Edgar Wallace y la nueva España (y IV): La fascinación del toreo
Para terminar esta serie de artículos de Edgar Wallace sobre España vamos a pararnos con él en un tema que a día de hoy sigue siendo francamente polémico: el toreo. La llamada fiesta nacional está seguramente condenada a la desaparición por méritos propios, se trata después de todo de un recuerdo de tiempos pasados que no deja de entroncar con prácticas que se realizaban en países de nuestro entorno, pero que fueron abandonadas por lo brutales que resultaban. Peleas de gallos, luchas entre perros y osos… Ese tipo de lindezas.
Sin embargo a muchos visitantes de nuestro país les fascina el toreo, y Edgar Wallace es un ejemplo de ello. En el texto que sigue, el autor no duda en contraponer los dos extremos que comprende. Por un lado, le fascina el toreo; por el otro, sabe que es una barbaridad sin posible defensa. Sin embargo, no parece que esas contradicciones le afecten en exceso y, claramente, pone por delante su propio placer.
Un pequeño detalle curioso es cómo el autor hace referencia a que, en España, no existe el amor reverencial por los caballos que se suele atribuir a las culturas de raigambre anglosajona. Así, siempre se ha destacado, incluso en series americanas, la sorpresa y el horror de los estadounidenses y de los ingleses al descubrir que en el continente se come carne de caballo.
Ya hemos comprobado con anterioridad que Edgar Wallace parece tener un oído para los nombres españoles que hace que uno a veces se pregunte qué entendía realmente al hablar en castellano. En este caso convierte a Rafael González Madrid, más conocido como Machaquito, en un tal Machiquito. De todos modos, la cercanía fonética y la fama del torero en la época parecen evitar cualquier posible error de atribución. Por su parte, la Plaza del Torres parece ser una simple plaza de toros, pero de nuevo vamos a dejar todo tal y como lo escribió el propio Edgar Wallace, esperando que eso ayude a comprender lo que realmente llegaba desde nuestro país hasta las antípodas.
El artículo original puede encontrarse a través de este enlace.
La nueva España – La fascinación del toreo
Reproducido del original del periódico The Star (Nueva Zelanda), el 18 de agosto de 1906.
Madrid, viernes, 25 de mayo de 1906.
Ayer vi a Madrid en plena actuación. En la gran Plaza del Torres vi un enorme círculo de caras en los bancos levantándose fila a fila, escuché el murmullo de catorce mil voces y vi el sol brillar en miles de abanicos en movimiento.
Hubo un revuelo y catorce mil cabezas se giraron hacia el palco real colgado en lo alto. Un joven hombre con el abrigo rojo de los dragones entró, levantó su mano rígidamente a la alborotada multitud y tomó asiento. No hubo ningún vítor, ningún viva; el cuñado alemán del rey no ha conseguido ganarse el aprecio del pueblo.
Un fotógrafo sin afeitar, operando una incómoda cámara y un gran puro a la vez, habló usando el lado no ocupado de su boca. «¡Ah, todo será diferente cuando venga la reina!». Y lo más patético es que hablaba con un tono de alegre expectación, como si con la presencia de la nueva reina Victoria el toreo fuera a recibir un incentivo que lo fuese a establecer para la eternidad como el principal deporte de Europa.
Todas las miradas en la reina inglesa
La semana que viene, la joven reina presidirá su primera corrida. Se sentará alta en la tribuna llena de flores, el punto focal de miles de miradas curiosas, todas ellas sabedoras de que la inglesa detesta semejante deporte y esperando la palidez que alcanza al rostro de los espectadores noveles, por mucho coraje que tengan. Verá al toro español, el más valiente y feroz de las criaturas de Dios, en toda su furia salvaje; verá a jamelgos destrozados que son llevados a la muerte y ágiles hombres con reflejos de gato y nervios de acero jugando con la destrucción.
Y no solamente en el día que haga la reverencia al ruedo que la aclama, sino que de manera continua, cada cierto número de días, su figura será vista en el palco real. Su cabeza, cubierta por una mantilla blanca, inclinada hacia los aplausos del coso madrileño, hasta que el juego y el horror y la fascinación del toreo se conviertan en un hábito y su corazón ya no lata más con furiosos repiques cuando la trompeta suene y un ligero oficial abra la gruesa puerta del corral para que salga a la luz cautelosa e inquisitivamente un animal que tiembla entero con una feroz furia.
Será mejor para ella, ya que el toreo debe convertirse en parte de su vida, que cierre sus ojos cuando el picador insta a avanzar al flacucho caballo que avanza lentamente y acepta filosóficamente la rápida carga del toro y el golpe de su cabeza bajo el pecho del caballo, y el picador se revuelve por el suelo desparramándose a una yarda de los cuernos afilados como agujas. Porque puede meditar que ese mismo caballo huesudo, si no encuentra la rápida muerte en el coso lleno de arena, puede morir de manera menos cómoda y más lenta – puede incluso que de hambre – en España, un país en el que la carne de caballo es poco apreciada y en cuyo idioma la expresión de «amigo del hombre» no puede ser traducida.
