El cine después del cine: «Romería» de Carla Simón
Mientras hablamos de ir al cine, me viene a la mente esta frase del libro El viento sopla donde quiere de Jonás Trueba: «Me gusta ir solo o bien acompañado, y después ir a tomar algo a un bar cercano, o directamente a casa, para seguir pensando en la película». Quizá en nuestra propia narrativa existan dos tiempos que también interesan: la liturgia previa a ver la película y el vermú posterior. Sin obviar el durante, ese momento en la oscuridad de la sala… Gírate, observa si tu acompañante se ha reído con la misma escena o carece de sentido del humor (somos unos incomprendidos, Xuso Jones). También deja que el de la butaca contigua eche alguna lagrimilla, eso sí, desarrollando tu visión periférica.
En la sala, in situ, hay tiempo para todo, hasta para fustigarse… Pregúntate, en medio de la oscuridad, por qué justo ahora te suenan las tripas y si alguien más las escuchará. Serán tripas soñadoras como las de Robe de Extremoduro. Tras hacer inventario de los códigos propios durante la proyección, la pregunta es si el cine no lleva implícito el hecho de compartir. En la sala, en el paseo de vuelta, con una cerveza o en conversaciones post visionado. Ya lo decía Jorge Drexler, disfrutar más la trama que del desenlace. Es decir, disfrutar más del momento, de la proyección o la conversación, que de la reflexión final.
Existe un tipo de cine que se presta a esa última pregunta que nos ronda, y en este montón se encuentran las películas de Carla Simón. La catalana estrena el último título de su trilogía que se suma a Verano de 1993 y Alcarrás . Cada uno tiene sus favoritas (no voy a negar mi predilección por la segunda), aunque las tres tienen muchos nexos en común.
En Verano de 1993 mostraba la perspectiva de una niña que es adoptada y construye su relato a través de las conversaciones a medias de los adultos y aquello que escucha tras las puertas. En Alcarràs son varias las voces: Simón retrataba a una familia que está a punto de perder sus tierras y mostraba un espacio donde los silencios y la incomunicación eran los protagonistas.
La última de la trilogía, Romería (2025), discurre en los relatos ajenos y en las contradicciones. Marina es una joven cuyos padres murieron de sida, y que viaja a la Galicia natal de su padre para descubrir su historia. Una vez allí, se dará cuenta de que muchos de los relatos que escucha, inconexos, obedecen a conflictos internos de la familia paterna.
La ciencia explica que somos incapaces de quedarnos con una historia incompleta, sin justificación o sin cerrar. Esto explica algo tan simple como el origen de las supersticiones. Como somos incapaces de asimilar la arbitrariedad, que las cosas suceden sin más, construimos un patrón para dar una respuesta. He vivido equis situación porque pasé debajo de una escalera o se me cayó la sal en la mesa. Marina, en Romería, es incapaz de quedarse con un relato inconexo o inacabado. Necesita conocer cómo fue la historia de sus padres, enamorados en los ochenta bajo el halo de la heroína; y esta encrucijada la solventará con su propia inventiva.
Carla Simón se ha permitido una licencia más en su forma de entender el cine. En un momento de la película la protagonista perseguirá al gato de Alicia en el país de las maravillas. Quizá deba preguntarse qué camino tomar. A falta de baldosas ocres, el mar y el sol de la Ría de Vigo. La banda sonora correrá a cargo de Lole y Manuel. Puede que aquí la directora catalana se haya desmarcado de un discurso realista; existe otra forma de narrar con esa visión onírica con el guiño al libro de Lewis Carroll. A la hora de contar se puede recurrir al realismo mágico que tan bien defiende el escritor jiennense David Uclés o servirse de otros tantos recursos para materializar la fantasía. En esta ocasión y estando en Galicia, podemos tirar del refranero… Malo será que la magia no ayude a la protagonista, que Marina no encuentre el relato de sus padres que necesita. Con o sin inventiva…
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