«A fuego lento»: la armonía en la cocina
Al ver A fuego lento (The Taste of Things, 2023), el pequeño film culinario de Ang Han Tran, recordé una lectura previa; un libro sobre la filosofía del sabor, del comer como acto estético o digno de inquisición filosófica. También recordé los tantísimos episodios de las series de cocina, reportajes, documentales y demás. Sea el material que sea, la propuesta es la misma: ¿Qué insinúa el acto el cocinar, tanto en quién lo realiza y en los otros? ¿Cuáles son sus verdaderas implicaciones? ¿Se le puede ver como un acto creativo, una pulsión artística, un oficio refinado y rutinario, artesano y selecto? La película, merecido premio a mejor dirección en Cannes, parece haberse filmado para responder a interrogantes similares. No hay por qué ser modestos con sus pretensiones: el sabor y su cualidad estética llevada a su consagración mediante el cine.
Pensemos en la secuencia que abre la obra: la preparación de una extensa cena de numerosos tiempos, que incluye cordero asado, papas gratinadas, numerosos delicatessen franceses, vinos de Burdeos y postres difíciles de concebir físicamente. Todo es filmado con un nivel sorprendente de detalle. La textura, las fragancias, la frescura, los colores, el fuego lento y el vacío; la técnica culinaria, el más noble acto creativo, por una vez en primer plano, filmado con una cámara flotante y siempre curiosa ante lo que filma. A nivel técnico, la puesta en escena es impecable: la cámara siempre en su lugar, las imágenes evocan placer y deleite en la audiencia, los actores replican la coreografía y se apropian del escenario de la cocina. Es una secuencia larga (diría que casi treinta minutos), pero nunca se siente exagerada o fuera de lugar. Cada platillo, como nos dice un personaje, es una forma distinta de comunicar un deseo al mundo, un trabajo artesano por sí solo.
Lo primero es lo primero. No sé si podemos considerar que A fuego lento tiene específicamente una trama como tal. Existen, claro está, suficientes insinuaciones a lo largo de sus dos horas de metraje: el discreto romance entre un chef y su cocinera; el reto que recibe el chef al tener que servir una cena de primera a un futuro monarca extranjero; la posibilidad de que una joven aprendiz, hija de campesinos, pueda llevar el legado culinario del chef. Todas estas ideas podrían conformar un film por sí solas, pero la película no está tan interesada en desarrollar cada una de ellas; se queda con sus dos protagonistas, Dodin y Eugenié; con el rostro bondadoso de una Juliette Binoche que encarna a Eugenié, cocinera de talento infinito y corazón noble que no parece necesitar mayor reconocimiento a su talento que el rostro contento de su jefe y amante, el «Napoleón de la gastronomía», Dodin Bouffant (Benoit Magimel). Ambos pasan el tiempo cocinado junto a un par de ayudantes, sirviendo platillos de su invención a amigos y figuras célebres, a la par que debaten si vale la pena casarse para tener una vida juntos. El film no nos dice muchas cosas frontalmente: el estilo de Tran nos obliga a leer entre líneas y hacernos con nuestra propia idea de lo que sucede en la pantalla. Sabemos dos cosas: Eugenié y Dodin se quieren intensamente y su amor solo parece expresarse una vez en la cocina.
Esta historia de amor se cuenta casi como un menú de varios tiempos. Buena parte del metraje está dedicado a filmar las distintas cenas y la preparación de los platillos. En el papel, algo así, no debería funcionar, pero el cineasta vietnamita se sale con la suya. Cualquiera que ve la cinta se da cuenta. Escenas siempre vivas, no solo por el movimiento de la cámara, sino por la conjunción de imágenes y sonidos que evocan el caos armónico de la cocina y sus alrededores. Tang no se complica demasiado: gente haciendo cosas de verdad y sin ninguna motivación más allá del deseo genuino de hacerlo (y la paga de por medio); gente corriente, pero de un talento infinito; gente que, cuando hace lo que hace, sonríe y sufre sin saber bien los motivos. Cocinar como el elogio de lo cotidiano, la celebración de la rutina y el cuidado, el acto mismo de servicio y creación, de tradición e ingenio, que refleja la pulsión artística y la necesidad primigenia.
