeón a la lona.

Foreman administró sus combates hasta 1999, mientras le desposeían poco a poco de sus títulos por dar largas a la evolución del concepto de pegador (un tal Mike Tyson al que, para ser francos, por aquel entonces daba miedo enfrentarse). No fue la forma más elegante de bajarse del ring, claro está, pero a esas alturas ya daba igual. Foreman podía irse satisfecho porque había sido campeón con cuarenta y cinco y habían pasado más de dos décadas entre su primer cinturón y el último. Se retiraba, por tanto, dejando a su paso cifras de las que sirven de inspiración a los campeones del futuro.

Cuando se fue, además, siguió siendo un tipo sonriente que predicaba algunos domingos en la iglesia y de noche aparecía en la teletienda vendiendo parrillas. Su fortuna (en todos los sentidos) no ha dejado de crecer desde entonces y, aunque sus apariciones públicas le han costado alguna chanza, en realidad a nadie le molesta que a la vieja leyenda le vaya bien.

La última aparición pública seria de Big George tuvo lugar cuando, el año pasado, murió Mohamed Alí. Los medios se pelearon entonces por conocer la reacción de su amigo, el hombre al que Cassius Clay había hundido y al mismo tiempo salvado con aquel último golpe que no fue. Foreman buscó compungido algo que poder decir sobre quien se había alzado sobre él en aquello a lo que dedicó su existencia, y finalmente dijo que su vida nunca más estaría completa, porque, como todos, se había acostumbrado a vivir en presencia de la explosión de energía que supuso la vida Alí. Dijo también que su mayor rival había sido una persona esencialmente bella.

Al borde del llanto, Foreman comenzó a reírse repentinamente y empezó a pensar en sí mismo (como hacemos todos cuando se va alguien que ha marcado nuestras vidas), solo que en voz alta y frente a muchas cámaras. Explicó que el fondo de pantalla de su ordenador muestra la famosa imagen en la que yace tirado en la lona, fuera de combate, bajo la mirada de Alí, triunfante. La escogió porque «la vida no va de ganar, sino de levantarse después de perder» y porque le gusta observarla siempre que se siente pagado de sí mismo. Le viene bien, dijo, recordarse derrotado por alguien más grande que él. Debe ser un consuelo que quien te venza sea más grande que cualquiera.

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4 comentarios

  1. Clavado. Esto es lo que sentimos los aficionados silenciosos a este deporte clásico robado… Este fue su mayor momento, el puñetazo que no fue. Gracias!

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