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Entrevista a Edgar Straehle: «Las revoluciones no se plantean ya la toma del poder. Pretenden que el poder les haga caso»

Edgar Straehle lleva años estudiando la memoria de la revolución; escribiendo lo que ha aprendido sobre ella y difundiendo en redes sociales parte de sus enseñanzas. Acaba de publicar su último y definitivo libro sobre la cuestión con la editorial Akal, que ha querido dar al autor una libertad total en cuanto al formato y la extensión de su obra. El resultado es un texto para el que no alcanza una primera lectura ni una hora de charla con el autor y que va mucho más allá de la propia revolución: es también una pequeña historia intelectual de todos los que pensaron en ella antes que Straehle; es un libro teórico, pero también para la praxis política del futuro.

Te conocí a través de un retuit que hiciste de algo que habías escrito hace tiempo y pensé: ¿quién es este tipo que se retuitea a sí mismo sin añadir ningún comentario? Ahora soy fan de tus retuits, de tus hilos… y creo que, salvando las distancias con respecto a tu último libro, siempre tratas de sembrar muchísimas ideas. Tratas de abrir muchos caminos.

Sí, yo entiendo en buena medida así la escritura. En cierto modo, ya lo anticipo al principio del libro, cuando hablo precisamente de la figura del auctor. Es decir, el autor para mí es alguien que disemina ideas; esas ideas luego cada persona se las apropia. Y de hecho el libro tiene que ver con las apropiaciones de las ideas.

Intentar creer que podemos ir más allá de esta figura me parece terriblemente pretencioso y equivocado, porque al final, si algo nos muestra la historia es que todo el mundo se apropia de lo que quiere; que todos instrumentalizan aquello que quieren. Entonces, creer que hay un autor que puede intentar cerrar un tema, predecir o predeterminar la reacción de los demás, me parece absurdo. Por eso, de alguna manera lo que se pretende más bien es plantear problemas que, además, en muchos casos derivan de dos aspectos distintos: por un lado, creo que lo que planteo es problemático en el sentido más puro de la palabra; es decir, entre la tradición y la revolución siempre hay una serie de problemas que no se pueden resolver nunca teóricamente, solo se pueden resolver en la práctica. Por otro lado, a nivel metodológico es un campo que ha sido muy poco estudiado. Es un campo que todos conocemos, del que todo el mundo te sabe poner ejemplos, pero en el que carecemos de una monografía y de las reflexiones correspondientes.

Me tiraba una piscina y no quería cerrar un debate sino abrirlo. Y para mí la mayor ilusión sería continuar ese debate, que seguramente pasaría por cuestionar, matizar, ampliar, incluso rectificar muchas de las cosas que se dicen en el libro. Esa es su voluntad y no otra.

Es tu segundo esfuerzo, tras una primera publicación con Documenta Universitaria, y en él has degradado la memoria al subtítulo. En esta ocasión has preferido hablar de los pasados de la revolución…

Sí, este libro es una versión de un libro anterior, pero es una versión muy ampliada. El primer libro se llamaba Memoria de la revolución, pero me quedó la sensación de haber escrito el libro bastante rápido, en poco tiempo, y que había quedado incompleto. La reacción de muchos de mis lectores había sido la misma. Decidí continuar la escritura de esta obra y al final se ha prácticamente triplicado. El primer volumen no llega a las doscientas páginas y este supera las quinientas, así que requería un nuevo título. El cambio de título no obedece a una razón ideológica, por así decirlo, sino a que la obra había mutado tanto que tenía que cambiarlo. Y yo a la hora de poner títulos… Nunca me gustó mucho, no se me da muy bien. Al final, este fue el que salió.

