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‘Don´t fear (the Reaper)’: la muerte os sienta tan bien

Morirse es una putada. Como diría Woody Allen, «estoy en contra de la muerte». Porque no existir es un rollo que no entra dentro de nuestros planes aunque, a veces, especialmente si eres escritor, pueda ser algo que te siente bien.

Porque vivimos (y morimos) en un mundo en el que estirar la pata, sobre todo si te dedicas a asuntos relacionados con la creación artística, puede ser sinónimo de revalorización inmediata de tu obra (otra cuestión es que tú ya no estés aquí para disfrutarlo). Ya se sabe: tienes ochenta años y eres un aburrido vejestorio; mueres y te conviertes en un autor de obligada lectura… foto, frase y emoticono triste en Facebook incluido. Me gusta.

También están los premios, que por poco valorados intelectualmente que estén algunos, suelen venderse como churros. O los libros escritos por famosos televisivos (desde exmujeres de toreros hasta presentadores de telediario), que pese a que su autoría pueda ser más sospechosa que el pelo de Hilario Pino, gozan de una vida comercial con la que sueñan en secreto la mayoría de escritores prestigiosos de nuestro país. Para que luego digan que la telebasura no hace nada por el fomento de la cultura…

Pero lo de la muerte se lleva la palma(toria). Ojo. No se está diciendo aquí que espicharla sea la solución suicida para salir del anonimato editorial o para convertir tu obra en superventas. Hay casos en los que un autor es ignorado sistemáticamente (en lo bueno y en lo malo, en la salud y en la enfermedad, en la vida y en la muerte) y otros en los que la fama que gozó en vida se esfuma tan pronto como da su último suspiro. Pero en muchas ocasiones irse al otro barrio trae consigo estar plantando geranios en un adosado de prestigio y dinero (para tus herederos).

Hay dos casos célebres y tristemente paradigmáticos de promoción postmortem: los de John Kennedy Toole y Steig Larsson. El primero era un joven escritor de Nueva Orleans que, frustrado ante las continuas negativas que recibía la que iba a ser su obra maestra, La conjura de los necios, se suicidó con treinta y dos años. Sería la insistencia y fe inquebrantable de su madre la que conseguiría que su novela fuese finalmente publicada. El resto es historia: premio Pulitzer y fenómeno literario que llega hasta nuestros días. Aunque es imposible leer la tragicómica historia de su protagonista, Ignatius Really, disociándola del dramático final de su creador. Algo parecido sucede con Steig Larsson: periodista de investigación sueco con aspiraciones literarias, tenía preparado su salto a la novela negra con una ambiciosa trilogía (Millenium) cuando un ataque al corazón acabó con su vida a los cincuenta años. La obra se publicó y su sorprendente muerte funcionó como una especie de catapulta comercial; como un reclamo morboso que parecía potenciar la atención sobre unas novelas que tenían en el misterio y la muerte su principal punto de interés.

Estos dos ejemplos tienen algo de triste broma: Larsson se fue de este mundo, como dirían Los Berrones, sin haberlo probado (el éxito), mientras que Toole se mató precisamente por no conseguirlo. Son ejemplos ilustrativos del ocaso boomerang, es decir, tener que morirte para que tus escritos sean reconocidos comercial y/o profesionalmente. Una paradoja que han experimentado en diferentes niveles escritores tan dispares como Lovecraft o Roberto Bolaño.

Sin embargo, por lo general, la relación muerte-éxito en la literatura no suele estar asociada a tan maquiavélicas circunstancias. De hecho, el fallecimiento estándar de un escritor provoca el conocido como ocaso reanimator: aquel que devuelve a la vida, valga la ironía, una obra que, por lograda que sea, el tiempo había condenado a un lugar secundario. Ejemplos hay muchos. El más reciente posiblemente sea el de Gabriel García Márquez: premio nobel, autor bandera del realismo mágico y escritor esencial de la literatura del siglo XX, pero que, no nos engañemos, en nuestros días había quedado reducido en la mente colectiva al sudamericano ese que escribe con tantas subordinadas y tiene un libro en el que todos los miembros de una familia se llaman igual. Fue morirse el bueno de Gabo (ey, sí, también era amigo mío) para que las masas de gabomaníacos se lanzasen a por sus novelas.

-Hola, quiero Cien años de soledad.

-Lo siento. No nos queda.

-¡¿Qué?! ¡¿Cómo es posible que no tengáis nada de GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ?!

El ocaso reanimator trae consigo cuantiosas ventas de la obra de un autor, pero también, precisamente como consecuencia de ellas, la casi inevitable rotura de su stock (el ser humano suele tener la mala costumbre de no avisar de que se va a morir), con la subsiguiente indignación del respetable. Puede que el día anterior un cliente no supiera de la existencia de un escritor, pero lo que sí sabe entonces es que ya no existe, y eso hace que el interés por sus obras se multiplique. Esta es una contingencia común en el quehacer librero, pero adquiere especial relevancia dada la naturaleza inmediata del ocaso reanimator: el autor se ha muerto ahora y el cliente quiere el libro ahora. Porque mañana se morirá otro diferente y será de ese del que quiera el libro. Pasando página.

Como librero (y como persona humana el resto del tiempo) no le deseo la muerte a nadie, ni siquiera a Pío Moa, pero no puedo negar la evidencia de que la desaparición de un escritor tiene consecuencias positivas para nuestros negocios. Otra cosa es cómo deberían afrontar el asunto los propios autores. Aquiles fue advertido por su madre Tetis de que si acudía a la guerra de Troya hallaría la muerte, aunque su nombre alcanzaría un lugar de honor en la eternidad. El héroe griego eligió una vida corta y gloriosa antes que una existencia larga pero aburrida. Problema suyo. Pero, que se sepa, a la mayoría de escritores no se les da tal aviso, aunque seguro que más de uno estaría dispuesto a firmar tan fáustico acuerdo. Por si acaso, lo que nos queda a los libreros es estar pendiente de sus fondos. Sabemos que la muerte les puede sentar bien.

El librero

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