Desde 1929, la Serie A del fútbol italiano prevé la posibilidad de dirimir los empates en la clasificación de la liga mediante la disputa de un partido de desempate en terreno neutral. A lo largo de las setenta y dos ediciones del torneo (durante la Segunda Guerra Mundial, dos temporadas fueron suspendidas) varios descensos se consumaron mediante este procedimiento que multiplica emociones, audiencias e ingresos de todo tipo; sin embargo, solo un equipo puede presumir de haber conquistado un scudetto de este modo.
Fue en 1964, en el Olímpico de Roma y frente a sesenta mil espectadores. Aquella temporada Inter y Bolonia disputaron el único spareggio por el título de la historia del calcio. Casi cincuenta años después, aquella temporada no es reconocida como «la del desempate». Aquel año es, y será siempre, «el año del doping».
El equipo del paraíso
Corría el año 1963. En Italia iba a gobernar, por primera vez, Aldo Moro y el fútbol transalpino cabalgaba con fuerza por Europa de la mano de los equipos lombardos: el Milan acababa de ganar su primera copa de Europa frente al Benfica, en Wembley, y el Inter pretendía ajustar cuentas con su eterno rival esa misma temporada, de la mano del español Helenio Herrera.
Por aquel entonces, ni los millones de Turín, ni el poder de Roma parecían capaces de contrarrestar el catenaccio milanés, aparentemente imparable incluso en una competición tan exigente como la Serie A. Solo el mágico Bolonia del presidente Dall’Ara y el entrenador Bernardini ofrecía algo diferente a los aficionados: un fútbol alegre y brillante apoyado en jugadores sobrados de talento como Bulgarelli, Fogli, Nielsen o William Negri. Fue el propio dottore Bernardini, depositario por aquel entonces de un apodo que se ha mudado para muchos años al motociclismo, quien, a pesar de su habitual contención ante los medios, definió a su equipo para la posteridad: «Così si gioca solo in paradiso». Con el resto de los equipos a mucha distancia del Inter y el Milan, la infinita pasión futbolística italiana cavó sus trincheras y, mientras en el norte se dirimía una guerra civil deportiva, el resto del país se encomendaba al milagro boloñés. A comienzos de 1964, el equipo de la Emilia-Romagna había hecho mucho más que mantener el paso de la city financiera italiana: pasado el ecuador de la liga, el Bolonia era líder en solitario de la Serie A.
Un conflicto extradeportivo
A punto de comenzar la primavera, parecía que, como mínimo, había tantas alternativas futbolísticas como políticas, algo por otra parte habitual en la tumultuosa península de la bota. En la vigésimo tercera jornada de liga, el Bolonia visitaba San Siro con un punto de ventaja sobre su perseguidor, el Milan, y dos sobre el Inter. El equipo de Bernardini, que afrontaba el partido como una auténtica prueba de fuego, se impuso a su inmediato perseguidor con su característico juego alegre y regresó a Bolonia sintiéndose capaz de ser campeón. Sin embargo, una semana después del partido en Milán, una bomba informativa sacudió toda la Italia deportiva: los periódicos milaneses, entre los que se encuentran los principales medios deportivos del país, hablaban de varios positivos por doping en el Bolonia 4 – Torino 1 que se había disputado un mes antes. Toda Italia sintió la noticia como un abuso de poder y reaccionó con una indignación amplificada por la extendida creencia de que eran precisamente los equipos milaneses quienes habían abrazado con más fervor la doctrina del doping. Los desequilibrios regionales tradicionales alimentan la furia y, en Bolonia, cientos de personas bloquearon la autopista hacia Milán mientras los tifosi más radicales patrullaban las calles quemando los coches de matrícula lombarda que encontraban a su paso. Mientras, las fuerzas del orden solo pudieron contemporizar porque, en Italia, como en España, los desórdenes deportivos están mejor considerados que los políticos.