Lo que sí que se me comentó desde la editorial, y creo que tenían toda la razón, era la necesidad de añadir un subtítulo. De ahí que tuviera presencia la memoria, que podría haber desaparecido… No  obstante, en el fondo el planteamiento es el mismo. Simplemente, por culpa de algo que también sale mucho en el libro, la propia productividad de la memoria ha hecho que el propio libro sea productivo y haya ido creciendo. Pero espero que con esto, salvo quizá algunos matices en futuras ediciones, ya se detenga el proceso. Porque ya tengo ganas y ya estoy realizando otras investigaciones. No habrá un tercer libro.

Además de la memoria te refieres también a la tradición de la revolución. ¿Existe una distinción entre ambas? ¿Cómo se relacionan con la identidad colectiva que crea la historia?

Entre la tradición y la memoria es muy difícil establecer diferencias, porque toda tradición se basa siempre en una serie de memorias. Lo que me interesa sobre todo es cómo muchas de estas tradiciones, en la medida en que son revolucionarias, rompen mucho la idea de la tradición. Por ejemplo, la tradición se suele presentar desde la imagen de la continuidad, desde la imagen de lo establecido, y a mí me interesa mucho precisamente lo contrario. Las revolucionarias son tradiciones discontinuas. Esto me parece central y lo encontramos en la Revolución Francesa y muchos otros casos; y en la actualidad, todavía más. Las revolucionarias son tradiciones que, digamos, rompen con la continuidad cronológica y espacial. En muchos casos se apela a tradiciones de otros lugares, de otras épocas. Entonces, claro, ahí el papel de la memoria es muy distinto y también el propio papel de la identidad.

Si algo he intentado mostrar a lo largo del libro es cómo las revoluciones tienen una relación muy plural con sus diferentes tradiciones. Y que, por eso mismo, lo que se evidencia en la tradición revolucionaria es que el peso temporal más importante muchas veces es el del presente. Es el presente el que va invocando diferentes pasados, según los diferentes contextos que se van dando. Sin embargo, todos ellos existen. Es decir, el pasado existe en sí mismo y en muchos casos, por así decirlo, es una especie de pasado a disposición, un pasado que comparece; que es invocado desde diferentes circunstancias y en el que se buscan aquellos momentos en que puede ser más inspirador, más válido, más movilizador, etcétera.

¿Puede el pasado dejar de resultar movilizador y convertirse en algo que petrifique un movimiento? O, dicho de otra forma, ¿puede el pasado bloquear nuestros planteamientos del futuro?

Yo creo que sí y a veces de manera muy deliberada. En el libro dedico un capítulo a la Revolución de 1848, en la que se intenta oficializar una tradición revolucionaria proveniente de la de la Revolución Francesa y que trata de impedir, precisamente, un nuevo desbocamiento o desbordamiento de la revolución. Eso es algo que pervive todavía en el Estado francés a partir de la Tercera República. Una de las grandes paradojas de muchas revoluciones llega cuando son oficializadas: conocemos un Estado francés que ahora mismo tiene como día nacional el 14 de julio, la Toma de la Bastilla, que tiene como bandera nacional la tricolor, que tiene como himno nacional la Marsellesa… Un himno revolucionario. Sin embargo, obviamente, Francia no es un Estado revolucionario. Hay muchos otros ejemplos… Las tradiciones revolucionarias pueden ser utilizadas precisamente de una manera antisubversiva. Y por eso me interesaba ese uso que a veces de las revoluciones buenas y las revoluciones malas. Eso es algo que ha sucedido habitualmente con la Revolución Francesa. Se ha invocado mucho 1789 como la imagen buena de la Revolución Francesa y también 1793 como su imagen mala. Sí, es algo que naturalmente puede ser utilizado constantemente.

Mencionaste antes la discontinuidad de las tradiciones revolucionarias… Tu libro tampoco sigue un orden cronológico, va moviéndote adelante y atrás en el tiempo. En algunos de esos saltos aterrizas en algún relato olvidado o que merece la pena reivindicar. ¿Quizá podría establecerse una cierta continuidad en la tradición revolucionaria?

