Antonia Pozzi: poesía de suicidio e intemperie
Cada quien la propia tristeza / se la compra donde quiere / también en una tienda negra / austera / entre libros polvorientos / que se liquidan a precios rebajados.
Aquí la literatura es foco y avatar de la tristeza. La tristeza de Antonia Pozzi es un túnel hecho de primavera y de invierno, de paisajes y recuerdos, que desemboca en un manantial oscuro: Oh, dejad que yo me pierda / sombra en la sombra. Pareciera que la poeta italiana entrase así, en completa negrura, en el despacho de Leopoldo Lugones, igual que hizo Borges en la extraña visita de El hacedor, donde escribe: En este punto se deshace mi sueño, como el agua en el agua. La misma agua en la que se hundió Virginia Wolf con los bolsillos llenos de piedras, o el agua del mar en la que se adentró para siempre Alfonsina Storni, después de anunciar su final en su famoso poema de despedida: Voy a dormir, nodriza mía, acuéstame / […] si él llama nuevamente por teléfono / le dices que no insista, que he salido… Sylvia Plath se durmió para siempre en su particular refugio con forma de horno de gas y Anne Sexton hizo lo propio en un coche henchido de humo denso. Alejandra Pizarnik, antes de tragar hasta cincuenta cápsulas de barbitúricos, dejó escritos tres versos en los que expresaba su último y desgarrado deseo: No quiero ir / nada más / que hasta el fondo. Con la misma sustancia se envenenó y logró alcanzar el fondo de su vida una jovencísima Antonia Pozzi, de tan solo veintiséis años.
Decía García Márquez en una ocasión que él dedicó toda su vida a escribir de un solo tema, el poder. Añadía después que del poder más poderoso de todos, el amor. Acaso el amor más fuerte sea el de una madre por su hijo, y fue precisamente la frustración de ese amor la condena que Antonia Pozzi tuvo que sufrir hasta el día en el que renunció a él para siempre, y con él a la vida. La maternidad frustrada es uno de los temas centrales en la poesía de la italiana. En su poema Niño moribundo, leemos: En una noche has vivido / los años de la vida entera: / y el lento amanecer te corona / como de espinas. Miras / con los ojos sabios las sombras. La inocencia como sabiduría; la noche y la oscuridad son el instante de visión plena. El amanecer, sin embargo, es el fin. Candilito, / quizá tú estabas / dentro de un sepulcro de niño, reza el poema ΛΥΧΝΟΣ, en el que la muerte está ya presente desde el principio. Así ocurre también en Santa María en Cosmedin: a este niño muerto que yo llevo / este pobre / sueño.
La relación amorosa que mantuvo con su profesor de latín y griego Antonio María Cervi fue rechazada tajantemente por sus padres. Esto, junto a un posible aborto, fueron sin duda acontecimientos determinantes en lo que Silvia Cattoni ha denominado «pathos de la imposibilidad», que tanto define su poesía. Antonia Pozzi se graduó 1935 con una tesis sobre Gustave Flaubert y solo tres años después la poeta sufriría el mismo destino trágico que Madame Bovary, quien «lloraba por la felicidad que no conocía». Para ella, Franquear la puerta de semejantes goces sin poder abrirla, era peor que morir. Es por eso que el poema Entierro sin tristeza es casi un presagio: Esto no es estar muertos, / esto es volver— / a la patria, a la cuna. La muerte es la verdadera patria, a donde uno realmente pertenece. Esta deseabilidad de la muerte es algo muy recurrente en toda su poesía, dando a entender con ello que la muerte es entendida como un deseo y una liberación. Esta postura ante la muerte es la que adoptaron muchas grandes figuras del pensamiento a lo largo de la historia, desde la antigüedad hasta hoy. Emil Cioran se alinea con Pozzi cuando deja escrito en su obra Del inconveniente de haber nacido lo siguiente: «Me gustaría ser libre, inimaginablemente libre. Libre como un ser abortado». La crudeza de Cioran aflora en muchas otras duras sentencias que, como los versos de Antonia Pozzi, establecen una relación multidireccional e inevitable entre el nacimiento, la muerte y el deseo: «No corremos hacia la muerte; huimos de la catástrofe del nacimiento. […] El miedo a la muerte no es sino la proyección hacia el futuro de otro miedo que se remonta a nuestro primer momento».Esta deseabilidad de la muerte, emparenta a la joven italiana con algunos de los pensadores más célebres de la antigüedad. Ya en la mitología griega aparecen personajes cuyo fatal desenlace no se contempla como un mal sino, al