Se generan conclusiones muy interesantes. Por un lado, un comentario sobre la eterna curiosidad de la audiencia, desde una suerte de efecto paradójico: la infinita capacidad de atención del público hacia lo que ya conoce, pero que no había sido filmado de forma tan elegante y cuidadosa. ¿Será nuestra constante fascinación por los detalles, por el paso a paso del trabajo artesano, por la descripción de un problema y su eventual solución? Es una posibilidad. Tampoco hay que descartar el misterio. Cocinar como un acto ambiguo, enfocado en el servicio: siempre se está cocinando para alguien, aunque sea uno mismo, pero puede ser para un tercero. Cocinar, para qué. Ese es el secreto que guarda el director durante los primeros minutos del film, hasta que descubrimos más sobre los protagonistas y su romance, sobre la historia que se mantiene oculta en la superficie por años, solo presente en los platillos y sus historias.
¿Por qué el chef Dodin prefiere referirse a Eugenié como su cocinera en lugar que como su amante? La respuesta más intuitiva (pero también la más errónea) podría sugerir que Dodin no ve a Eugenie como su igual y que más bien reafirma su relación desde lo transaccional, desde la jerarquía que define a uno y a otro en el ámbito culinario. Pero, si algo determina Tahn a partir de su delicada puesta en escena, es que el cocinar por otro puede ser, finalmente, la manifestación más honesta de cuidado y detalle, de ingenio y dedicación. Sabemos que el romance entre los dos es recatado, incluso ascético. Sabemos también que Eugenié está enferma y que su mal parece ser desconocido, lo que cobrará relevancia dramática en la tercera parte del film y su conclusión. El drama y el anhelo se entremezclan en la cocina, y la película sabe cómo capturarlas, tal vez con demasiado detalle, con excesiva atención, como un crítico ante un plato de comida.
Con su propuesta, Tran emite dos considerables lecciones, complementarias (sino contradictorias) entre sí. Por un lado, nos fuerza a admirar la belleza por la belleza, La belleza de las palabras conjugadas cuidadosamente por Eugenié y Dodin al hablar del otro y de las palabras con las que gastrónomos y aficionados se refieren al acto de creación culinaria. La belleza de las imágenes del sol acariciando la cocina, de las llamas del fogón y de la madera vieja. Y, principalmente, la belleza culinaria, en el sabor, en las fragancias, en toda forma y tono, en el trabajo artesanal y en la confidencia entre los artesanos. La audiencia observa cada platillo con el mismo asombro, genuino y poco usual, y cada uno de ellos es una buena excusa para volver a celebrar el talento manual y sus implicaciones. La audiencia, además, se fija pacientemente en cada parte del proceso como la cocción o el emplatado, en cada corte, rebanada, amasada… Cada acto creativo, elogiado.
La belleza por sí misma es suficiente para justificar a A fuego lento, pero Tran no se queda allí. Con la enfermedad de Eugenié y otros pequeños conflictos en el camino, el director expone la belleza desde un carácter paradójico: lo más bello (el amor de Eugenié, su talento en la cocina, las historias que cuenta con sus platillos), aunque al inicio no se note, es motivo de duelo y lástima, de obsesión y temor, de sufrimiento intenso. Seamos honestos: Tran no está elaborando una conclusión que no hayamos visto antes, pero sabe filmarla de una manera novedosa y genuina, que le aporta suficiente valor. Que Binoche sea naturalmente melancólica y afable solo contribuye al éxito de la paradoja y sus efectos en la audiencia, que siente su anhelo.
Agradezco que la dirección de fotografía, manejada con maestría por Jonathan Ricquebourg, nunca sea abrumadora con las imágenes. El estilo, de colores suaves, no muy intensos, el uso de luz natural y la cámara movediza permiten que los insumos y platos hablen por sí solos, que el interés de la audiencia esté en el qué y no en el cómo. Una película así, de moderado pero relevante éxito, es, finalmente, una prueba de paciencia a la audiencia: ¿Podemos concentrarnos lo suficiente para apreciar cada detalle de una composición culinaria, que no es sino una réplica del meticuloso acto creativo y la producción artística? No lo tengo tan claro, pero mi experiencia en la proyección del film así lo sugiere: una audiencia dócil, pero también inquieta, dispuesta a seguirle el juego a Tran y a sus protagonistas, atenta a todas las recetas y preparaciones, dispuesta a ver a la rutina desde la óptica cinematográfica, desde la armonía de la imagen.
Una audiencia feliz, ni más ni menos. Y necesitamos más películas así.
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