
Además de ser una de las películas más importantes de la historia del cine, Nosferatu (F. W. Murnau, 1922) es una de las más obsesionantes. No solo porque en su condición de adaptación apócrifa de Drácula fue casi barrida de la faz de la Tierra a causa de la iracunda sed de venganza de Florence Stoker, viuda y albacea del autor, protagonizando una historia de supervivencia digna de los más célebres chupasangres; sino porque pasado más de un siglo de su rodaje y en virtud de su naturaleza decididamente ocultista, aún hoy sigue siendo fuente de especulaciones de todo tipo. Una de las más descabelladas es la que apunta a que Max Schreck, actor que encarna al Conde Orlok, era en realidad un vampiro. Precisamente sobre esta premisa, tan sui géneris como fascinante, gira la cinta protagonista del cinefórum de hoy: La sombra del vampiro, de E. Elias Merhige (2000).
Desde luego, puede que para algunos hubiese razones de peso para (querer) creer una leyenda urbana de tal calibre. A la excepcional interpretación del actor, al que le acompañaba el muy sugerente apellido miedo (Schreck) en alemán, habría que sumarle su documentada obsesión por mantenerse en el personaje durante todo el rodaje y, también, el hecho de que su modesta carrera, anterior y posterior, lo mantuviera oculto bajo las mismas sombras que al vampírico personaje. Todo esto lo recoge el guion de Steven Katz, y Merhige, artista multidisciplinar de vanguardia que venía de rodar videoclips con Marilyn Manson, lo pone a disposición de otro ente del más allá, Nicolas Cage, cuya productora sacará adelante un proyecto que en otras manos podría haberse quedado en bufonada.

Sin embargo, el resultado de La sombra del vampiro es una sugerente rareza cinematográfica que, de paso, le valió la nominación al Oscar a su actor protagonista, William Dafoe, quien a través de su excepcional interpretación de Schreck ha pasado a la posteridad como uno más de la célebre estirpe orlokiana. De esta manera, Merhige, apoyado en un hipnótico Dafoe, juega con una narrativa visual que coquetea sin abusar del inevitable juego del cine dentro del cine para, a la vez, ir centrándose en el personaje de Murnau (John Malkovich), cuya progresiva obsesión fáustica sirve de vehículo metafórico del espíritu vampirizador del cine (inevitable acordarse de Arrebato de Zulueta), convirtiéndolo, frente al espejo del villano trágico y condenado de Schreck-Orlok, en el verdadero monstruo de la película. Y si bien es de lamentar que se dejan de lado las interesantes posibilidades de la condición esotérica del film, el director lo compensa apostando por una historia que, más allá de su moralina alegórica, funciona también como un disfrutable cuento gótico de vampiros que abraza el fantástico de forma decidida y sin excusas.
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