La noticia se fue desgranando y el resto de Italia tomó rápidamente posiciones: al menos cinco jugadores, todos ellos del Bologna FC, habían dado positivo por consumo de anfetaminas en los controles realizados tras el encuentro. Prácticamente sin solución de continuidad, la federación emitió un veredicto tan extraño como fulminante y castigó leve pero estratégicamente al club restándole los dos puntos correspondientes a la victoria ante el Torino e imponiéndole un punto adicional de sanción; además, perdonó, en una decisión enormemente controvertida, a los cinco jugadores implicados y finalmente dejó caer todo el rigor de su arbitrariedad sobre el respetado entrenador boloñés, que resultó suspendido durante 18 meses. Nadie quedó satisfecho y lo que restaba de campeonato se convirtió en una guerra deportiva y social sin cuartel entre la ciudad de Milán, cuya prensa parecía desear la victoria de cualquiera de sus dos equipos y el centro-sur de Italia, alineado tras el liderazgo de Bolonia.
La actividad en los despachos era frenética: tres abogados emilianos decidieron recurrir a la justicia ordinaria local, que gestionó las diligencias sospechosamente rápido y retiró a los jugadores implicados del alcance de los tribunales deportivos, privados de la posibilidad de realizar un contranálisis. Posteriormente, en paralelo a la reacción deportiva del equipo, aferrado al cada vez más popular walkie-talkie de Bernardini, los representantes del Bolonia denunciaron que la cadena de custodia de las muestras no fue respetada y que, según la legislación, eso era motivo más que suficiente para desestimar las pruebas.
Pronto, las miradas de los hinchas se fijaron en el domingo de resurrección de 1964, para el que estaba programado un Bolonia – Inter. Los periódicos se afanaron en vender su temor a un estallido de violencia con titulares del tipo: «Pasqua di sangue» (Pascua de sangre). Sin embargo, el día de autos, el gran Inter de Milán de Helenio Herrera, que vivía uno de los momentos más dulces de su carrera, venció en el feudo boloñés en medio un clima tenso pero contenido. La reacción del equipo del paraíso debería llegar del modo más mundano.
El fútbol no es una cuestión de vida o muerte. Es mucho más que eso
Una frase tan exagerada y, al mismo tiempo, tan dolorosamente cierta, tenía que haber echado a andar en la ciudad de Liverpool. Fue el mítico Bill Shankly quien la pronunció, exponiendo de forma certera el descomunal alcance que el deporte rey tenía y tiene en Inglaterra. Si hay algún otro país europeo en el que el fútbol tenga un seguimiento parecido al de las islas, ese es seguramente Italia. En mayo del 64 el primer gobierno de Aldo Moro comenzaba a dar signos de fatiga y los abogados del Bolonia tenían acorralada a la Federación. Aunque la justicia deportiva trataba de permanecer fiel a los estamentos puramente deportivos, finalmente no tenía más remedio que respetar la primacía de los tribunales ordinarios: no había garantías suficientes para condenar al Bolonia por dopaje y, por lo tanto, se retiraban todas las sanciones.
De repente, los tramposos recuperaban la virtud y los tifosi rossoblù veían confirmadas sus sospechas en torno al complot milanista. Las acusaciones impresas recorrían la península mientras, sobre el césped, el Milan se descolgaba definitivamente y el Inter trataba de cerrar contra corriente el apartado doméstico de un año inconmensurable: al final de la temporada 63-64, la escuadra de Helenio Herrera se había proclamado campeona de la Copa de Italia y estaba clasificada para la final de la Copa de Europa. A pesar de ello, los tribunales le negaban al Inter la posibilidad de alzar un nuevo trofeo que, matemáticamente, ya había conquistado. Con el torneo finiquitado, Bernardini regresaba a su querido banquillo con un empate a puntos restituido en los despachos y un spareggio, el primero de la historia del calcio, en el horizonte.
