Al calor del ruido mediático, los fugaces y superficiales debates contemporáneos, dirimidos a golpe de tuit, impregnan su gaseoso efecto en la opinión pública. Intensos al inicio, tienden a desaparecer al poco. Solo dejan un rastro en forma de mantra a repetir. La disputa argumental sin profundidad, que no debería ser más que una señal de los tiempos en que nos movemos, esconde, por desgracia, vulnerabilidad para el que de por sí ya es débil. Vivir de continuo en el titular, en el mensaje rápido y en el desenfreno informativo permite, a quien detenta el poder, la posibilidad de endosar mentiras con apariencia de verdad, eso que ahora tachan de posverdad.
En el ámbito de la educación, como en tantos otros, asumimos sin grandes resistencias el discurso enunciado desde las esferas medias-altas de la sociedad. Con la crisis de fondo como escenario, se ha acentuado el desprestigio de la escuela pública mientras que ha crecido la atracción por otros modelos, la mayoría de ellos vinculados a intereses privados, y se han perdido, en este sentido, demasiadas batallas en la guerra discursiva de los últimos tiempos, por supuesto en favor de la ideología dominante: muchas familias entienden la educación como una forma de consumo en la que deben conseguir el mejor producto, los centros educativos (también los públicos) se publicitan cual compañías telefónicas para obtener más matrícula, el discurso competitivo-empresarial inunda las aulas y, en fin, se ha perdido de vista la apelación a la educación como mitigadora de las diferencias sociales.
A raíz de esta última idea, hay cuestiones que no podemos obviar y que cercenan nuestra capacidad de actuación desde siempre. Escuchamos a menudo declaraciones desde diferentes sensibilidades que sitúan la educación como terapia infalible de nuestros males. Habría que preguntarse primero a qué tipo de modelo educativo se refieren y, una vez aclarado este punto, sugerir que sería imposible olvidar la limitada (a mi entender no nula) capacidad de actuación de la educación sobre los sufrimientos que nos acechan. Lo cierto es que existen problemas insalvables desde el punto de vista educativo, pues provienen de la propia dinámica sistémica. Nuestra estructura política, cimentada sobre las clases medias y controlada por las altas, se basa en la delegación de poder y la sumisión al mismo siempre y cuando esta docilidad se traduzca en beneficios. La enseñanza concertada gira en torno a esta lógica: si el estado quiere mantener la aquiescencia de ciertos sectores, su funcionamiento ha de beneficiar determinados intereses. Es un intercambio de lealtades. La enseñanza privada sostenida con fondos públicos (así habría que denominar a este tipo de educación) supone, de este modo, un trasvase de recursos de unos sectores sociales a otros, pero en la dirección opuesta a la que debería. La apuesta por la enseñanza concertada marca el camino hacia la desigualdad. Se muestra imposible, por tanto, atribuir a la educación cualquier tipo de propiedad curativa, al utilizarse en el sentido contrario.
Este proceso favorable a los conciertos educativos necesita una justificación ideológica. Estamos ya acostumbrados a que, para ella, el repetidor de mensajes al servicio del poder pronuncie la palabra mágica: libertad. Este concepto sirve tanto para laminar otros derechos fundamentales como para que el tradicional clasismo se disfrace e imponga un discurso superficial que, en la trastienda, defiende las miserias pro-segregación de ciertos sectores sociales. En el fondo no es más que otro ejemplo de la lucha social: los pobres a la pública, y, el que tenga posibilidad, que escape de una escuela cada vez más deteriorada y vilipendiada.
A decir verdad, la escuela pública no está en riesgo de desaparición. Todo Estado, como es sabido, la utiliza como aleccionador social. Lo que peligra es la manera en que va a sobrevivir y, lo que es más importante, si será de capaz de paliar (ya sabemos que no curar) la creciente brecha social. No creo que sea positivo considerar la escuela pública como la panacea exenta de mácula sino que, antes bien, podremos mejorarla señalando sus errores. Eso sí, en la contienda librada contra la concertada, deberíamos defender la trinchera de la pública, destacando virtudes que superen el simplón mensaje parapetado tras supuestas libertades.
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