Bueno, el libro tiene un tono complicado… Su estructura tiene que ver con la tensión entre la historia y la filosofía. A partir del capítulo en que menciono la Revolución Americana, de golpe ya me interesa mucho más un enfoque más filosófico que histórico del tema. Hasta entonces, sigo un curso más o menos cronológico.

Por otra parte, quería que tuviera también carácter de denuncia. Esto se evidencia sobre todo en el último capítulo, que es en realidad un intento de apertura de otros temas del futuro: la historia de la tradición revolucionaria es una historia muy asimétrica y es una historia muy eurocéntrica. Siempre encontramos la tradición de la Revolución Francesa, pero ese en el fondo es precisamente uno de los déficits de dicha historia. En muchos casos ha habido un eurocentrismo, un galocentrismo e incluso un pariscentrismo, digamos, muy evidente y de cuya tradición todavía somos deudores. Eso genera numerosos conflictos porque muchísimos colectivos no se han sentido representados. Por eso, al final del libro, lo que me interesa son esas apropiaciones que podríamos decir que ensanchan el horizonte de esa tradición de la Revolución Francesa, precisamente a partir de estas denuncias. Por ejemplo, en el ámbito del feminismo; pero también en muchos otros.

Por darte uno de los ejemplos más famosos, fijémonos en la Revolución Haitiana, que en los últimos 20 años se ha reivindicado muchísimo. La historia de esa memoria y todas sus conexiones fueron muy importantes en tradiciones ocultas a lo largo del siglo XIX e incluso hasta mediados del siglo XX. Hoy en día ya son mucho más conocidas. Es decir, cuando C. L. R. James escribe el libro sobre los jacobinos negros, lo que básicamente recibe es sorpresa, incomprensión. Hoy en día, sin embargo, ya es generalmente aceptado como una obra maestra. Y tenemos muchos ejemplos que van por ahí… Quise recorrer muchos de ellos, pero en muchos casos el problema que me encontraba es que, precisamente, formaban parte todavía de la desmemoria.

En ese sentido, toda memoria atraviesa dos momentos que me interesan, que son simultáneos y dialécticos: está el hecho de la memoria como recordar, pero la memoria también como olvidar. El olvido activo forma parte siempre de la selección de todo proceso de memoria. Y, naturalmente, ahí tenemos mucho que recorrer y muchas tradiciones que reivindicar. Por eso, al principio del libro y en ese constante retorno, lo que me interesaba precisamente tenía que ver con el hecho de que hoy en día hay una pluralidad de memorias, en muchos casos de diferentes colectivos (dentro de los movimientos feministas, dentro del movimiento trans…) que están intentando recuperar esas memorias. Que puedan llegar a convertirse en tradiciones transversales o no, es uno de los retos actuales. Descubrir cómo lo hacemos. Sin embargo, lo que quiero destacar al final y creo que es importante es que, naturalmente, será cada presente el que tenga ese cometido. Tendrá que ser a partir de una acción que permita, de alguna manera, engarzar esas memorias; convertir ese mismo presente en una memoria inspiradora de cara al futuro. Pero eso, naturalmente, ya forma parte de algo que va más allá del libro y que forma parte de nuestra tarea política.

Precisamente, con respecto a la cuestión femenina has incluido un capítulo sobre Christine de Pizan. ¿Por qué decidiste remontarte hasta principios del siglo XV?

Este capítulo ya estaba en la versión anterior de Memoria de la revolución. Ha sido ampliado porque, en el fondo, hay un debate muy importante en el seno del feminismo al cual no pretendo responder, pero para el que quiero proporcionar diferentes materiales (ya muy conocidos, por otro lado, dentro de la tradición feminista). Tiene que ver con el origen, precisamente, de la lucha feminista, que se discute si tiene que situarse en la Ilustración  o en la Querelle des femmes o en otros contextos. La figura de Christine de Pizan me interesa porque, precisamente, a partir de una figura que, en ningún modo, situaríamos dentro de los marcos actuales revolucionarios, ya se están planteando problemas que intrínsecamente pueden tener un potencial revolucionario y que, de hecho, todavía hoy día generan muchas disputas. La cuestión de un espacio propiamente femenino, la reivindicación de ese espacio propiamente femenino, es una clave política en la Edad Media. Sobre todo, me interesa eso por una cuestión: cómo funcionan las tradiciones ocultas.

