Cinefórum CDII: «Mambrú se fue a la guerra»

Ah, el tiempo… Fuente de poesía y manantial de ilusiones que alimentan los miedos y las esperanzas del ser humano. Anhelos y remordimientos se funden en la fantasía de su manejo y en el miedo a caer en sus fauces como les ocurre a los protagonistas de Los horrores de Caddo Lake, donde el drama temporal se funde con el thriller familiar en una atmósfera paranormal, húmeda y claustrofóbica.
En esa línea, pero jugando con el esperpento, nos metemos en nuestro propio agujero de gusano para viajar a la España de 1986. Por aquellos tiempos, España firmaba su adhesión a la CEE, era nombrada futura sede de los Juegos Olímpicos del 92, servidor tenía tres años y, en lo que nos ocupa, fueron rodadas las películas que formaron parte de la que sería la primera edición de los premios Goya (1987). Una de ellas, premiada como veremos, jugaba también con el drama familiar y el efecto cruel del paso del tiempo y de la Historia. Hablamos de Mambrú se fue a la guerra.
Fernando Fernán Gómez interpreta a Emiliano, un fugitivo republicano, de los llamados topos, que tras las muerte de Franco sale, después de décadas encerrado, de su escondite doméstico para sorpresa de casi toda su familia que le creía fallecido. La sorpresa y la alegría darán paso a una creciente inquietud y recelo por la imposibilidad de cobrar la correspondiente pensión de viudedad mientras Emiliano, atónito, se resiste a un nuevo ostracismo y al olvido.
Fernán Gómez, protagonista y director, maneja el pincel de la narración con la maestría de quien conoce el terreno. El lienzo, que se plantea como comedia dramática, va tornando en drama histriónico y esperpento hasta terminar en una caricatura triste de la mezquindad humana y en un espejo deformado de las cicatrices y heridas abiertas de la Guerra Civil. Un pasado al que los diferentes personajes miran o evitan mirar, pues, efectivamente, para ninguno ha pasado el tiempo de igual manera.
Cambiando el pincel por el bisturí, Fernando Fernán Gómez, disecciona las entrañas de unos personajes que, no en vano, resultan ser prototipos caricaturescos de un mosaico social propio de los años de la transición: Florentina (María Asquerino), la esposa, fiel a su marido, pero con dudas sobre el futuro y el porvenir de su familia; sufridora en silencio y parte merecedora de un mayor protagonismo en la historia. Encarna e Hilario (Emma Cohen y Agustín González) dan vida al matrimonio que se entrega a las mieles del estado de bienestar si ello significa el borrado de la memoria y la anestesia de la conciencia política. Juanita (Nuria Gallardo) y Manolín (Jorge Sanz) representan por último a la juventud. Mientras ella quiere con locura a su abuelo, mantiene una relación con el nieto de un fascista, haciendo las veces de una Julieta costumbrista que traza puentes de entendimiento hacia un hipotético futuro de reconciliación. Manolín, por su parte, es el que ve la situación desde una mayor distancia y el que a su vez está más cercano a su abuelo de una forma sincera y tierna, unidos sobre todo por el simbólico tambor que acompaña al protagonista.

Si bien la película es fruto de su tiempo en cuando a los ritmos, las excentricidades teatrales y las sutilezas cómicas, esta va cogiendo fuerza a medida que la comedia se torna en drama, donde el olvido da pie a la pérdida de la identidad y a la revolución de un maremagnum de remordimientos que sin duda hicieron a más de un espectador de la época sentirse incómodo. Fernando Fernán Gómez, por supuesto, sobresale en una interpretación que le va como anillo al dedo y que le llevó a ser galardonado con el Goya a mejor actor en aquella primera edición de 1987.
El tiempo, enemigo de la memoria, juega en nuestra contra la mayor parte de las veces. Suerte que existen películas como esta para anclar en nuestro acervo imágenes y retratos que no debieran olvidarse.
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