En Sospecha, Alfred Hitchcock empleó su talento en demostrar cómo una película podía sostenerse sobre un suave aterrizaje en las desconocidas intenciones de uno de sus protagonistas. Para ello, empleó un sinfín de referencias provenientes de sus secundarios que, en el tramo más ligero de la cinta, no provocan más que una leve incomprensión en la que, sin embargo, irá echando raíces la desconfianza. Es el caso del interés del personaje de Cary Grant por los métodos del asesino de la última novela de Mrs. Newsham, trasunto norteamericano de la genial Agatha Christie, que nos sirve ahora de billete de vuelta a nuestro lado del charco. Nos quedaremos cerca de su casa, antes de llegar a pisar el continente, para disfrutar junto a alguno de los personajes que llenaron su obra de mucho de lo que puede dar el cinismo inglés, tamizado por el norteamericano, al séptimo arte. Hoy nos toca cenar con Un cadáver a los postres (Robert Moore, 1976).
El dramaturgo Neil Simon, dispuesto a dar la vuelta a muchas convenciones del género detectivesco, escribió para esta película un guion pensado para provocar una sonrisa continua y salpicarlo con sonoras carcajadas. Logró su objetivo apoyado en un reparto espectacular, muy propio de la cantera de actores inglesa, capaz de enviar a algunos de los rostros más famosos del celuloide a una producción pensada para reírse un poco de todo, incluidos ellos mismos.
En Murder by Death (según su título original), cinco famosos detectives son convidados a una misteriosa cena en un oscuro castillo. Pronto, los sucesos que comienzan a tener lugar y su capacidad deductiva les harán entender lo que realmente les espera: han sido reunidos para resolver un crimen perfecto que todavía no ha tenido lugar. Los escogidos para el desafío son los geniales investigadores Sidney Wang (interpretado por un Peter Sellers encantado con su personaje, obsesionado con los refranes y pendiente siempre de ridiculizar a su hijo); Dick y Dora Charleston (encarnados por los distinguidos David Niven y Maggie Smith); Milo Perrier (una degradación belga y aún más obesa de Poirot encarnada por James Coco); Jessica Marbles (interpretada por una Elsa Lanchester que jugaba en casa); y Sam Diamond (intrépido investigador norteamericano, en principio misógino pero finalmente homosexual, al que da vida Peter Falk).
Para completar el reparto, el genial Alec Guiness da vida a un mayordomo ciego y Truman Capote (que en un exceso hollywoodiense estuvo nominado al mejor actor revelación en los Globos de Oro) hace las veces del excéntrico millonario con ganas de desafiar a sus invitados en todos los frentes. Porque, más allá del inminente crimen, también hay alguna que otra trampa y una cocinera sorda y muda, encargada de cubrir junto a Bensonmum, el mayordomo invidente, la siempre necesaria cuota del absurdo en una comedia que se siente británica.
Con estos ingredientes y teniendo presente los Diez negritos de la propia Agatha Christie, el norteamericano Robert Moore logra conectar con una de las mejores facetas del humor inglés: ser capaz de reírse de uno mismo mientras te ríes de todos los demás y tomándote suficientemente en serio como para eliminar la prevista aparición del detective británico por antonomasia. Porque se puede pasar un buen rato rodando, produciendo y frente a la pantalla, pero siempre hay que tener presente que Sherlock Holmes y el doctor Watson habrían despachado este pequeño misterio demasiado rápido. Mejor que se queden fuera de esta parodia, esperando allí donde lo británico, proyectado a través de las pantallas de Hollywood, fija la otra parte de su estrábica mirada: en los dominios de los grandes personajes de ficción de nuestra era.
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