La historia de las mujeres y más concretamente Christine de Pizan es el mejor ejemplo que conozco para ello. Hay otros, pero en este caso podemos ver claramente que este tipo de reivindicaciones no las encontramos solamente dentro de esa Revolución Francesa que muchas veces aparece como el episodio inaugural de la Edad Contemporánea, sino mucho antes. De hecho, en algún momento, deslizo, porque no sé cuál es la respuesta, que seguramente lo encontraríamos sin estar redactado en muchos otros ejemplos femeninos anteriores. Esa reivindicación de espacios propiamente femeninos la hemos encontrado a nivel práctico en muchísimos otros lugares y tiempos. Me interesa porque, precisamente, es una cuestión central para comprender los ángulos ciegos de la tradición revolucionaria. Lo que me interesa poner en discusión ahí es, precisamente, lo que en muchos casos es una tradición predominantemente masculina y androcéntrica de la tradición, que ha olvidado a unas mujeres que, sin embargo, se siguen organizando desde otras tradiciones plenamente conscientes; me interesan esas maniobras, también, de menosprecio, de postergación, que se dan dentro de unas tradiciones pretendidamente revolucionarias pero sin embargo también limitadamente revolucionarias.

Las tradiciones ocultas pierden, como vemos, antecedentes; pero también buena parte de su capital simbólico. Dedicas mucha atención a la cuestión estética. ¿Qué papel crees que juega en las tradiciones revolucionarias?

Para mí lo simbólico es central no solo en las tradiciones revolucionarias, sino en general en la política. Y eso es algo que muchas veces en la teoría política se ha olvidado. Por eso hay un epígrafe dedicado a este tema a partir de un pensador, que es Claude Lefort, que me hizo pensar mucho en esas cuestiones. Es decir, el poder no solo tiene que ver con lo oculto, sino con todo lo visible. De hecho, el poder intenta monopolizar lo visible o visibilizarse de múltiples maneras. Y, naturalmente, las tradiciones revolucionarias también. Tanto cuando han sido perseguidas como cuando han sido permitidas. Pero, en todo momento, el apelar a determinados símbolos ha sido central porque es una manera, precisamente, de crear o de fomentar una especie de identidad visible. De alguna manera, todos nos encarnamos a partir de esos símbolos, a veces en la vestimenta, a veces a partir de otro tipo de símbolo. También aquí entra toda la cuestión musical, entra toda la cuestión pictórica, entran todo tipo de elementos distintos, con los cuales lo que se pretende es fomentar la visibilidad de ese contenido político. Y, para mí, a veces lo simbólico es incluso más importante que lo que hay detrás. Muchas veces nos centramos en los contenidos, digamos, de los mensajes políticos; pero, en muchos casos, estos son más maleables que lo simbólico. Lo simbólico es, a veces, lo que más perdura, lo que más conocemos. Sobre todo es lo que más reconocemos y lo que luego cada uno interpreta a su manera. La Marsellesa la podemos invocar desde numerosos lados, pero al final la letra es la misma, sea en Casablanca, sea, digamos, en los himnos oficiales de la República Francesa. Y, por eso, para mí era muy central poner muchas imágenes a lo largo del libro, todas las cuales, o la mayoría de las cuales, pretendían tener un contenido narrativo. Es decir, no pretenden establecer simplemente quién era esa persona (que prácticamente eso no está…), sino cómo esa persona es presentada, de alguna manera, y tiene un potencial simbólico que dialoga con aquello que se está explicando.

