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Star Wars: Episodio VIII – Los últimos Jedi – El fulgor del instante frente a la gris monotonía

El estreno de una nueva película de la saga Star Wars se ha convertido ya en uno de esos momentos históricos que no paran de sucederse uno detrás de otro. Como si fuésemos ratones atrapados en una maléfica rueda, parecemos condenados a vivir una continua sucesión de nuevos hitos para la historia cultural que amenazan con acabar con nuestra capacidad de espera. Cierto es que con los años hemos desarrollado una resistencia inesperada al cansancio causado por esa inacabable retahíla de películas que no podemos perdernos; porque cuando no tenemos que ver la mayor reunión de superhéroes en una sola cinta, nos encontramos con que la Liga de Justicia por fin llega a la gran pantalla; cuando la primera película derivada del tronco central de Star Wars no es suficiente, siempre podemos recuperar a King Kong para el cinematógrafo o anunciar la siguiente entrega del mercenario bocazas más irreverente del mundo.

En ese maremágnum de franquicias nuevas y viejas, de acontecimientos que no podemos perdernos, brilla sobremanera el universo creado hace ya cuarenta años por George Lucas gracias al estreno de Star Wars: Episodio IV – Una nueva esperanza (Star Wars: Episode IV – A New Hope, 1977). A diferencia de muchos de sus rivales, existe en Star Wars, al igual que en Indiana Jones, una frescura que parece imposible de borrar por el tiempo. Frente a las apuestas de marketing que copan las pantallas de los cines de todo el mundo, nos enfrentamos a un producto casi artesanal creado por unos enamorados de una narración que ya no tenía lugar en lo que se dio en llamar el nuevo Hollywood. Spielberg y Lucas, sobre todo el segundo, no dejaban de ser un par de tipos excéntricos entre directores como Scorsese o Francis Ford Coppola, mucho más preocupados por los asuntos sociales que por el sueño de hacer su propio Flash Gordon.

La guerra de los fans

Otro aspecto imposible de separar de la historia de Star Wars ha sido su capacidad para crear auténticos fans, convirtiéndose en una de las banderas oficiales de lo que se ha venido configurando como el universo friki más amplio. Si en los años ochenta y los primeros noventa había que ser bastante particular para preocuparte de lo que sucedía en novelas tan infames como El cortejo de la princesa Leia (Courtship of Princess Leia, 1994), ahora los títulos del nuevo canon llenan las estanterías de las grandes cadenas literarias del país mientras el canal Disney XD emite la muy satisfactoria serie Rebels. Hasta puedes encontrarte con que en un colegio tengan como actividad festiva la visita de alguien vestido como el mismísimo Boba Fett.

Crear a este tipo de seguidores también tiene su reverso tenebroso, como no podía ser otra forma, y a menudo los críticos más salvajes de muchas de las creaciones que han tenido lugar en torno a Star Wars han sido sus propios fans. Si quieres encontrar a gente capaz de odiar con todo su alma a las tan denostadas precuelas no la hallarás entre los críticos cinematográficos más convencionales, sino entre aquellos que al mismo tiempo loan a la trilogía original y casi erigen templos en su honor. No hay nada peor, en el fondo, que un amante despechado, y así deben sentirse la mayor parte de esos aficionados que deciden poco menos que levantarse en armas cada vez que escuchan la palabra midicloriano o alguien imita el ridículo hablar de Jar Jar Binks.

Este extremismo es básico para entender el enorme compromiso al que se vio enfrentado J. J. Abrams cuando aceptó devolver la saga a la gran pantalla con Star Wars: Episodio VII – El despertar de la Fuerza (Star Wars: Episode VII – The Force Awakens, 2015). Al final, aquello terminó siendo un mejunje muy disfrutable pero en el que uno no sabía muy bien si estaba ante un remake, un reboot, una secuela o alguna otra cosa que seguramente tuviese nombre inglés que empezara por re-. La falta de frescura de la trama se veía compensada, por suerte, por una selección de actores soberbia y la explotación de la nostalgia de la mayor parte de sus espectadores, dispuestos a quedarse boquiabiertos con la aparición de un sable de luz en pantalla y mirar maravillados al Halcón Milenario cuando aparece por primera vez.

