«Cartas a mi madre» de Sylvia Plath: entre el placer y la culpa
Penguin Libros ha editado recientemente la traducción de las cartas que Sylvia Plath escribió a su madre desde su partida a la universidad hasta el prematuro final de su vida. En ellas habla con una honestidad cautivadora de hacerse adulta, enamorarse, sufrir, añorar, caer en la desesperación, escribir, ser madre… dejando un testimonio íntimo, cruel y luminoso al mismo tiempo, de su paso por el mundo.
Leer volúmenes de correspondencia resulta un poco impúdico, casi morboso, como ocurre siempre que se hace público algo que, en principio, nació para compartirse en la intimidad. Para entender la invasión de privacidad que supone leer las cartas de alguien que vivió antes de la era de Internet no basta con imaginar que es como si, actualmente, alguien leyera nuestras conversaciones de Wahstapp o nuestro email. Sylvia Plath no solo no contaba con estas herramientas, sino que ni su madre ni ella tenían teléfono, por lo que, durante todo el tiempo que vivieron separadas (que fue prácticamente toda la vida adulta de Sylvia, desde que se marchó a la universidad hasta su fallecimiento, excluyendo un año que pasó con Ted Hughes en Estados Unidos) la correspondencia fue su único medio de comunicación. Y, además, ella y su madre parecían contárselo todo. Hay épocas, de hecho, en las que se escribían casi una carta diaria, y durante casi toda su vida se enviaron más de una misiva a la semana.
El volumen que ha editado Penguin Libros es una traducción de un libro elaborado originalmente por Aurelia Plath, madre de Sylvia, comentado por ella y, aunque cabe suponer que hay cartas que ha preferido que permanezcan inéditas, lo cierto es que el retrato de la autora que ofrece es honesto y completo, alejado de los mitos que persiguen a los que, como ella, demostraron su talento muy pronto en la vida y tuvieron la desgracia de morir jóvenes.
Al leer este volumen he estado oscilando continuamente entre esa culpa de leer algo privado y el placer, como Sylvia estuvo durante su vida oscilando, también, entre lo que le producía el oficio de la escritura, tal y como refleja en sus cartas: fascinación y agotamiento, fe y desesperanza, confianza en sí misma mezclada con la sensación constante de que lo que hacía no era, en muchas ocasiones, más que un ejercicio (así describe La campana de cristal), pruebas que la preparaban para un futuro incierto en el que estaba segura de que triunfaría, sería famosa y escribiría algo de lo que sentirse realmente orgullosa.
¿No es este, en realidad, un retrato de todos los que escribimos?
El libro comienza con una Sylvia adolescente que, como es habitual a esa edad, siente una mezcla de entusiasmo voraz y de pánico por el mundo real en el que cree estar inmiscuyéndose por fin. Le habla a su madre de sus compañeras de residencia (a las que intenta querer inmediatamente, como haría cualquiera estando lejos de casa y sintiendo dentro de sí la intensidad afectiva que solo se despierta con tanta facilidad durante esos años), de sus profesoras, de sus expectativas y, por extraño que pueda parecer, de las fiestas y los chicos. Plath es demasiado inteligente como para no darse cuenta de que a los chicos no parece agradarles que sea más alta y tan culta como ellos, según afirma, y se lamenta de mostrarse abierta y empática en ocasiones, acabando las fiestas entre lamentos de hombres que creen que, a cambio de haberse mostrado vulnerables con ella, recibirán un acercamiento sexual como recompensa. Ya nos habría gustado a muchas ser tan audaces como Sylvia a esa edad, entender tan bien las situaciones en las que nos encontrábamos, pero también vivir algunas escenas románticas que ella le relata a su madre con la misma habilidad con la que años después describirá, a modo de novela, su descenso a los infiernos y su estancia en varios centros psiquiátricos.
Plath le habla a su madre de bailes en los que luce vestido negro y tacones plateados, en los que conoce a chicos que le muestran cuadros de Botticelli. Le relata días que ha pasado enteros leyendo en voz alta a Hemingway con algún amigo y le habla de cartas llenas de promesas que recibe en su residencia de Smith. Como ella misma dice, siente por primera vez en la vida que el mundo se abre a sus pies como una jugosa y fresca sandía.
Es imposible, al leer estas cartas, no contagiarse de esa euforia adolescente, de la sensación de que todo es nuevo y emocionante. Si además fuiste, como es mi caso, lo que la gente suele catalogar como una chica un poco intensa la conexión es aún mayor, y el disfrute de la lectura se convierte, en cierto modo, en terapéutico: te has pasado años avergonzándote de haber creído que el mundo era un lugar bello y trepidante en el que te ocurrirían cosas dignas de aparecer en las novelas para jóvenes adultos que leías entonces, y ahora descubres que a Sylvia Plath le ocurría lo mismo a tu edad, y lo único que despierta eso en ti es ternura, nada de pudor ni vergüenza. En las cartas que escribe a su madre siendo una adolescente la autora es coqueta, soñadora y, sobre todo, inocente. Supongo que yo también fui así con quince, dieciséis o incluso veinte años, lo cual me ha causado mucho pudor en el pasado, mientras que ahora que lo veo reflejado con tanta franqueza en la correspondencia de otra persona siento ansias de reconciliarme con ello, de explicarme a mí misma por fin que no tiene nada de malo.
Parece que, en este caso, el placer vence a la culpa.