Hay muchas imágenes y muchas citas de Marx, de Benjamin, de Bloch… y de Hannah Arendt, cuyo pensamiento fue objeto de tu tesis doctoral. ¿Qué la relaciona con tu libro?

Sí, exacto. Mi tesis estuvo dedicada a Hannah Arendt y al concepto de autoridad. Y, de hecho, es uno de los puntos de partida del libro: el capítulo dedicado a Hannah Arendt deriva de uno de los capítulos de la tesis. Surge precisamente a raíz de ese concepto de autoridad, que me parece central… No era este libro el lugar para profundizar en esta cuestión pero, muchas veces, la autoridad aparece como una especie de noción de poder que se alarga en el tiempo y que, por eso mismo, conecta de múltiples maneras con la memoria.

También me interesaba Hannah Arendt porque es una autora muy polémica y, en muchos casos, también deliberadamente criticada. Ella misma tenía sus ángulos ciegos… Y, sin embargo, al mismo tiempo es alguien, quizá por la influencia de su amigo Benjamin, que dio una gran importancia a la relación entre la tradición y la revolución. Ella es una de las pocas pensadoras, junto al propio Benjamin y junto a Bloch, que sí le concedió una dignidad a toda esta cuestión.

Arendt realizó un vaticinio muy funesto sobre la propia revolución, que según ella tendría que enfrentarse tras su triunfo al mismo espíritu que la impulsó, a una, digamos, traición de los revolucionarios. Creo que una versión quizá banal de ese mismo pensamiento está hoy muy instalado en la sociedad…

Una de sus grandes preocupaciones (y de ahí su reivindicación de la Revolución Americana), tenía que ver con el hecho de que los mayores enemigos de la revolución en efecto podían ser los propios revolucionarios. Para ella, el punto central era en qué momento se debía detener la revolución. Naturalmente, eso ella lo hace desde su propio marco político y se debería ver en cada contexto lo que eso puede implicar. Tiene que ver con su gesto polémico, que yo puedo comprender en su época, de enfrentarse a la tradición revolucionaria de la Revolución Francesa para defenderla de la Revolución Americana en un momento en que en EEUU, en la Guerra Fría, la palabra revolución parecía patrimonio del comunismo. Entonces ella intenta hacer un ejercicio de equilibrismo, por así decirlo, para intentar rescatar una revolución que en esos momentos se caracterizaba más bien por lo que llamó desherencia, al no ser reivindicada por casi nadie en esos momentos. Intentaba buscar una revolución buena que no cayera en esos excesos.

Detrás de eso hay algo muy interesante y que muchas veces se olvida: y es que Arendt, en buena medida, era víctima de la memoria de la Revolución Francesa de esa época y que, por lo tanto, tenía una concepción de la misma bastante parcial. Ella era, al fin y al cabo, una anticomunista; sobre todo estaba muy alejada del comunismo oficial. A ella lo que le molestaba era la reivindicación de esa tradición de la Revolución Francesa que se confundía con el comunismo oficial de la época del estalinismo y contra la cual ella estaba luchando. Luego se han escrito muchísimas otras cosas y se han matizado muchísimas cuestiones… Todo eso, digamos, podría haberse matizado. Pero, en todo caso, es una posición que ella tenía y que ayuda a comprender ese pensamiento que se intenta explicar en el libro.

