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Cine y TV

Willow. Un hobbit fuera de la Comarca

Son los años ochenta. George Lucas pasa el rato en el Rancho Skywalker jugando con sus muñequitos de Star Wars. Como atrezo, fajos de billetes; no es lo que se dice un escenario muy galáctico, pero son moldeables y amontonables, y la imaginación siempre ha sido su punto fuerte. Entre zumbido de sable láser y «yo soy tu padre», George Lucas siente cierto vacío en su interior: echa en falta unos compañeros de juego a la altura. Con su amigo Steven Spielberg ha arrasado en taquilla escribiendo y produciendo las dos primeras entregas de Indiana Jones, pero Dentro del laberinto (Jim Henson, 1986) y Howard, un nuevo héroe (Willard Huyck, 1986) se han revelado como dos fracasos estrepitosos que han reducido peligrosamente las montañitas de billetes con los que enmarca sus aventuras. Así que se pone a pensar. Hay que reactivar el cotarro. Hay que conseguir nuevos muñequitos. Y vuelve esa idea que lleva tanto tiempo rondando su cabeza: la Tierra Media.

No es ninguna sorpresa el amor que Lucas siente por Tolkien; más que una saga de ciencia ficción, Star Wars es una epopeya de fantasía heroica. Y en esos momentos, adaptar la obra de Tolkien es el único proyecto que puede rivalizar (artísticamente, pecuniariamente) con su exitosa saga recién concluida. Las limitaciones en el campo de los efectos especiales ya habían frenado en su día, allá por 1972, el entusiasmo de Lucas por visitar la Tierra Media, pero, habida cuenta de los revolucionarios resultados con los que su empresa, Industrial Light and Magic (ILM), acaba de asombrar al mundo en su celebrada trilogía galáctica y la especialmente receptiva atención de un público que en esta década está disfrutando de la época dorada del fantasy cinematográfico (Conan el bárbaro, 1982; Cristal oscuro, 1982; La historia interminable, 1984; Lady Halcón, 1985; La princesa prometida, 1987…), parece que por fin ha llegado el momento adecuado.

Toda leyenda tiene su principio y George Lucas lo sabe: El hobbit, precuela de El señor de los anillos, un cuento fantástico de aventuras que, como La guerra de las galaxias, es una historia para todos los públicos (algo importante si tu idea no se reduce a hacer una simple película, sino a crear un imperio de merchandising). Sin embargo, la todopoderosa Lucas Film no consigue hacerse con los derechos de la obra y a Lucas no le queda más remedio que canalizar su frustración (porque, ya se sabe, la ira lleva al odio, el odio lleva al sufrimiento… y el sufrimiento lleva al Lado Oscuro) y buscar alternativas. Y piensa aquello de que si el hobbit no va a la montaña, él se inventará una montaña nueva. Y es ahí donde surge Willow.

Willow: en la tierra del encanto (1988)

En un mundo medieval fantástico, Willow (Warwick Davis), un nelwyn (criatura de pequeña estatura, semejante a lo que nosotros entendemos como un enano) encuentra a orillas de un río a una niña recién nacida, Elora Donan, y la acoge en su hogar. Lo que no sabe el inocente Willow es que, según una antigua profecía, la criatura está llamada a acabar con la malvada reina y hechicera Bavmorda (Jean Marsh), motivo por el cual fue enviada lejos de sus abyectas manos. Pero el Mal tiene ojos en todas partes y las huestes de Bavmorda no tardan en dar con el paradero de la niña, obligando a Willow a emprender la huida para proteger a la niña y a su pueblo. Mientras es perseguido por el general Keal (Pat Roach) y la hija de Bavmorda, Sorsha (Joanne Whalley), se topará con Madmartigan (Val Kilmer), un héroe cínico y canalla pero de buen corazón, con la maga Fin Raziel (Patricia Hayes) y con la cómica pareja de brownies (seres diminutos, como duendes) Rool y Franjean (Kevin Pollak y Rick Overton).

George Lucas, con la idea de iniciar una nueva saga millonaria, escribe, junto a Bob Dolman, una versión alternativa de la obra de Tolkien. Ya el mundo de Star Wars era un batiburrillo de elementos y referencias de las que se había agenciado con tanto acierto como descaro, así que, al fin y al cabo, no estaba haciendo entonces nada que no hubiese hecho antes. Y es que nunca habría existido Willow sin El hobbit y El señor de los anillos. Los paralelismos son evidentes. Los nelwyn, como los hobbits, son seres pequeños y pacíficos, un pueblo campesino que vive despreocupado lejos de los peligros del salvaje mundo «exterior». Willow, el personaje principal, es un antihéroe, como Bilbo y Frodo Bolsón, que se ve «arrastrado» a protagonizar una aventura de incierto devenir. En su viaje, contará con el apoyo de su mejor amigo, Meegosh (Sam Gamyi), la ayuda fundamental de héroes como Madmardigan (Aragorn) y Sorsha (Légolas, Gimli), los consejos mágicos de Aldwin Alto (Gandalf), la clarividente ayuda del hada del bosque (Galadriel) y la poderosa presencia de la maga rediviva Fin Raziel (Gandalf el blanco). Como le pasaría a la Comarca con el Anillo de Poder, la presencia de Elora Danan en la tranquila aldea de los nelwyn supone una oscura sombra que obliga a que esta sea llevada lejos para garantizar la seguridad de todos. El anillo y Elora suponen también un peligro vital tanto para Sauron como para Bavmorda, quienes desde su reino de oscuridad enviarán a sus secuaces, ya sean los jinetes negros liderados por el señor de los Nazgul o las huestes reales encabezadas por el general Keal, para localizar y acabar con el origen de su amenaza.