Por su parte, la apuesta más sencilla para salirse de los cánones habituales resultó ser un giro controlado hacia una historia más adulta con mimbres de cine bélico, pero sin abandonar un cierto espíritu aventurero. Rogue One: Una historia de Star Wars (Rogue One: A Star Wars Story, 2016) cayó muy bien entre los habituales de la saga que ya abandonamos la adolescencia, y se ganó aplausos de algunos bandos tradicionalmente hostiles a las peripecias especiales de los Skywalker y demás. A pesar de una producción muy movida (gran parte de la película tuvo que volver a rodarse con Tony Gilroy sustituyendo a Gareth Edwards tras la silla de director, hasta el punto que el trailer estaba lleno de escenas que luego desaparecieron o mutaron) la película consiguió darnos una nueva perspectiva sobre el universo creado por Lucas y logró una precisión milimétrica en su última parte, que culminaba con una sucesión de tres momentos álgidos, a cada cual más efectivo que los anteriores, para que el espectador saliese del cine con la más grande de las sonrisas.

Y en todo esto, este año, tocó la prueba del algodón para los planes de Disney en su desarrollo de la marca Star Wars: demostrar la habilidad suficiente para continuar con la nueva trilogía en ese peligroso equilibrio entre lo que adoran los fans y lo que detestan, entre la aprobación de nuevos públicos y la fidelidad a los ya convertidos, entre hacer una buena película y hacer la película que quiere tu público. No es difícil pensar que Rian Johnson debió de preguntarse en más de una ocasión en qué se había metido cuando aceptó encargarse de escribir y dirigir el octavo episodio de la saga principal de Star Wars

Star Wars: Episodio VIII – Los últimos Jedi

La nueva entrega de Star Wars destaca por muchas cosas, pero sobre todo por ser una cinta tremendamente irregular. El trabajo de guión de Rian Johnson está lleno de tantos momentos interesantes como de decisiones más bien dudosas que amenazan con lastrar definitivamente la película, aunque sin acabar de conseguirlo. Existe una subtrama demasiado alargada en torno al planeta casino de Canto Bight que no va a ningún lugar y que solamente rellena metraje con unas peripecias no demasiado estimulantes; también hay alguna cuestionable decisión en torno a las capacidades de algunos personajes, y hasta un cierto desaprovechamiento del interesante planteamiento realizado en torno a la situación de la Resistencia desde los primeros momentos de la cinta.

Y a pesar de esos errores, que no son pocos, Los últimos Jedi es una película que acaba ganando al espectador gracias a dos armas secretas: por un lado está su capacidad para construir momentos sobresalientes, instantáneas que perseguirán a los aficionados durante los años venideros gracias a una habilidad cinematográfica extraña en este tipo de producciones; por otro, sobre todo, están los actores y los personajes, que por fin consiguen en su mayoría explotar el potencial que se les pudo ver en El despertar de la Fuerza.

Del lado de los héroes todos los protagonistas salen bien parados. Poe Dameron por fin se convierte en un personaje de verdad, por suerte para un Oscar Isaac tremendamente infrautilizado en la anterior entrega, mientras que Finn es el que tiene menos oportunidades de brillar pero salva la situación gracias a un John Boyega que saca todo el jugo posible al material que le han dado. Lo de Daisy Ridley es otra cosa, confirmando las impresiones que ya dio en la anterior película y mostrando un carisma en pantalla de los que pocas veces se ven: da la impresión de que ni siquiera necesita esforzarse en su actuación porque ya tiene ganado el favor de la cámara de forma natural. Junto a ellos Mark Hamill y la añorada Carrie Fisher parecen limitarse a aportar su presencia, algo que hacen muy bien pero que no deja de ser más sencillo que construir un papel nuevo. Por su parte Kelly Marie Tran, la nueva incorporación al grupo de rebeldes (perdón, miembros de la Resistencia), cumple sin problemas aunque tal vez sin destacar tanto como algunas críticas indicaban.