La Revolución Francesa reaparece constantemente a lo largo del libro; pero precisamente me resultó especialmente interesante todo lo que tiene que ver con la recepción y representación de la memoria de la Revolución Americana…

Sí… El problema de la Revolución Americana, y esto lo quiero conectar también con lo que he dicho antes de Hannah Arendt, es que ha triunfado a nivel histórico, pero ha fracasado en buena medida a nivel memorístico. Fuera de EEUU ha tenido ciertas reivindicaciones, sobre todo a lo largo del siglo XIX, también en parte del siglo XX… pero sobre todo en momentos muy concretos que tienen que ver con guerras de independencia o derivados. Eso ha permitido, de alguna manera, que la imagen central de la memoria de la Revolución Americana haya quedado muy, muy minimizada. Conviene no olvidar que la Revolución Americana tiene límites importantes, no solo con respecto a la esclavitud, sino en general a nivel del contenido social, etcétera. Es decir, es difícilmente reivindicable en muchos aspectos hoy en día.

Pero lo que me interesa en ese sentido es, precisamente, que esos aspectos sí que están siendo reivindicados por la Revolución Francesa. Que, si bien antes Hannah Arendt destacaba, por ejemplo, que los revolucionarios podían haber ido demasiado allá en cuestiones como la del terror, como se muestra en el libro, habían ido demasiado poco allá en cuestiones como la del género, como la de la esclavitud… Pese a que, al final, el 2 de febrero del 94 los jacobinos acaban aboliéndola, digamos, ampliando la abolición previa en Haití. Lo que me interesa es cómo precisamente esos excesos de esa Revolución Francesa, básicamente esa imagen del terror con la que siempre se la asocia, muchas veces se asocian por extensión a toda revolución y a la propia noción de revolución en general. Y eso pese a que, en general, la revolución forma parte de muchos de los relatos fundacionales de los diferentes países del mundo. No solo EEUU, no solo Francia, sino por ejemplo en España, donde 1808 se presentó en numerosas ocasiones como una revolución. También la Revolución Inglesa, la Gloriosa, ha tenido un papel central, etc., etc.

Sin embargo, el marco del terror asociado a la Revolución Francesa, muchas veces inyectado de elementos posteriores provenientes más bien de los años 20 y 30, hace que se acuse a toda revolución de ser totalitaria. Es decir, se ha construido un gran miedo hacia lo que es la revolución. Es un conflicto que ya se plasma de manera muy clara en mayo del 68, donde los propios revolucionarios ya no solo reivindican la tradición revolucionaria, sino que también tienen miedo a la tradición revolucionaria. ¿Miedo a qué? Pues miedo, precisamente, a ese terror. Miedo a un terror que se encuentra en la Revolución Francesa, que se encuentra en la Revolución Rusa y que continuamente puede ser visto como aquello que sería uno de los destinos fatales de todas las movilizaciones revolucionarias y que acaba por culminar ya a partir de los años 90, años 2000, como algo que siempre tiene que ser evitado. Eso se plasma en mayo del 68 y se plasma en el 15M; se plasma en muchas otras revoluciones que en ningún momento se plantean ya la toma del poder. Pretenden que el poder les haga caso, de alguna manera; que la situación se disuelva con la famosa huida de De Gaulle a Alemania, en el mayo del 68. Pero en ningún momento se plantea una toma del poder, lo que naturalmente rompe con muchas imágenes de la tradición revolucionaria previa. Y me interesa mucho ese conflicto de hasta dónde debe llegar la revolución porque, de alguna manera, creo que atraviesa muchos conflictos actuales.

Hay una vigilancia del componente popular de las democracias, una preocupación por el hecho de que se agiten demasiado las aguas…

Precisamente, colocar la Revolución Francesa como el episodio inaugural de la Edad Contemporánea, y eso me gusta mucho destacarlo, provoca que la Edad Contemporánea se entienda como la Era de las Revoluciones. En muchos casos, eso se nota muchísimo en el siglo XIX y del siglo XX y podríamos preguntarnos hasta qué punto más allá. La revolución aparece como el principal rostro del cambio, con su épica, a veces con su mesianismo, pero siempre como el principal rostro de lo que es la transformación, como el principal lugar de las esperanzas políticas. Aquí podríamos plantearnos hasta qué punto esa crisis de futuro que en muchos casos se plantea en el presente conecta o no con la crisis de la tradición revolucionaria que a menudo también se denuncia que vivimos. Es decir, el hecho de que de alguna manera estamos huérfanos no solo de una revolución que sea transversalmente ilusionante o esperanzadora o inspiradora de cara al presente; sino de que la propia noción de revolución es temida también por parte de la propia izquierda.