Sabido es que Tolkien canalizó la tradición mitológica y literaria del género heroico. El viaje como misión, largo y fatigoso, preñado de peligros, es un elemento esencial de aventura que aparece ya en las epopeyas griegas y sumerias; la figura del héroe inesperado, un ser convencional que se ve arrastrado a protagonizar una aventura que saca a relucir sus hasta entonces ocultas y desconocidas virtudes, está presente en la literatura islandesa y escandinava; y otros elementos como los seres fantásticos, las batallas o la presencia más o menos velada de la magia son características comunes en el género que ya se encuentran en la tradición épica europea. No obstante, y lugares comunes del género aparte (lugares que, hay que recordarlo, en su vertiente moderna canoniza Tolkien), es evidente la influencia del autor británico en la película de Lucas: es su punto de partida y referencia fundamental, aunque finalmente la historia vuele sola adquiriendo entidad propia.

Willow fue una producción poderosa para su tiempo (35 millones de dólares). Rodada entre Inglaterra, Gales y Nueva Zelanda (como El señor de los anillos y El hobbit de Peter Jackson), la batuta de la dirección recayó en Ron Howard, que había trabajado como actor en el film de Lucas de 1973 American graffiti, y que se había ganado el beneplácito de crítica y público con Cocoon (1985). Industrial Light & Magic puso lo mejor de su «magia» para estar a la altura del carácter fantástico de la historia (aparece por primera vez el morphing, efecto de transformación que se haría especialmente célebre con Terminator 2) y la banda sonora corrió a cargo de James Horner (Titanic, Braveheart, Avatar), que firmó una de sus composiciones más inspiradas (incluyendo sospechosos parecidos en algunos de sus pasajes con la sinfonía Renana de Schumann o la Redención de El anillo de los nibelungos de Wagner). Además, contaría con maestros como Moebius (AlienTron, El Incal) y Chris Achilleos (Conan el cimmerio, Doctor Who, Elric, el emperador albino) en el diseño artístico. En el casting, formado principalmente por rostros jóvenes, destacan con derecho propio un convincente y entrañable Warwick Davis (que ya había hecho sus pinitos en el cine de la mano de Lucas como ewok y en Dentro del laberinto, y que seguiría apareciendo en películas como Las crónicas de Narnia o Harry Potter) y el cínico pero genial Val Kilmer (pujante promesa que venía de protagonizar junto a Tom Cruise Top Gun, en 1986).

El hechizo de la nostalgia

Willow 2

La idea original de Lucas era convertir las aventuras de Willow en trilogía, pero el mal recibimiento de la primera entrega llevó al traste dicho proyecto, quedándose reducido únicamente a una saga literaria de tres novelas firmadas por Chris Claremont (X-Men). La recaudación en taquilla fue discreta y las críticas muy negativas. Paradójicamente, esos dos elementos, fracaso en taquilla y varapalo de crítica, suelen ser condiciones infalibles para que con el paso de los años una película se convierta en obra de culto. Pero es un tercer factor el que elevó a Willow definitivamente a título de referencia en el recuerdo popular: la nostalgia, esa arma tan poderosa como para hacer olvidar las posibles carencias de una película y evocarnos exclusivamente los buenos ratos que su visionado nos hizo pasar.

Si se analiza Willow críticamente, se aprecia cierta previsibilidad en su trama, unos personajes poco desarrollados y un final atropellado, y en el plano visual no aporta nada nuevo (más allá de los avances en lo que a efectos especiales se refiere). Pero sería un error juzgar Willow sin tener en cuenta lo que es esencialmente: una película de aventuras sin más pretensiones. Por tanto, no debe pasar su reválida ante sesudos cinéfilos que alcanzan un éxtasis orgásmico en la contemplación del plano infinito de un campo de maíz al atardecer, sino ante el público que solo busca pasar un buen rato; allí es donde encuentra su natural caladero. Y no se puede negar que Willow tiene algo que la hace especial. Así como la adaptación de El señor de los anillos por Peter Jackson, con su discurso trascendental y su dirección monumental, aspira (y logra) un reconocimiento como «cine adulto» que no obtiene, ni pretende, la obra de Ron Howard, Willow, supera a esta en su condición de obra puramente de evasión (misión en la que se estrella estrepitosamente la nueva trilogía).

Ese es el gran acierto de Willow, saber captar el espíritu aventurero de las grandes hazañas de los cuentos, esas historias que, como al Bastian de La historia interminable (Michael Ende, 1979), te transportan a un lugar fantástico en el que la magia es posible, seres malignos acechan en las esquinas, y el protagonista podrías ser tú, una persona normal capaz de salvar el mundo.

Marcos García Guerrero
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