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Arte y Letras

La luz era esto. Sorolla

Este año 2023 en el que se cumplen cien años del fallecimiento del pintor, Joaquín Sorolla, se han llevado a cabo numerosas exposiciones y actividades en todo el mundo que conmemoran su aniversario y rinden homenaje a su obra. Se aborda en ellas su producción desde variadas perspectivas, aunque la mayoría de ellas converge en un solo foco: su luz. 

Tengo un recuerdo muy concreto relacionado con el artista que ahora rememoro. Recuerdo haber visto en un viaje estival al museo de Bellas Artes de Asturias, en Oviedo, el cuadro Corriendo por la playa. Era un día de agosto gris y lloviznoso del año 2019. Sorolla había pintado el cuadro en 1908. Nos separaban, pues, en ese instante, cien años y ochocientos kilómetros, y nos unía ese mar tan mío que él hizo eterno. Es curioso cómo el arte puede transportarnos de manera tan súbita y prodigiosa, cómo es capaz de provocar en nosotros una sensación tan poderosa de presencia, incluso de bilocación. Hay una denominada cartografía artística de la sensación que va más allá de la representación técnica y estética de un paisaje para entrelazarse con nuestros propios mapas íntimos de relaciones y las fuerzas invisibles que mueven nuestra emoción. La visión de esta obra, toda movimiento, me llevó a esa región del alma y el cuerpo bañada desde mi infancia por la vivaz espuma marina, cruzando mi piel como lo hace el dibujo de las líneas de la mano. Y sentí en aquel momento que la luz era esto.

El verano de 1908 Sorolla se había instalado con su familia en la playa de Valencia. Allí pinta algunas de sus obras más conocidas (y reconocidas), entre el Cabañal y la Malvarrosa (sobre todo en esta última), con el desbordante fulgor levantino. Numerosos artistas se han visto atraídos por el magnetismo del sol y el mar, sus juegos de luz en los cuerpos y el agua, porque también el viento sopla diferente en una playa y moldea el tiempo y las formas terrestres como lo hace con las dunas: Frederic Leighton, Santeri Salokivi, Picasso, Monet, Cassat o Degas son solamente algunos de ellos.

El verano del presente año me encontraba en la costa mediterránea que bordea mi casa y volví a aquel momento frente al cuadro. En la orilla de mi playa estaban ahora dos mujeres sentadas. Una de ellas llevaba un sombrero blanco y una tela azulada y ondulante, entre mar y cometa, que le cubría el torso. Las dos charlaban despreocupadamente en el umbral de las refrescantes olas, llenándose de luz, como aquellos infantes del lienzo, algo más inmóviles por la misma quietud que van imponiendo los años. Leí hace poco que siempre se habla de la luz de este pintor, pero que el mejor Sorolla está en sus obras más oscuras, en sus sombras. Aunque estén en lo cierto, no puedo evitar que a mí me gane el Sorolla que lleva el sol dentro y lo derrama en sus pinceles, en esa vida salpicada de blanco y gozosamente luminosa. Charmian Clift, la escritora australiana que en 1954 se marchó con su familia a vivir a las islas griegas, dice en su libro Los buscadores de loto: «Vivir al sol es reparador. Todo está abierto, todo se revela. Aquí no hay engaño posible, sino la pura verdad de las cosas». Así lo siento cuando estoy en este lugar, al igual que cuando estoy ante ese cuadro.

A punto ya de marcharme, mientras sacudo la toalla para dejar caer la arena del tiempo, vuelvo la vista hacia las dos mujeres que allí siguen, mirando a unos niños que corren y ríen, con la euforia de todos los comienzos, inmunes a las tinieblas de la amargura.

Rosa Cuadrado Salinas
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