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Música

El tercer movimiento de «La Catedral»: de cuando un guaraní empuñó una guitarra española

El calor sofocante complica la respiración de Agustín. Sentado en la cama, con la espalda apoyada en el cabecero, observa las copas de los árboles que a través de las altas y estrechas ventanas del hotel ABC de Montevideo, se adivinan en el exterior. Corre el otoño de 1920. Tiene la mirada prematuramente cansada y mientras su guitarra descansa en el rincón, él se seca con un pañuelo el sudor de la fiebre sifilítica que le consume lentamente. Las campanas de la catedral metropolitana anuncian el mediodía justo en el momento en que una fuerte ráfaga de aire caliente abre ruidosamente la ventana. Las cortinas enloquecen en un baile voluptuoso y ocurre la magia, algo se enciende en su cabeza.

Así pudo haber ocurrido la epifanía que inspiró a Agustín Pío Barrios a componer una de las obras más emblemáticas de guitarra española del siglo XX: magnética, volátil, solemne, inspiradora, La Catedral es uno de los tótems más venerables para cualquier amante de la guitarra clásica y una obra de arte capaz de cautivar a todo aquel que ceda sus tímpanos por primera vez a tan sublime construcción; particularmente, y esto es opinión personal, a su tercer movimiento.

Pero todo comenzó mucho antes, cuando Doroteo Barrios, cónsul argentino en Paraguay, y Doña Martina, directora de la escuela de niñas Villa Florida de San Juan Bautista de Misiones, engendraron ocho querubines con los que dieron forma a la que se conoció como Orquesta Barrios. Esa fue la cuna musical de Agustín hasta los trece años. Junto a sus siete hermanos y bajo la batuta de su padre, aprendió los ritmos y las melodías del folclore latinoamericano mientras se despertaba dentro de él una inquietud efervescente mucho más ambiciosa. En 1898 tras asistir a un concierto del guitarrista Gustavo Sosa Escalada decidió orientar por completo sus inquietudes artísticas hacia la guitarra clásica. Primero con Sosa Escalada en el Ateneo Paraguayo y después con Nicolino Pellegrini en el Colegio Nacional de Asunción, Agustín Barrios adquirió una formación musical y guitarrística fuertemente influenciada por el Romanticismo decimonónico que marcó sus creaciones futuras.

Cultivó con rigor y constancia un talento innato que le llevó a realizar su presentación como solista profesional a los veintidós años, adquiriendo una merecida fama a nivel nacional que pronto se multiplicaría en el extranjero pero, como decía Ortega y Gasset, «uno es uno mismo y su circunstancia», y en el caso de Agustín Pío Barrios, estas no le fueron ajenas. Durante la mayor parte de su vida adoleció de una salud frágil y en progresivo deterioro, lo que, junto a su carácter ciclotímico y algo excéntrico, condicionó episodios de gran plenitud creativa con otros más yermos y depresivos. Por otro lado, Paraguay se hallaba en momento de inestabilidad e incertidumbre política tras la guerra de la Triple Alianza y, si bien la ausencia de documentación acerca de las inclinaciones políticas de Agustín Barrios podría darnos a entender una indiferencia y distanciamiento al respecto, esto no impidió que la coyuntura política y social le afectase.

Tras una larga temporada dando conciertos por casi toda Latinoamérica, volvió a Paraguay justo después de la breve guerra civil que sufrió el país entre 1922 y 1923 con la intención de habilitar un conservatorio donde poder desarrollar su labor docente pero, ante la negativa del gobierno vigente, lo abandona en 1925 para continuar con su faceta concertística.

En 1929 la crisis financiera que estalla en la bolsa norteamericana afecta a las del resto del continente, así como a los hábitos de consumo de la población: a principios de los años 30, Agustín se encuentra afincado en Brasil. Ante la escasa afluencia a sus conciertos y la necesidad económica, discurre una nueva estrategia escénica con la que atraer más público y, ataviado con un tocado de plumas y vestimentas llamativas crea un personaje inspirado en la tradición guaraní de su tierra, Nitsuga Mangoré, el Paganini de la guitarra de las selvas del Paraguay.

