«En todas casas cuecen habas, y en la mía a calderadas» escribía Miguel de Cervantes tiempo ha, ampliando el dicho común. Un refranero que mantiene su vigencia en la naturaleza complicada de la convivencia y en la asunción de lo difícil que puede ser tratar con algunos familiares. La sabiduría popular nos lleva a enlazar acrobáticamente dos películas completamente diferentes tanto en la forma como en el fondo, pero interesantes cada una a su manera. De El gran rugido (1981) pasamos a sumergirnos en el profundo universo de Ingmar Bergman con su obra Sonata de otoño (1978).
Con un carácter muy teatral, Sonata de otoño nos cuenta la historia del tenso reencuentro entre una madre y sus dos hijas, a las que hace tiempo que no ve por su ajetreada carrera como solista internacional de piano. Con este punto de partida, Bergman nos empuja a un frenético tobogán que nos llevará a las profundidades de la mente humana. Dicho trayecto sostiene su intensidad e interés sobre unos cimientos basados en una magistral dirección y en unas interpretaciones memorables, lideradas por la legendaria Ingrid Bergman y por Liv Ullmann, musa del director que aparecería más veces en su filmografía.
Lo que comienza como un agradable reencuentro familiar se torna súbitamente en un duelo a navaja entre madre e hija, en el que los reproches por la ausencia serán lo más suave del repertorio. No osbstante, si bien ese es el móvil principal de la trama, Bergman aprovecha la situación para poner sobre la mesa cuestiones filosóficas de honda naturaleza. Viktor, marido de Eva (Ullman), rompe la cuarta pared para explicarnos, desde el principio, parte del trasunto que atormenta a su esposa, hija de Charlotte (Ingrid Bergman): su trauma no es otro que la consciencia (o no) del propio ser, el desconocimiento de uno mismo y el analfabetismo emocional este conlleva. Si bien la vida de Eva ha sido un dechado de continuas calamidades, la influencia de los conceptos cristianos como la culpa, el remordimiento, el arrepentimiento, el perdón y la misericordia, flotan en el subconsciente de un personaje que produce lástima por su desorientación y pavor por el horror de verse reflejado en él.
Existe una bisagra en el discurso de la cinta, que se plantea: ¿cuándo nos hacemos adultos? ¿Qué es lo que marca la frontera entre un mundo y otro? ¿Existe una frontera entre el final de las ilusiones y la sumisión a la cruda realidad? Todo esto nos lo sugiere un personaje cuyos traumas infantiles se mezclan con los adultos en un bomba de relojería mental que no hace sino reventar gracias a la sinceridad y desinhibición que otorgan la nocturnidad y el vino.
Frente a ella, la madre, un personaje que esconde su complejidad en una aparente frivolidad de clase. Comparte con Eva ese analfabetismo emocional oculto bajo una capa de falso brillo y glamour que no hace sino evidenciar lo contradictorio de ser capaz de interpretar con la música sutilezas como la diferencia entre el sentimentalismo y la emoción de Chopin, mientras no es capaz de gestionar sus propios fantasmas.
Este reflejo entre madre e hija se muestra no solo en la construcción de los personajes y del discurso, sino también en los característicos movimientos de cámara y los planos de Ingmar Bergman.
El combate parte de pequeños reproches y punzantes indirectas y llega a las duras acusaciones sobre las expectativas frustradas de una hija sin madre, cuyo constructo existencial se vio truncado por la frialdad y la ausencia de una figura materna que se entregara; en su lugar, aferraba de forma enfermiza y egoísta a la música de Haendel o Bach. Por detrás de ambas, casi oculta, está la hermana de Eva, Helena, incapacitada por una enfermedad degenerativa, privada de poder comunicarse de viva voz, aunque su mirada y su gestualidad digan más que las palabras y con ellas saque a la luz el lado más ruin de la madre.
Si bien toda la narrativa constituye un enorme museo de la complejidad de la psique humana, resulta algo forzado, teniendo en cuenta también el carácter reservado de los nórdicos, que toda la trama transcurra en lo que parecen ser poco más que veinticuatro horas (aunque no seremos nosotros, vive Dios, los que no concedamos tal licencia, si es que fuese necesaria, al señor Bergman).
Sonata de otoño no solo es una gran película que bien podría traducirse en una novela o en una obra de teatro; es también una obra de arte con mayúsculas, porque más allá de su originalidad, de su maestría técnica o de su capacidad de entretenernos con una historia y unos personajes, convierte la pantalla en espejo del alma humana y nos hace asomarnos, si nos atrevemos, a nuestra realidad y nuestro subconsciente.
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