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Cinefórum XIV – Network (Un mundo implacable)

Culminamos nuestra trilogía dedicada a la televisión abandonando distracciones como el humor de Un hombre corriente y las ramificaciones políticas de Un rostro en la multitud, para quedarnos con el corazón de los que para Sidney Lumet son la manzana más podrida de la cesta de Occidente: los medios de comunicación de masas.

La premisa de esta película, ganadora de cuatro Oscars en 1976, no puede ser más esclarecedora: la vida de Howard Beale deja de tener sentido cuando su cadena le despide por la baja audiencia de sus informativos. Enloquecido, Beale anuncia en directo que va a pegarse un tiro en antena para despedirse de sus espectadores. Tengan en cuenta que Lumet declaró tras el estreno de su cinta que Network (Un mundo implacable) no reflejaba su miedo al futuro de la televisión, sino a su presente. Quizá les parezca exagerado. Quizá no sepan que en 1974 la periodista Christine Chubbuck se suicidó frente a las cámaras «para continuar con la política del Canal 40 de traerles lo último en sangre y sesos».

Network (Un mundo implacable) nos permite sostenernos, quizá para ayudarnos a creer lo que realmente sucedió, en un arco argumental que parece transcurrir en paralelo a la locura de Beale, pero se acerca hasta ella para redirigirla: porque es la irrupción de una joven Faye Dunaway, decidida a usurpar el puesto de trabajo del hombre que desea (un director de informativos magistralmente interpretado por William Holden), la que convierte el absurdo en un éxito. Así, mientras vemos a Beatrice Straight culminar una de las actuaciones más eficientes de la historia del cine (un par de escenas le alcanzaron para el Oscar a la mejor actriz de reparto por su papel de esposa traicionada), comienza el verdadero espectáculo. Es la historia reciente de la televisión: Howard Beale se convierte en la voz del subconsciente norteamericano ante nuestros ojos y el Consejo de Administración de la cadena UBS se congratula por el éxito de sus programas, cada vez más absurdos.

Transcurría el año 1976 y Sidney Lumet nos hablaba de la telerrealidad. Su película pretendía mostrarnos cómo se empezaban a construir los cimientos de una nueva caverna de Platón, quizá la más grande jamás creada; quería explicarnos cómo la nueva economía, en la que las etiquetas de comunista o capitalista dejaban de tener sentido, impondría las reglas de su funcionamiento. Normas que Lumet y Chayefsky condensaron en tres escenas que forman el núcleo de su obra y en las que, sucesivamente, el presidente de la cadena explica a su presentador estrella cuáles son las líneas que no se deben traspasar en el nuevo tiempo; William Holden se despide primero de su amante y después de su mujer, pero se reúne con la verdad; y Howard Beale se refugia en la poca cordura que le queda para mantener su trabajo. Será el nuevo pastor del viejo rebaño y las sombras, también en la televisión, seguirán siendo solo sombras.

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