Hay mucha gente de nuestra generación pensando en este, el que quizá es el gran reto de tu libro: descubrir si hay una relación entre la crisis de la revolución, de la memoria revolucionaria, y nuestra incapacidad para imaginar un futuro distinto. Hablas incluso de que somos una sociedad saturada de pasado…

Aunque en el libro no lo parezca exactamente, yo en esto me considero bastante materialista. Muchas veces se sitúa el problema del presente en la imaginación, pero creo que eso es un error. Es mi intuición. ¿A qué me refiero? Conocemos y hemos imaginado millones de futuros mejores que el presente que tenemos. La cuestión no es imaginar o encontrar una idea mejor que nos salve de estos problemas, porque ya tenemos muchísimas que son mejores que este presente. A mí el problema que realmente me preocupa y por eso el libro acaba en ese tema, es el de la acción. El problema que tenemos es el de movilizar a las personas, pero no las movilizaremos a partir de ciertas ideas precisamente en un momento atravesado por el cinismo. Yo en esto soy muy seguidor de autores como Peter Sloterdijk. Si algo me importa especialmente, si algo se recorre a lo largo del libro es que las ideas son continuamente transformadas, subvertidas; a pesar de ello, me interesa de todos modos su carácter movilizador. ¿Desde dónde son movilizadoras? Pues desde cada presente que tiene la capacidad de convertirlas en movilizadoras, en muchos casos dotándolas de contenidos que previamente no los tenían.

Creo que a veces no debemos situar el debate en encontrar esa idea magnífica ni en imaginar otros futuros, porque el problema es precisamente que hemos perdido la capacidad de creer en las utopías. Ahora somos descreídos en muchos aspectos de la posibilidad de un futuro mejor. Y la creencia en un futuro mejor no tengo la sensación que se construya desde unas ideas concretas, sino que se tiene que construir a partir de una lucha que nos permita hacer plausibles esas esperanzas de mundos mejores. Ya las tenemos alrededor de nosotros, por todos lados. Todos imaginamos mundos con menos injusticias que las que estamos viviendo, con menos desigualdades de las que padecemos. Una de las paradojas de este libro es que todo el rato estás recorriendo ideas, pero lo que importa es en realidad el uso de esas ideas, su pragmática. Al final, es la acción la que les dota de sentido.

¿Cómo podemos compatibilizar la confianza en el oficio del historiador con esa visión del pasado siempre a disposición del presente?

Creo que aquí todos tenemos dos almas, por así decirlo. Una sería más la profesional, en este caso la del historiador; y otra la política. De alguna manera, intentamos entremezclarlas, pero siempre destacando la labor del historiador. Yo, en la medida en que soy historiador, tengo que cumplir con mi cometido: intentar transmitir las cosas como han sucedido. Otra cosa es ser consciente de que la historia, en muchos casos, al final es terriblemente ambigua, compleja, contradictoria y a veces muy incómoda, incluso respecto a nuestras posiciones. Yo en el libro intento ser justo con esos temas y mostrar también los reversos de la Revolución Francesa e intento reinterpretarlos de tal modo que no la inhabiliten, que no la invaliden. Y lo mismo lo podríamos decir respecto a otros acontecimientos. No obstante, en muchos casos, cuando estamos haciendo esa historia, ya estamos dejando de ser historiadores. Y ahí es donde aparece ese doble alma, que la encontramos en todos los historiadores, porque todos tenemos posicionamientos políticos. A pesar de ello, en la medida en que se nos está interpelando como historiadores no podemos hacer más o no deberíamos hacer más.