Nitsuga no es otra cosa que su propio nombre escrito al revés y Mangoré hace referencia a un legendario jefe indígena. En contra de lo que podamos pensar desde nuestra perspectiva actual, la estrategia tuvo efecto y ayudó a prosperar la carrera musical de Agustín, que llega a ser más conocido por su nombre artístico que por el real.

Uno de los hitos históricos de nuestro protagonista radica en ser el primer guitarrista clásico en hacer una grabación en setenta y ocho revoluciones por minuto para una casa discográfica. Reconocido en vida, Agustín Pío Barrios se concentró por entero al mundo del arte y de la guitarra, pasando el final de sus días en El Salvador, país al que emigró de la mano de su amigo, el general Maximiliano Hernández Martínez, circunstancia esta no exenta de ironía dado que nuestro protagonista, adalid de la cultura popular y alter ego de un personaje de raigambre indigenista, se dejó mimar por el líder de un régimen militar autoritario que reprimió con mano de hierro a la población nativa y campesina de su país.

Pero nos hemos despistado, volvamos al Montevideo de 1920, momento en que Agustín Barrios concibe La Catedral, obra en dos movimientos (a la que posteriormente le añadirá un preludio) o Dístico Sacro inspirado en la catedral metropolitana de la misma ciudad.

Esta obra trata de música de carácter descriptivo: el primer movimiento (segundo en la versión final) se inspira en la quietud y serenidad que anidan en el interior del templo. La melodía se sitúa entre un registro medio y grave, camuflándose a la perfección en la textura de polifonía homofónica que la rodea y que nos recuerda perfectamente a un coral. El ritmo, pausado y cadencioso, parece emular los pasos de un cansado peregrino que paladeara cada rincón del edificio, con la satisfacción de haber cumplido una promesa o expiado una penitencia.

El último movimiento, por contra, describe el exterior de la catedral y la impresión al salir de una atmósfera de religiosa solemnidad a un espacio amplio lleno de vitalidad y movimiento; diferentes temas musicales hilvanados con precisión reflejan el ajetreo y el bullicio constante que habría existido a la salida del templo uruguayo: el pasar de los transeúntes, los gritos de los niños jugando en la plaza, el doblar de las campanas, los rítmicos y torpes tranvías doblando la esquina, la luz cegadora, el golpe de calor.

Este tercer movimiento, una obra con entidad por sí sola, viene caracterizado como allegro solemne, estructurado en forma de rondó, comienza con un arpegio hipnótico y envolvente que a través de una progresión armónica ascendente se transforma en un movimiento melódico único que nos lleva, apenas sin respirar, a otra progresión donde el bajo adquiere protagonismo melódico. A continuación, como es propio de la forma rondó, vuelve a aparecer el motivo inicial, como si de un estribillo se tratase, para esta vez desembocar en una suerte de azarosas cascadas melódicas que constituyen uno de los pasajes de escalas más desafiantes para cualquier intérprete.

Tras volver una vez más al motivo de arpegios inicial la obra culmina con un proceso cadencial que crece en intensidad dramática hasta un rotundo y grandilocuente final en la tonalidad principal.

La obra ejemplifica a la perfección el estilo romántico tardío que caracteriza la obra de Agustín Barrios Mangoré. Obedeciendo las formas y estructuras, el compositor no se deja embaucar por los movimientos vanguardistas que tienen lugar en Europa y Norteamérica, mientras que la armonía y los giros tonales se mantienen en una órbita convencional, si acaso con algunos guiños impresionistas en el movimiento lento. Las melodías, sumamente expresivas, ponen de manifiesto una intencionalidad sentimental, casi espiritual.

Agustín Barrios vivió por y para la guitarra. Mezcló las maneras interpretativas de la guitarra clásico-romántica con el folclore sudamericano y legó a la posteridad algunas de las obras para guitarra clásica más bellas que existen. La Catedral, como si de un templo viviente se tratara, invita a adentrarse en ella una y mil veces y, en cada una, descubrir algo nuevo, un detalle, un rincón, algo que estaba ahí y no conocíamos; no sólo del templo, sino de nosotros mismos.

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