En el lado de los villanos todo queda eclipsado por el que posiblemente sea el tándem más perfecto que nunca haya conseguido la saga entre un actor y su personaje por el lado del mal. Son palabras mayores, porque la voz de James Earl Jones se basta y se sobra por sí sola para hacer que Darth Vader sea su creación, pero hasta el caballero Sith por excelencia palidece ante el Kylo Ren construido por Adam Driver. El primer acierto de la película, y esto no debería considerarse ningún tipo de spoiler, es que el villano de la función abandone la máscara que le acompañaba en buena parte de la la anterior cinta, empezando a partir de ahí el espectáculo de un Driver capaz de construir un villano creíble, de transmitir en todo momento la naturaleza contradictoria que ya pudimos entrever en El despertar de la Fuerza y que ahora alcanza nuevas cotas. A su lado, y tal vez para compensar, todos los representantes de la Primera Orden parecen empequeñecerse, salvo quizá el Snoke de Andy Serkis.

Los últimos Jedi es una película grande por momentos y pequeña en otros. Se desinfla cuando trata de batallas y aventuras, pero brilla con fuerza cuando los personajes pasan al primer plano. Esta dicotomía es algo extraño en la historia de Star Wars y posiblemente vaya a causar más de un choque dialéctico entre los seguidores de la saga, así como más de una contradicción difícil de superar. Es mejor película que su predecesora, por ejemplo, pero no es tan seguro que sea una mejor película de Star Wars.

Un universo más pequeño de lo que parecía

Tal vez el mayor problema que vaya a tener Los últimos Jedi para muchos, sea su abandono total de un aspecto básico de las primeras películas de Star Wars: el sentimiento de descubrimiento y de maravilla. La primera trilogía de Lucas está llena de lugares inolvidables que se han convertido en comunes para toda una generación de espectadores: Tatooine, Dagobah, Hoth, Endor, Yavin, Bespin… hasta los pasillos de la Estrella de la Muerte se han ido erigiendo en una localización tan reconocible que pareciera que todos hemos paseado por ella innumerables veces. Y la segunda trilogía tampoco se quedaba corta en su capacidad de sorpresa, con Coruscant, Naboo, Kamino o el volcánico Mustafar.

Sin embargo, en las nuevas entregas los lugares nos resultan demasiado conocidos, reutilizados y poco inspiradores. Si en El despertar de la Fuerza creíamos estar de vuelta en Tatooine (algo que también sucede en Rogue One), aquí podremos recordar a Hoth con cariño, visitar una isla que tal vez estimule menos nuestra imaginación de lo esperado y sufrir una cierta decepción con el único planeta que trataba de sorprendernos: Canto Bight, ese casino para los ricos y poderosos, no es una adición a esa ya mencionada lista de planetas propios de Star Wars que vaya a sobrevivir al paso del tiempo, y es una pena, porque si algo resultaba estimulante es tener una pequeña ventana a esa realidad. Habrá que esperar a otra ocasión.

Esa falta de nuevos lugares se ve acompañada de una sensación de empequeñecimiento del mundo de ficción de los personajes. Las galaxia parece pequeña, un lugar donde la Resistencia está formada por apenas unos pocos cientos de personas, mientras la Primera Orden parece depender de una sola flota para hacer el trabajo. Es de justicia reconocer que esto ayuda a la creación de un ambiente agobiante y a subrayar la idea de una lucha sin esperanza, pero uno no puede evitar acordarse de que hubo un tiempo en el que parecía que el cielo no tenía límite y en infinitos mundos había infinitos rebeldes luchando contra un Imperio sin fin.

El triunfo de las partes sobre el todo

Los últimos Jedi está condenada a ser una película que vaya ganando con el tiempo, cuando olvidemos los valles en los que nos sumerge su historia, algunos muy profundos, para centrarnos en los enormes picos que la jalonan. Con suerte, dentro de unos años nadie recuerde Canto Bight ni sus momentos más flojos, y en su lugar lo que nos venga a la mente sea los mejores instantes de la cinta, todos ellos propiciados por unos personajes que ganan complejidad y sentido, que se convierten por fin en todo lo que pudimos sospechar tras su presentación.

Esa es la condena y la bendición de Los últimos Jedi, y será lo que haga que la gente la odie o la ame. Si estás dispuesto a admitir sus momentos más flojos y hacer la vista gorda, podrás disfrutar de una gran cinta. Si quieres centrarte en sus defectos, seguramente salgas algo enfadado del cine. La elección, como siempre, es del espectador, algo que ya sabemos que es peligroso en el caso de Star Wars y sus fans.

Ismael Rodríguez Gómez
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