Otra cosa es que, naturalmente, seamos conscientes de que a veces la productividad política más interesante es aquella que no obedece al rigor histórico. Y precisamente por eso este libro se dedica a la memoria y a la productividad de la memoria. Entonces, yo puedo decir que en muchos casos, muchos de esos movimientos políticos que están siendo retratados se han apropiado, por así decirlo, o incluso han desfigurado o maquillado esos pasados; pero lo han hecho de tal modo que a nivel político han sido positivos. Entonces, como historiador, yo diré: «ha sucedido esto»; y a nivel político diré «afortunadamente». Es decir, cuando las feministas como Hubertine Auclert, la primera mujer que se llama a sí misma feminista, se están apropiando de la memoria de la Revolución Francesa, naturalmente lo están haciendo de forma consciente. No lo olvida tampoco a nivel público: era consciente de que se habían lesionado los derechos de las mujeres, incluso se habían prohibido los clubes femeninos políticos; pero, al mismo tiempo, al reactivar esa memoria, a nivel político está haciendo una labor que yo valoro positivamente. Y es ahí donde se plasma ese conflicto. Como historiador diré: «Auclert está falseando la historia o la está maquillando», pero a nivel político lo agradezco plenamente. Y creo que en ese momento es donde todos nos podemos situar.

¿Qué es lo que está sucediendo? Pues que la memoria es productiva. La memoria colabora en el desarrollo de la historia muchas veces. Y cómo valoremos esto dependerá de nuestro propio posicionamiento. El problema es autoengañarse. Es decir, confundir el posicionamiento político con el posicionamiento histórico, lo cual sucede en alguna ocasión. Pero lo que hay que intentar hacer en ese sentido es ser honesto, porque al final acabamos falseando la historia y fracasamos, digamos, como historiadores.

Para acabar, como decíamos antes tu libro contiene muchísimas citas y documentos históricos. ¿Crees que hay alguna que sintetiza el espíritu del texto?

Elegir una cita me parece muy complicado porque, precisamente, lo que me interesa son todos los juegos que se producen entre todas ellas. Así que, si te parece bien, me referiré a una imagen. Es la versión actualizada de La Libertad guiando al pueblo de Delacroix, que ha sido utilizada por los Chalecos amarillos. ¿Por qué me interesa esa imagen? Porque es una imagen que precisamente representa uno de los elementos clave de la memoria: su continua actualización. La imagen de Delacroix pasa a ser transformada casi dos siglos más tarde y pasa a ser encabezada por nuevas figuras de los que serían los nuevos proletarios, por así decirlo, los nuevos combatientes del presente. En ella se borran las fronteras raciales, se borran otro tipo de fronteras; pero la imagen de la libertad personificada en una mujer continúa adelante.

Y me interesa, precisamente, porque la propia imagen del cuadro de Delacroix ya es una construcción de la memoria. Se asocia muchas veces a la Revolución Francesa, pero sabemos que en realidad tiene que ver con el diálogo de la Revolución de 1830. Ahí, esa figura de la libertad se asocia a Marianne, que es otro símbolo a posteriori de la Revolución Francesa… Durante la Revolución Francesa prácticamente no hay ninguna alusión a ella. ¿Por qué me interesa eso? Pues porque de esta manera podemos comprender, creo yo, cómo la memoria continuamente es productiva, cómo se va actualizando. En muchos casos, aquello que importa de la historia no es qué sucedió ni cómo sucedió, sino qué transmisión tuvo; qué recepción tuvo y qué productividad tuvo todo ello. Eso es precisamente aquello que muchas veces hace que todavía tenga importancia hoy en día. Cuando recordamos una revolución no es solo por lo que sucedió, sino por todo lo que generó a posteriori; por los lugares donde ese mensaje se fue transfigurando, actualizando, ampliando, incluyendo nuevas reivindicaciones que inicialmente no tenía. De ese modo, pueden resultar todavía vigentes.

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