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«The Whale»: la espera del capitán Ahab

No es tan complejo como parece: la espera del capitán Ahab, icónico protagonista de Moby Dick, es la misma muerte. En The Whale, la espera del protagonista, batallando con la obesidad mórbida y un defecto cardíaco fulminante, es filmada a partir de una creciente sensación de entrampamiento y hastío: el pequeño apartamento que funge de escenario parece estar cada vez más cerca de derrumbarse, y nada parece prepararnos para la caída. Casi como una alegoría religiosa, como una puesta en escena evangelizadora y penitente, o una suerte de réquiem que despide a su protagonista en tiempo real, sin ningún tipo de condescendencia ni restricción, la película se regodea en sus excesos y constantemente presiona a la audiencia a darle un sentido al caos en la pantalla. No es fácil ver el constante martirio de los personajes, pero no parece posible apartar la mirada.

Es evidente que la última cinta de Darren Aronofsky está basada en una obra de teatro, o al menos sigue las principales reglas de una puesta en escena teatral. Pero, a diferencia de otros filmes que provienen del teatro (The Father, 2020, me parece un buen ejemplo), The Whale no explota la frescura y vitalidad de la representación dramática, sino que, a ratos, parece atrapada y constreñida por ella. La historia sigue a Charlie, un profesor de literatura y redacción que vive recluido en su pequeño departamento en Idaho. Luego de morir su amante (afectado por la condena de una congregación religiosa), decide comer hasta la muerte. Con unos 200 kilos de peso y bajo el riesgo inminente de morir en su sillón, Charlie espera pacientemente su final.

Cada una de las escenas se filma en el pequeño apartamento, con unos pocos personajes de fondo, con distintas (y muy dramáticas) exaltaciones y soliloquios que justifican sus dos horas de duración. A su manera, la película establece (y justifica) las diferencias fundamentales entre la puesta en escena teatral y la estética del cine. En una cinta, puedes establecer al personaje y sus características a partir de diferentes escenas, tomas contextuales, una serie de secuencias montadas antes de ir con la narrativa principal. En el teatro, dado que no se puede evadir el espacio en que las cosas se representan, los personajes establecen sus características mediante el arquetipo y la auto-identificación. Nos dicen cómo son; se ven y lucen cómo son. The Whale importa ese detalle, lo que parece generar (al menos en los personajes secundarios) una reacción disonante, como si no pudiéramos creer en ellos. De igual forma, sus personajes hablan como si existiera una audiencia en el fondo, como si estuvieran produciendo alguna suerte de monólogo con unos pocos reflectores encima, en contraste con la naturalidad de los diálogos del cine. Por momentos, las confrontaciones entre los personajes dejan cierto espacio entre un diálogo y otro, lo que podría funcionar sobre un escenario (marcando el ritmo y los movimientos de los actores), pero no parece funcionar también frente a una cámara fija y un montaje rápido.

Así, por momentos, el film parece balancearse entre la constante rigidez y la absoluta exasperación. Por suerte, Arofnosky tiene suficiente experiencia (y suficientes fallos) en su haber como para arriesgar su película sin un propósito. En los momentos de mayor tensión, cuando Charlie está en peligro y un ataque parece inminente, el director deja que la cámara flote por la habitación, casi como una presencia fantasmagórica que sugiere una funesta revelación sobre la muerte. En las escenas de confrontación, Arofnosky fija la cámara en los protagonistas, se acerca demasiado a sus expresiones con planes medios que se tornan close ups, se permite incomodar con la intimidad de lo que dicen los personajes. Aquí importa más cómo dicen las cosas a qué es lo que se dice, dado que, por momentos, los diálogos no funcionan de forma tan natural y convincente: todos los personajes parecen competir por decir algo inteligente o memorable, por más que no se sienta honesto. A ratos, ese exceso de drama nos distrae de la honestidad de las interpretaciones y el inteligente subtexto presente en la mayoría de escenas.

The Whale es una película que vira en torno a la muerte. No solo por la amenaza latente que sufre el protagonista, sino por la forma en que el director construye el film y sus espacios. Cada acción sirve bajo el propósito de exaltar el drama de Charlie. La mirada de Arofnosky, de hecho, sobre-dramatiza: cada acción se vuelve imposible, cada paso dado, cada movimiento, parece igual de solemne y desesperado como el resto. Lo vemos cuando Charlie se levanta de su asiento (y hace el intento), cuando intenta bañarse, comer, inclusive dormir. Cada acción se transforma en un acto enunciativo que reclama la vida en directa confrontación con la muerte. Se trata, entonces, de una forma de repensar cada acto cotidiano desde la mirada del protagonista, que no es sino la mirada de la enfermedad y el hastío, la mirada del dolor crónico, el suplicio de vivir y la frustración de morir. Morir se ve como la única forma de acabar con ese suplicio y encontrar algún tipo de redención.

