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Cinefórum CCX: «La muerte de un burócrata»

No nos vamos muy lejos en el tiempo, aunque cruzamos el océano y muchas barreras políticas para llegar hasta Cuba y una sátira que, en vez de la religión, escoge como blanco principal de su acidez otro elemento casi igualmente sagrado: la burocracia.

La mayoría nos hemos tenido que enfrentar, en demasiadas ocasiones, a alguna tarea administrativa en la que nos vemos superados por la inevitable marea de papeles, sus reglas arcanas, sus funciones aparentemente delimitadas pero siempre dadas al giro equívoco, al vacío legal y a la trampa lógica. La clásica frase de Benjamin Franklin afirma que solo hay dos cosas inevitables: la muerte y los impuestos; permitidme que le enmiende y añada el papeleo como una maldición quizás aún más inevitable, porque incluso en esas dos terribles circunstancias la burocracia acecha para cebarse con nosotros. En el caso de la película que nos ocupa una de esas inevitabilidades, la muerte, nos lleva directos a un laberinto de normas, impresos y reglas en las que el personaje principal se ve atrapado, sin posibilidad de escape.

La cinta se inicia con un funeral. No el del burócrata del título, sino el de Francisco Pérez, el tío Paco, un «trabajador ejemplar», un héroe obrero de la Revolución cuyo pasaporte a la efímera gloria postmortem (con enardecido discurso de su jefe incluido) se basa en haber creado una máquina para producir en cadena y de forma automatizada bustos de José Martí. Vemos entonces a través de una imaginativa animación cómo su ingenio fabrica iconos de la Revolución que se convertirán en monumentos por toda la isla. Al morir atrapado por su propia creación, los entusiastas compañeros del inventor deciden enterrarlo junto con su carnet de trabajador como símbolo de dedicación a su tarea. Lamentablemente, este acto, aparentemente trivial, crea un problema fundamental: su viuda no puede cobrar la pensión correspondiente sin dicho documento, del que no es posible obtener copia sin intervención del finado. Y así, Juanchín, el sobrino del fallecido (interpretado lacónicamente por Salvador Wood), comienza su odisea particular, su descenso a un infierno plagado de oficinistas, secretarias, funcionarios y administrativos que ponen infinitos problemas en un asunto que parecería fácil de solucionar si, en algún momento, se hiciera el mínimo esfuerzo de pensar en el fin del caso y no en la letra de las normas.

En los títulos de crédito iniciales, que imitan por cierto la estructura de un formulario administrativo, se incluye una dedicatoria que menciona, entre otros, a los clásicos de la comedia americana de la época muda y a Luis Buñuel, quizás las influencias más notorias a lo largo del metraje. Así, en determinado momento, se recrea la típica escena climática de la pelea de tartas característica del cine mudo, pero con un toque macabro al producirse en un cementerio. Más adelante nuestro protagonista recrea, humildemente, las hazañas de Harold Lloyd como hombre-mosca o se enfrenta a la máquina cual Chaplin, mientras que las escenas de los sueños pesadillescos del sobrino hacen más evidente, quizás demasiado, el influjo buñueliano. En la inicial historia de Paco se utilizan, también de forma humorística, las formas del falso documental para darnos la semblanza biográfica del fallecido, enlazando también con la obra de Welles, otro de los mencionados.

Las formas particulares de la isla del Caribe quedan magníficamente retratadas: la idealizada igualdad que lleva a utilizar el universal compañero, desmentida por la evidente jerarquía superviviente en todos los órdenes; la épica proletaria que no puede ocultar la escasez para algunos; las contradicciones de la propaganda y el «realismo socialista»… Pero, bajo ellas, la historia funciona sobre todo por sus elementos universales: haciendo comedia con esa desesperación, nada cómica, que a todos nos ha asaltado alguna vez (y demos gracias que el sufrido sobrino no ha tenido que enfrentarse a la versión informática del problema) y llevándola hasta el absurdo. El perezoso, el incompetente, el inflexible, el que lo sabe todo  e, incluso, el que pretende ayudar pero solo complica más las cosas, se manifiestan como tipos universales que podemos reconocer y lamentar.

Tómas Gutierrez Alea (1928-1996), director y uno de los guionistas de la película, es posiblemente el más famoso de la, por lo general, poco conocida cinematografía de la isla, sobre todo gracias al éxito tardío de la película Fresa y Chocolate (1993); película que, debido a su salud ya deteriorada, dirigió junto con Juan Carlos Taibo y en la que retrataba la amistad (llena de dificultades y equívocos) entre el estudiante David (Vladimir Cruz) y el artista homosexual Diego (Jorge Perrugorría), en la Cuba de finales de los 70. Esta cinta llegó así a romper dos barreras simbólicas: una en Cuba, al mostrar positivamente personajes LGTBI; y otra también a nivel internacional, al ser la primera película cubana (y por ahora la única) nominada a la categoría de mejor película extranjera en los Oscar. Mucho del cine de Alea, tras una primera etapa épica con títulos como Historias de la Revolución (1960) solo un año después de la victoria castrista, hace una crítica desde dentro a la Revolución y sus limitaciones, errores y contradicciones, que desde fuera ha sido entendida en ocasiones, creo que erróneamente, como disidencia.

La muerte de un burócrata es una comedia efectiva, con algunos momentos irregulares en que quizás el ritmo se agota… o quizá, simplemente, es que la resistencia del espectador se ve minada por la misma desesperación que envuelve al personaje principal de la película.

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