Mejor para ella, también, si observa la visión de las visiones, concentrando sus pensamientos, sus emociones y sus filosofías en el supremo momento del juicio en el que el matador toma la espada de su ayudante, levanta su mano para saludar a los miembros del tribunal – singular supervivencia de la despedida del gladiador – lanza su sombrero por encima de la barrera con ese particular e inimitable gesto y camina lentamente hacia la bestia que le espera en el centro de la arena.
Revisando las primeras impresiones
Los viajeros que visitan España escriben horripilantes impresiones de su primera corrida. Lo denuncian como inhumano, bárbaro y más allá de cualquier defensa. Entonces vuelven a ir a la plaza de toros para comprobar si su primera impresión estaba justificada, y descubriendo que lo estaba van una tercera vez para asegurarse. Para cuando han visto su sexta corrida están más sedientos de sangre que los españoles y piden a gritos que salgan más caballos y se pique al cobarde toro.
Yo siempre he disfrutado del toreo porque me retrotrae a los días en los que mis ancestros vivían en cuevas y resolvían todas sus disputas dándose golpes en la cabeza. Si amas a los caballos, la visión es enfermiza; si tu aprecio se extiende a toda la vida animal, es desesperadamente cruel; si eres un vegetariano es sacrílego.
Para mí y para miles de británicos que conocen la historia del toreo y han estudiado su arte, que pueden diferenciar en el mismo momento la muerte defectuosa de la estocada limpia y directa del maestro, el toreo tiene fascinaciones que todos sus horrores no pueden destruir.
Y es la última escena de todas la que te lleva una y otra vez de vuelta a la plaza.
Los banderilleros han engañado al toro y el toque de la trompeta les llama a retirada. El toro está de pie, temblando lleno de rabia en el círculo de los toreros vestidos llamativamente. Entonces desde la barrera, tras su saludo, sale la ligera figura de un hombre sin sombrero, con una bandera de rojo sangre en su mano izquierda, en la derecha una espada fina y con el mango rojo.
«¡Machiquito! ¡Machiquito!».
Un grito lo saluda desde las abarrotadas barreras, pero él apenas parece notarlo.
Condenado de antemano
Su rostro delgado y estético, las gruesas cejas negras, la boca firme y de delicada forma son conocidos de un lado a otro de España. Ahora, la cara está tensa y pálida. No por el miedo, porque Machiquito no lo conoce, y algún día este valiente y pequeño hombre acabará sus días en la plaza de toros.
Se acerca al grupo y el juego de capas empieza. ¡Flick! El toro se gira tan rápido como el rayo y se lanza contra la capa. Falla por el canto de una mano y el aleteo de otra capa le lanza a toda velocidad en otra dirección. Ahora llega la parte delicada del trabajo diario. Machiquito levanta su bandera roja y el toro salta con un curioso golpe a lo largo de su cabeza. Un grito de advertencia se levanta desde diez mil gargantas, porque los entrenados espectadores han visto que el toro está apuntando al hombre y no a la bandera. Otra vez el aleteo de las capas y las afiladas y locas embestidas y las libradas por el canto de una mano. Esto no se hace para el divertimento del torero, tiene un objetivo. No puedes matar a un toro siguiendo las reglas del coso salvo que esté en pie en una determinada posición y con la cabeza en un determinado equilibrio. Así que una y otra vez se agita la bandera de Machiquito, hasta que de repente el toro se queda quieto y el torero y la víctima se enfrentan uno a otro.
El silencio de la muerte llega a las multitudes en los bancos, porque los pies del toro están en la posición correcta y la cabeza está en el ángulo correcto. Poco a poco, la mano derecha del matador se levanta y la espada se alinea con su ojo. En un momento dado el toro salta y Machiquito se lanza contra él, directo a lo que parece una muerte segura, de manera que su pecho está entre los cuernos del toro y su chaqueta brillante roza la frente del toro. Hay un destello de acero…
No es posible defender el toreo desde un punto de vista humanitario más de lo que se puede defender la pelea por dinero o el agotar hasta la muerte a caballos de dos años por una apuesta inicial de seis a cuatro. Es brutal, a menudo es desagradable; es, si quieres considerarlo así, una indicación de la decadencia nacional. Pero es la mayor «emoción» del mundo.
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«Yo siempre he disfrutado del toreo porque» … nunca he hecho de toro.
Un plumífero más que habla y piensa con sorprendente superficialidad. .