igual que en la poesía de Pozzi, como un regalo y una liberación. Herodoto en su Libro I y Plutarco en Consolación a Apolineo, narran la historia de Cleobis y Bitón, gemelos a quienes Hera concedió «la mayor gracia que ningún mortal hubiese recibido», a petición de su madre, la sacerdotisa Cídipe. Ese regalo fue precisamente concederles que, tras haberse acostado aquella noche, no volviesen a despertar jamás. También cuenta Píndaro que Apolo le prometió a Trofonio y Agamedes una gran recompensa tras haber construido el templo de Delfos, siéndoles concedida a la séptima noche cuando ambos murieron. Lo mismo se plantea en el mito del sátiro Sileno, que Nietzsche relata en El nacimiento de la tragedia. Cuando el rey Midas logra atrapar a Sileno para que le descubra qué es lo mejor y más deseable para el hombre, el sabio sátiro, con una risa estridente, proclama: «¡Mísera estirpe efímera, hijos del azar y de la ardura!, ¿por qué me obligas a decirte algo, lo que te conviene no escuchar? Lo mejor de todo no está en absoluto a tu alcance, a saber, no haber nacido, no ser, ser nada… Y, en su defecto, lo mejor para ti es… morir pronto». También Sófocles, en Edipo en Colono, declara en boca del ciego y envejecido Edipo que «No haber nacido es la suprema razón; pero una vez nacido, el volver al origen de donde uno ha venido es lo que procede lo más pronto posible».
Esta postura ante la muerte que tanto encontramos en la Antigua Grecia, transita la historia del pensamiento hasta llegar a poetas como Antonia Pozzi, en cuyo caso el deseo de muerte desembocó en suicidio. En su poema Sueño en la colina podemos constatar esa deseabilidad de la muerte en unos versos con imágenes tremendamente fúnebres y luctuosas: Querría cavarme / lentamente una fosa / pensando en el ocaso dulcísimo […] colocándome sobre el corazón / como flores / muertas / estas cansadas manos mías / cerradas en cruz. La cita más célebre de Albert Camus, aquella que seguirá sonando como un eco a lo largo del tiempo, es la que da comienzo a su obra El mito de Sísifo, en la que aborda el suicidio como problema filosófico fundamental: «No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio». Lo demás son juegos, asegura el filósofo francés. Saber «si el mundo tiene tres dimensiones, si el espíritu tiene nueve o doce categorías, viene a continuación». La poesía de Pozzi es precisamente esa primera y gran pregunta, lanzada en un susurro desgarrador o en un grito delicado, en mitad de una inconmensurable naturaleza a la que le somos del todo indiferentes. Pero la vida es una selva inmensa / con árboles y senderos / infinitos, escribe la joven italiana en unos versos que reviven a su ancestro Dante, cuando al inicio de La Divina Comedia, inaugurando El infierno, escribe: «A mitad del camino de la vida me encontré en una selva oscura, por haberme apartado de la recta vía».
Alma— / y tú has entrado / en la senda del morir. Así termina Inicio de la muerte, poema que da nombre a la antología de La Bella Varsovia, con una excelente y mimada edición y traducción de María Martínez Bautista. Con ese oxímoron sobrecogedor se dibuja el paisaje de una poesía cargada de principios y finales, de luces y sombras que anuncian desde el comienzo la insalvable tragedia. En clave schopenhaueriana, como retirando el velo de Maya y accediendo así a las entrañas del mundo, dicen los versos de Advertencia: Consternada observo / nacer en ti la vida / que yo ya viví y pagué y despojé / de todo velo. Un poco más abajo advertimos el quejido del eterno deseo insatisfecho: Oh, no pensemos que el llanto basta para encender la lámpara de los muertos. Y al final del mismo poema, de nuevo, la deseabilidad de una muerte cálida: Dulce será / para el leñador cansado / echarse entonces — cerca del montón / que él ha encendido / y con esa lumbre cálida / hundirse en el sueño.
Fue en 1938 cuando la tinta de Antonia Pozzi no volvería a correr nunca más sobre sus cuadernos. Con su final nos hizo un regalo infinito: una voz poética imprescindible, que lamentablemente ha sido a menudo condenada a habitar los márgenes del mapa de la poesía italiana del siglo XX. La brevedad de su vida no fue impedimento para forjar una obra que, recuperada años después, sigue llegando hoy a nuevos lectores para impregnarles la visión con su lenguaje, ofreciéndoles su particular mirada a la intemperie.
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