El Internazionale Milano vio atónito cómo en su camino hacia la triple corona surgía un nuevo obstáculo que entorpecía, además, su planteamiento de la final europea ante el Real Madrid. El presidente interista llegó a proponer duplicar el título de liga pero Dall’Ara se negó rotundamente: el Bolonia prefería el desempate. Angelo Moratti alargó la negociación en un intento de ganar tiempo de recuperación para su equipo, que venció por primera vez al campeón español y le dio a Helenio Herrera y Luis Suárez su primera Copa de Europa.
Inmediatamente, el Inter desbloqueó las negociaciones: rebosante de confianza, el club lombardo se sentía capaz de cerrar su triplete en un desempate que finalmente se fijó para el 7 de junio en el Olímpico de Roma. Sin embargo, a punto de cerrarse el acuerdo, un nuevo acontecimiento terminó de convertir la temporada en una tragedia griega: el 3 de junio del 64 el Presidente D’Allara, al que sus médicos habían desaconsejado asistir a las negociaciones, murió en Milán en brazos de su homólogo interista.
La muerte del presidente más importante de la historia del Bolonia fue el último acto del nudo del campeonato. La plantilla del Inter supo la fecha del desenlace poco después de culminar la celebración de su gran título europeo; los jugadores boloñeses, mientras tanto, recibían la noticia de la muerte de su presidente al mismo tiempo que leían en la prensa una serie de durísimas acusaciones que insinuaban que la muerte de D’Allara se había debido a la impresión que provocó en su viejo corazón el intento de Moratti de comprar el partido. Cuatro días más tarde, se jugaría en Roma un desempate futbolístico, social y nacional.
En la tierra prometida
El día 7 de junio Roma amaneció bajo un agradable sol que, para la hora del partido, se había vuelto insoportable. Los sesenta mil aficionados presentes en el Olímpico se protegían del calor como podían mientras discutían sobre las posibles variantes tácticas del partido. Pocos imaginarían que aquel día el equipo del paraíso iba a decidir convertirse en un conjunto cualquiera para ganar su liga soñada.
La estrategia del Inter era sobradamente conocida: Helenio Herrera alardeaba abiertamente de que su Inter no necesitaba cambiar de táctica durante los partidos porque su esquema servía para enfrentar cualquier situación: parapetado en su área, su equipo trataba de robar en su propio campo y jugar rápido con sus puntas, auténticos especialistas al contrataque. Nadie esperaba, en cambio, que el Bolonia, más instintivo y heterodoxo, sacrificase un atacante para introducir un defensa más en el once inicial con la intención de traicionar su esencia.
La maniobra de Bernardini fue un todo o nada: de haber salido mal, le habría causado un desprestigio eterno; sin embargo, la copa de campeón de liga de la temporada 63-64 descansa en Bolonia y la estrategia pasó a la historia del club como una genialidad cimentada en el cansancio físico y mental de un Inter exhausto que no soportó ni el calor ni las celebraciones acumuladas. En un desempate propio de ese fútbol lento que era el anterior a la naranja mecánica, el Inter trató de perseguir con las pocas energías que le quedaban un título por el que su rival sentía que había dado una vida.
Fogli y Nielsen marcaron los dos tantos que permiten al Bolonia presumir de ser el único club italiano que ha ganado una liga en un partido de desempate. Fue el desenlace final de una temporada convulsa que acabó por hacer llorar al dottore Bernardini, que abandonó desconsolado el terreno de juego mientras sus jugadores celebraban la victoria con su afición. Dejaba tras de sí una sanción, una redención y la muerte de un buen amigo. Quizá, en la soledad del vestuario, pudo liberarse de una pequeña parte del peso de un maravilloso éxito que los derrotados, la prensa y la política nunca le dejarían abandonar completamente.
Fútbol, en fin, en estado puro.
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Muchísimas gracias. Pensaba que no había existido nunca un desempate por el título. Gracias por quitarme la duda.
Gracias a ti por resolverla en La soga!