Otro de los aspectos de las cartas de Plath que se me ha hecho sentir como si me reflejase en un espejo ha sido su hambre de continuos proyectos, su caudal desbordante de ideas que, por supuesto, a menudo no llegan a ningún lado. Plath fue una escritora tremendamente productiva, que durante su corta vida firmó infinidad de poemas y relatos, cifra irrisoria, sin embargo, comparado con todo lo que quería y, sobre todo, con todo lo que creía que iba a escribir. A mí me pasa lo mismo. Siempre estoy, como ella, hablando a los demás de mis proyectos, mientras una pequeña parte de mí es consciente de que nunca los voy a llevar a cabo. Sin embargo, me parece poético que, en su caso, todos esos libros que nunca llegaron a ser existan de algún modo, que sean títulos de los que le habló a su madre en unas cartas que se han conservado, que se han publicado, que son ahora del mundo, de modo que miles de personas pueden imaginarlos en ese limbo al que me gusta pensar que va todo lo que no escribimos, no pintamos, no fotografiamos o no componemos al final.
En este caso, a pesar de que me quede el consuelo difuso de imaginar ese lugar difuso al que va a parar lo que en realidad nunca existirá, creo que siento bastante más culpa que placer.
Leer las cartas que alguien escribe desde los dieciocho hasta los treinta te permite asistir, como a cámara rápida, a la consolidación de su personalidad, a los acontecimientos que el destino le tiene preparado y a la aparición y partida de una gran cantidad de personas de su vida. En el caso de Sylvia (aunque no me quiera extender en este tema espinoso, ni tenga seguramente información suficiente paro ello) es evidente que la llegada de Ted Hughes a su vida lo cambió todo, o al menos transformó completamente las cartas que le escribía a su madre.
Estas pasan, a partir de entonces, a hablar más de él que de ella. Le cuenta a su madre, entusiasmada, lo que él escribe, lo que él dice, lo que él piensa, lo que él le recomienda que haga (cuenta, en varias ocasiones, que Hughes le recomienda que lea o estudia algo concreto, que ha vuelto a dibujar porque él le gusta, incluso que él le está ayudando, en una ocasión, a llevar una nueva dieta con la que cree que estará más sana). No hay carta en la que no le mencione, y sus propias cosas parecen pasar a un segundo plano en favor de las de él, aunque sea su propia madre la receptora de esas misivas, alguien que ni siquiera conocerá a Ted hasta el momento en el que ambos se casen en secreto aprovechando un viaje de Aurelia a Europa.
A pesar de que veo evidentes señales de alarma en la relación y posterior matrimonio de Ted Hughes y Sylvia Plath, y a pesar de que, por suerte, soy capaz de analizar el doloroso dilema que se crea dentro de ella al intentar ser la madre perfecta, la esposa perfecta y la poeta perfecta, hay un cierto sentimiento de placer (culpable, en este caso) en la forma en la que Plath habla de su marido: el hecho de que alguien sea capaz de sentir por otro ser humano algo tan intenso, de apariencia tan inmaculada, tan grande. Y no hablo de necesidad ni dependencia (que seguramente sentiría ella hacia él, fuese o no consciente de ello), sino de algo distinto, de la devoción con la que Sylvia confía en el talento de él, en su bondad, en su pureza. Creo que no todo el mundo es capaz de sentir el amor de la forma en la que lo sentía ella en general, y muy especialmente hacia Ted. No es, sin embargo, algo que me parezca digno de romantizar, y creo que hay una carta contenida en este volumen que le escribe a Sylvia la señora Prouty (su benefactora en Smith y amiga durante toda su vida) que señala de forma tremendamente acertada la forma de experimentar el amor de su pupila, pidiéndole que modere su esplendor, su luz cegadora, para no acabar consumida. No obstante, es algo que me parece digno de mención puesto que es algo que se encuentra muy pocas veces fuera de la ficción, y que además es ineludible al leerla, atraviesa todos sus poemas, sus relatos y, por supuesto, también sus cartas.
Ahora parece que la delito va ganando terreno al disfrute en la lectura de este volumen, pero no será sin duda hasta el final del libro cuando se produzca la gran culpa: la de acabarlo, la de llegar hasta el final sabiendo que la última carta que contiene es echada por Sylvia al buzón pocos días antes de asfixiarse con el horno de gas, acosada por las inseguridades, la enfermedad, el frío, la depresión, el miedo y las estrecheces económicas.
A medida que te adentras en sus últimos meses de vida tienes la ilusoria sensación de que si dejas de leer ella no morirá, de que las desgracias solo le seguirán ocurriendo si tú eres consciente de ellas a través de las palabras que escribió en medio de la desesperación.
Y aun así sigues leyendo.
Lo haces porque, en realidad, quieres saber, y porque sientes de forma extraña que estás acompañando a la autora a través de los días más duros de su vida. Sigues porque en el fondo sabes que el final es invariable, que ya nada tiene remedio y que el destino de Sylvia Plath estaba escrito antes incluso de que tú nacieras (al menos en mi caso). Aun así, cuando doblas la última página, no puedes evitar que la tristeza quede desplazada a un segundo plano en favor de la culpa.
Perdón, Sylvia, por haber leído tu correspondencia privada. Perdón por haber utilizado tu adolescencia para reconciliarme con la mía. Perdón por haber admirado una forma de amar que te causó tanto dolor. Perdón por asistir a tus últimos sufrimientos. Perdón por no poder dejar de leer.
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