La cosa va así: escrutas Twitter presa del tedio pandémico y lees a un cinéfilo asegurar que El secreto del lago siempre le ha gustado más que Los Goonies. No tienes ni idea de qué película es esa pero ya tiene ganada tu atención, porque la afirmación osa poner en duda la sacrosanta imagen de una de las cintas de tu infancia (y de la de cualquiera de tu generación, vaya), y la portada que la acompaña parece sacada del más molón de los juegos de Spectrum: en el centro aparece un crío en contraposto con mirada intensa y blandiendo una linterna cual sable láser; a sus lados, como escoltándolo, dos chicas con cara de susto; a sus pies, un esqueleto, una escafandra y un fusil de buceo; en el aire, murciélagos y un helicóptero; y todo ello enmarcado por un paisaje inhóspito y una especie de Skeletor gigante que abraza la escena como el vampiro de Salem´s lot. Piensas que si esto no lo ha diseñado Drew Struzan lo ha hecho su imitador más esmerado; y a estas alturas la cosa ya te tiene en el bolsillo.
Así que te haces con la película (permítaseme la elipsis narrativa en este punto) y te inventas una idea peregrina para continuar con el anterior cinefórum, que es nada menos que La hora de lobo de Ingmar Bergman. Si encasquetar una obra de estas características en nuestro semanal encuentro cinéfilo ya es una tarea hercúlea, hacerlo siguiendo la estela de uno de los directores más prestigiosos del séptimo arte roza la proeza, pero lo consigues: sitúas el punto de unión entre ambas en la dificultad que tienen sus protagonistas para diferenciar lo real de lo fabulado. Eres un genio.
Porque El secreto del lago (que en Australia fue titulada como Frog Dreaming, sueño de rana; en Estados Unidos The Quest, la búsqueda; en algunos países europeos The Spirit Chaser, el cazador de espíritus; y en Reino Unido The go-kids, ¿eh?) trata sobre un niño americano, Cody, que tras quedar huérfano se va a vivir a Australia con su nuevo tutor y ahí da rienda suelta a su proverbial imaginación, cosa que lo convierte en el más insistente investigador del extraño misterio que envuelve a un lago cercano a su localidad. Esto es, una especie de criatura emergente que, en unas de sus apariciones, ha matado del susto al borrachín del pueblo.
Obviamente, antes de comenzar el visionado eres consciente de que el torbellino de atracción gravitatoria ochentera que te ha llevado hasta aquí esconde peligros evidentes. El primero, y posiblemente el más importante, es que te dispones a ver una película que ha pasado desapercibida a tu radar de frikismo cinematográfico durante treinta años, lo que más allá de tus presumibles lagunas en la materia, no es la mejor de las señales. El segundo, íntimamente ligado con el primero, es que este tipo de cintas apenas sobreviven en el tiempo gracias al flotador de la nostalgia; salvavidas que, como ya se ha dicho, en tu caso brilla por su ausencia. Aún así te lanzas a la aventura, porque los Goonies nunca dicen muerto y porque la historia tiene un 5,3 de media en Filmaffinity, que para una película que se titula Sueño de rana te merece todos los respetos.
Aviso: lo que viene a continuación no te sorprenderá.
Todo en El secreto del lago rezuma a película juvenil de los años ochenta, lo cual la hace radicalmente coherente consigo misma y con las leyes del espacio-tiempo (se rodó en 1986). Esto significa que nos encontramos con:
1) Una trama protagonizada por unos niños en bicicleta que viven en el típico vecindario de clase media norteamericano (aunque en esta ocasión es australiano, pero qué más nos da) y que se enfrentarán a un enigma fantástico que es ignorado por los adultos.
2) Una convincente banda sonora que, pese a estar firmada por un tal Brian May, pronto comprobamos que no tiene nada que ver con la música del eterno guitarrista con peluca de Luis XIV y sí con los convencionalismos sinfónicos de la época.
3) Una dirección tan efectiva como poco imaginativa y totalmente coherente con un director (Brian Trenchard-Smith) que haría carrera en la ozploitation con subproductos televisivos liderados por actores como Lorenzo Lamas el-rey-de-las-camas (es imposible decir su nombre sin su célebre apelativo. Pruebe en casa).
4) Un reparto tan ochentero que tiene como máximo reclamo nada menos que a Henry Thomas, el eterno Elliot de E.T..
No hace falta avanzar mucho en el metraje del film para comprobar que su portada te ha vendido unas expectativas que no está en condiciones de corresponder; sin embargo, hay que reconocer que en la historia encontramos, al menos nominalmente, elementos tan sugerentes como cualquiera de sus clásicos coetáneos: el lago se encuentra en un lugar llamado la Joroba del diablo (yeah!), al sitio le envuelve una leyenda aborigen sobre un fantasma conocido como Donkegin (miedito) y su protagonista es una especie de MacGyver prepúber que se mueve por ahí con una bici tuneada que haría las delicias de los pasajeros de un tren Asturias-Madrid. No en vano, el libreto va firmado por Everett De Roch, toda una referencia del fantástico aussie de serie b.
El resultado final, más cercano a un capítulo de Scooby Doo que a los clásicos juveniles de la década, es pese a todo un efectivo artefacto de entretenimiento que esconde, bajo su previsible desenlace, una reflexión sorprendentemente poética.
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