Es una apuesta bastante arriesgada. Lo es, en primer lugar, porque el film corre el riesgo de explotar a Charlie y su eventual debacle para sugerir algún tipo de ejercicio alegórico. Lo es, además, porque Arofnosky tiene una peculiar fijación con la forma en que las personas se explotan a sí mismas; la forma en que se autolesionan constantemente y se someten a su cuerpo a las presiones más intensas con el fin de darle sentido a su vida. Evidentemente, The Whale también es una película sobre el cuerpo. Arofnosky está interesado, incluso hasta rozar la obsesión, por la forma en que las personas alteran, distorsionan y desfiguran sus cuerpos, una suerte de transformación de la carne, de acto de martirio que implica entregarle el cuerpo a alguna causa superior: la libertad radical en Requiem for a Dream (2000); la fama y la consagración en The Fighter (2008); la trascendencia y la propia santidad en Black Swan (2010). En ese sentido, Arofnosky tiene la mala costumbre de posicionarse como un director moralista: fuerza a los personajes a enfrentarse a distintos dilemas morales, los obliga a seguir recayendo en sus obsesiones y tragedias, y, en el final, los torna culpables de sus acciones sin mucha posibilidad de salvarse.

Es curioso que un director tan profundamente religioso (y devoto de las tradiciones judeocristianas) haya dejado la redención y el perdón en un punto tan secundario para la mayoría de sus películas. Ese no parece ser el caso en The Whale. En el caso de Charlie, es evidente que cada acto suyo se vincula al martirio, y cada castigo presente en carne y espíritu funciona como una suerte de penitencia. En el fondo, parece que Charlie se sacrifica bajo el supuesto de algún tipo de redención, o alguna forma de expiar la culpa. Ha decidido morir, y su muerte parece servirle algún tipo de propósito trascendente. En este caso, puede que su muerte (lenta, parca, quizás sin sentido, autoinducida y evitable) funcione como un acto textual, como un epitafio y una poética en particular, la única verdadera contribución de Charlie al mundo de la creación. Eso le daría un sentido más profundo a la evidente debacle del protagonista y su evidente pesimismo. Arofnsky filma este sufrimiento sin mayor matiz y con cierta insistencia, a tal punto que el espiral de Charlie se torna algo repetitivo y, como diría su hija, sobre-escrito. Estas escenas de martirio, son, sin embargo, lo mejor de la película, en buena medida gracias a la extraordinaria transformación de Brendan Fraser y su compromiso con el suplicio (y esperanza) que encarna su personaje, a quien retrata con respeto y entereza desde el inicio hasta las escenas finales.

Estas escenas son las mejores, además, porque el resto del texto, así como es llevado a la pantalla, peca de ser demasiado disonante, a veces intentando forzar alguna suerte de alegoría o efecto memorable en escenas disruptivas y personajes a medio construir. La hija de Charlie, por ejemplo, lleva el arquetipo hasta el extremo de la parodia: muchas de sus escenas sin Charlie no sirven mayor propósito que exasperar a la audiencia y repetir clichés sobre la adolescencia femenina. Las escenas finales parecen funcionar en la misma línea, más como la idea de un clímax que un clímax completo, en tanto que los personajes no parecen manejar lo que sucede y reaccionan impulsivamente a una suerte de presión invisible, que les fuerza a seguir en la hipérbole.

Al final, así como los personajes secundarios del film, la audiencia no sabe bien qué hacer con el radical sacrificio del protagonista. Podríamos decir que, con sus propios triunfos y limitaciones, la tragedia de Charlie, elevada a la alegoría mediante la tragedia en The Whale, predica una suerte de descorazonada esperanza, poco real, pero quizás necesaria, lastimera, pero no tan excesiva como parecía. Así, Moby Dick, y todo lo que le rodea, funciona, entonces, como una suerte de palabra santa para Charlie, una suerte de acto evangelizador sin verdadera redención, pero con una suerte de poder vital, presente en cada punto de enunciación y cada twist del lenguaje, que permite que la audiencia encuentre algo de sentido entre el sufrimiento y la pérdida. Es pues la capacidad de encarnar el dolor en el texto, sea la novela de Herman Melville, el ensayo firmado por la coprotagonista o el film de Arofnosky, eso que le da orden al caos, lo que le da sentido a la aflicción, y que, por tanto, consigue, o hace el intento, de preservar al cuerpo herido.

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