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Cinefórum CDVIII: «El candidato»

Desde la noche de las elecciones presidenciales norteamericanas de 2016 damos un salto atrás en el tiempo hasta otras elecciones, aterrizando en un clásico norteamericano del cine sobre política: El candidato (The Candidate, 1972, Michael Ritchie) nos presenta una situación política y social que parece, a primera vista, muy diferente a la de Los misóginos, pero en la que encontramos sorprendentes paralelismos tanto con la situación actual como con la historia política de ese país en los últimos cincuenta años.

Bill McKay (Robert Redford) es un joven abogado ambientalista en California (e hijo de un antiguo gobernador del Estado, interpretado por Mervyn Douglas), al que el consultor político Melvyn Lucas (Peter Boyle) se acerca para proponerle que se presente a las elecciones para senador en California. Su adversario será el bien establecido y veterano Crocker Jarmon (Don Porter). McKay tiene aparentemente pocas ventajas a su favor, más allá de su atractivo físico y su juventud, y Lucas le promete que, ya que su derrota es segura, podrá hacer y decir lo que quiera durante la campaña. Pero, según esta se desarrolla de forma aparentemente inevitable, vemos cómo todos los principios de McKay se ven erosionados y cómo la creciente posibilidad de ganar (y los compromisos para lograrlo) van conformando a un candidato cada vez más distinto del que lo empezó todo.

La película utiliza recursos de falso documental, alternados con secciones rodadas de forma más convencional, para mostrarnos esta campaña. Los actos políticos se filman, en general, con cámara al hombro, con movimientos nerviosos e inseguros y constantes cortes al público, como si estuviéramos viendo el material bruto de un documental sobre la campaña antes de pasar por el montaje (así se escapan detalles que jamás verían la luz), o como si el montador fuera lo bastante poco cuidadoso como para actuar contra su propio discurso. En otros momentos, con cámara y planificación más tradicionales, vemos situaciones que nunca podrían haberse grabado, lo que quizás debilita esta concepción. Esta combinación de documental que muestra más de lo que debería sobre un candidato político tiene ciertos ecos, por ejemplo, en Ciudadano Bob Roberts (Bob Roberts, 1992, Tim Robbins). Pero, mientras que en esta última se dibuja, más allá de unas imágenes falsamente propagandísticas, a un ser despreciable, aquí Michael Ritchie y el guionista Jeremy Larner construyen un personaje básicamente simpático, pero inefectivo: un candidato pretendidamente rompedor que acaba siendo moldeado por el sistema.

Este es el mayor interés de la película: mostrar cómo un sistema político y electoral determinado genera sus propias reglas, moldea las opciones disponibles y convierte la victoria en las elecciones en un objetivo en sí mismo. El bipartidismo dominante en la política norteamericana no deja espacio para los candidatos que realmente quieran cambiar el sistema. Un patriotismo de frases hechas y lugares comunes (una performance que con los años ha alcanzado alturas delirantes) sustituye cualquier verdadero debate de ideas, o incluso a las ideas mismas. La película muestra que muchas cosas han cambiado en la política norteamericana: algunas de las tácticas y estrategias utilizadas por los candidatos serían hoy impensables; pero también deja ver cuántos asuntos de debate siguen girando en torno a las mismas cuestiones sin llegar a confrontarlas directamente. A veces, los discursos (de encendido patriotismo y promesas vacías) suenan tan completamente contemporáneos que resultan hirientes, aunque las habilidades dialécticas de los candidatos parecen varios puntos por encima de algunos de sus imitadores contemporáneos.

Los personajes, en general, son vistos desde fuera, y las posibilidades de conocer realmente sus pensamientos son muy limitadas, en un estilo propio del cine de los años 70 que rompe con la tradición narrativa clásica. No hay ningún sincero monólogo en el que los personajes desvelen su verdad interior: solo vemos una sucesión de pequeñas derrotas y victorias y escenas unidas de forma mínima, en las que los discursos se vuelven cada vez más teatralizados y vacíos. La campaña del oponente, así como sus propias motivaciones, renuncias y engaños, es aún más opaca a nuestros ojos. El candidato republicano solo aparece como salido de uno de sus anuncios y siempre como un personaje de una pieza, sin que podamos siquiera intuir sus propias contradicciones y renuncias.

Redford aporta su carisma para sostener en pantalla a un personaje que se va desgastando a ojos vista y cuyas reacciones se vuelven cada vez menos transparentes. Boyle, magnífico como asesor despiadado, tampoco parece mostrar una motivación más allá de la victoria. En la primera escena (y es curioso que él es el primer personaje principal que aparece, y no el candidato titular) le vemos salir de una derrota electoral e inmediatamente lanzarse a la siguiente campaña, pero no parece inspirado por ningún ideal o principio mayor.

Ritchie y Larner aportan a la película sus propias experiencias reales en la política, impregnando toda la producción de una palpable amargura. El director participó en 1970 en la campaña del aspirante demócrata al Senado por California, John V. Tunney, quien logró derrotar al republicano George Murphy (actor reconvertido en político, a quien Ronald Reagan llegó a calificar como su «Juan el Bautista») por un estrecho margen. El guionista, además de su experiencia como periodista, aporta su conocimiento de la fracasada campaña presidencial de Eugene McCarthy en 1968, quien se convirtió en candidato demócrata tras el asesinato de Robert F. Kennedy.

El candidato
Warner Bros

La sombra de los Kennedy es ciertamente alargada en la película, aunque nunca se les nombre directamente, así como tampoco se menciona a Nixon (Republicano) ni a McGovern (Demócrata), quienes en el año de estreno de la película se disputaban la presidencia.

La última frase de la cinta plantea la gran pregunta tras cualquier elección, ganada o perdida: ¿Y ahora qué hacemos?. ¿Qué sucede con la política, con las promesas rotas o con las cumplidas cuando el teatro de las elecciones ha terminado?

José Ramón Vidal Álvarez
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