El capitalismo nos enseña tanto a competir entre nosotros como a olvidar que, casi siempre, los mejores juegan con las cartas marcadas. Nosotros lo aprendimos la semana pasada con Glengarry Glen Ross (Éxito a cualquier precio). Sin embargo, en el cine hay más espacio que en la realidad para historias en las que el aspirante quiere batir al campeón por sus propios medios; para batallas en las que el número uno lucha por mantener su trono, sencillamente, porque disfruta siendo el mejor. Es el tipo de personajes que ya no compite por lo mismo que nosotros, sus espectadores: ellos han dejado de perseguir el poder, la fama o el dinero. Quieren poseer la corona de laurel venciendo al mejor adversario posible. Pocos ingredientes colmarían mejor que estos el recipiente del imaginario colectivo estadounidense; quizá solo era posible aderezarlos llevando una partida de póker, el más americano de los juegos, hasta la pantalla de un cine, quizá el más americano de los artes. A pesar de ello, El rey del juego quiso contar algo más que una partida de cartas que representaba el sueño americano; The Cincinnati Kid también hablaría de la derrota, una de las grandes pesadillas de nuestro tiempo. Entre esas dos pulsiones transcurren ciento trece minutos de cine; ciento doce que podrían haber rozado la obra maestra y uno de rendición y entrega, precisamente, al mercado soberano.
El resultado es complejo, pero coherente, gracias a la solvente dirección de Norman Jewison y el irrefrenable carisma de un Steve McQueen que nació en 1930 para interpretar papeles como el del elegante tahur que protagoniza el guion de Richard Jessup, encargado aquí de adaptar su propia novela homónima. En realidad, Steve McQueen, como los más grandes, había nacido para interpretar muchos papeles; pero aquí resulta sencillamente natural verle en la piel de un jugador de póker que reniega de sus valores para jugar la baza de la insolencia y lograr sentarse a la mesa de El rey Robinson, el mejor jugador de todos los Estados Unidos.
Más allá de una trepidante partida de cartas y de una truncada historia de amor, El rey del juego nos habla de algunos de los mitos fundacionales de un país esculpido sobre la lucha por la prosperidad. Por desgracia, llegar a ella demanda casi siempre dejar la felicidad y la inocencia a un lado. La peor lección aguarda al muchacho arrogante cuando por fin llega a la cumbre: ganar a quien habita en la cima de la montaña, sobre todo en el cine americano, exige aprender a caer y volver a levantarse. Sin embargo, en este caso nos centraremos en el instante en el que a Cincinnati Kid le estalla entre las manos el halo de juventud imparable que llevaba una vida construyendo. Súbitamente, el limpiabotas que le miraba con admiración confía en ganarle una simple apuesta. A él, que había estado muy cerca de ser el mejor y había perdido de repente el tren del soñado relevo generacional.
En realidad, todo debería haber acabado ahí, con la derrota total y absoluta de un personaje ganador al que podíamos imaginar rehaciéndose de cien formas distintas. O no, da igual. Así habría concluido un rey del juego todavía mejor; pero, para 1965, Hollywood llevaba ya un tiempo cocinando finales felices para todos los públicos. A la vuelta de una última esquina que nunca quisimos doblar, descubrimos que al muchacho hundido le esperaba un futuro con la mujer que había traicionado para convertirse en alguien capaz de ganar al mejor. A la mujer que había traicionado para nada y que, aun así, quería seguir amándole.
En este mundo, que todavía es el de los Estados Unidos de América, las películas compiten en la taquilla tanto como sus espectadores en el mercado de trabajo; entre tanta pugna, a unos y otros se nos escapan demasiadas veces nuestros mejores finales.
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