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Cine y TV

En defensa de la comedia romántica

Ya lo decía Woody Allen en su libro A propósito de nada: sus películas favoritas eran las que él mismo denominó «comedias champagne», películas cuyo argumento no giraba en torno a las metástasis de las células (…) sino a enigmas mucho más fáciles de resolver, como: ¿Qué? ¿Qué es eso de que aún no estamos legalmente casados? Suponemos, entonces, que para Allen es tan placentero ver a Katharine Hepburn debatiéndose entre tres apuestos pretendientes como beber una copa de Moët & Chandon. Y es que, al igual que el champagne, las comedias románticas bien elegidas son ligeras, burbujeantes y, sobre todo, siempre dejan un buen sabor de boca. La gran diferencia es que con Historias de Filadelfia (1940) nunca te levantarás con resaca.

Aun teniendo en cuenta este acertado criterio, hay un tipo de cinéfilo que desprecia la comedia romántica con la misma convicción con la que presume que solo ve dramas y cine europeo (siempre en versión original, por supuesto). Algo así como quien dice que odia el reguetón porque es más de rock, pero que, en la boda de su primo, baila Bad Bunny como si no hubiera un mañana.

Lo he comprobado: cada vez que afirmo que soy fan de las comedias románticas, alguien interviene con aires de superioridad para quitarles su valor (y, de paso, quitármelo a mí). Porque, claro, no se puede incluir dentro del séptimo arte historias predecibles, tontas y superficiales. Así que, después de pensarlo detenidamente, he llegado a la conclusión de que aquí estoy yo, sin capa ni espada, pero con suficientes horas de romcoms a mis espaldas, para defender esta noble causa. Sin más dilación, empecemos:

Por supuesto, la comedia romántica es (perdón, suele ser) predecible. También lo es el western o las películas de superhéroes, y nadie parece tener problemas con eso. Es una estructura que se ha ido afinando hasta dar con la fórmula definitiva: el famoso meet cute, conquista, enredo, gesto romántico y final feliz. Y, generalmente, funciona.

Porque, ¿qué tiene de malo que algo sea predecible si está bien hecho? Desde el minuto uno de Cuando Harry encontró a Sally (1989), todos sabemos que Harry y Sally acabarán juntos. ¿Y qué? Eso es exactamente lo que queremos. Llamadme loca, pero no me parece ningún pecado intelectual querer ver a Harry haciendo una de las declaraciones de amor más memorables del cine. De hecho, en un domingo deprimente, me parece la decisión más sensata que puedo tomar.

Además, si me pongo (más) incisiva, puedo desmantelar la idea de que todas son formulaicas y predecibles. Porque, si esta teoría fuera cierta, Julia Roberts acabaría siendo la novia en La boda de mi mejor amigo (1997), Alvy no reflexionaría nostálgicamente sobre su romance fallido con Annie en Annie Hall (1977) y Tom pasaría el resto de su vida con Summer en (500) días juntos (2009). La moraleja es que, aunque el final no sea el felizmente esperado, todas ellas nos dejan buen sabor de boca (como el Moët).

Otro punto importante: parece que en el cine, lo serio vale más que la risa. La falsa creencia de que cuanto más te haga pensar o más vacío existencial te deje una película, mejor es (una especie de masoquismo, os diré). Cuando, en mi humilde opinión, debería ser todo lo contrario. Pues hacer comedia requiere de unos talentos que no puedo otorgarle al drama.

Esnobs del cine, os invito a intentarlo. No se trata simplemente de juntar a Meg Ryan y Tom Hanks (que también) y hacer que se enamoren. Se necesita precisión, diálogos afilados y un ritmo impecable para que el humor no reste emoción y el romance no empalague. Algo realmente complicado y solo al alcance de directores como Woody Allen, Billy Wilder o Nora Ephron. Por su parte, el drama lo tiene más fácil, pues cautiva por la historia en sí misma y no requiere de tantos elementos. Porque, ¿cómo no te va a dar pena El niño con el pijama de rayas (2008) o Philadelphia (1993)?

Sigamos. Es bastante común escuchar que las comedias románticas han hecho mucho daño, que crean falsas expectativas y que eso no pasa en la vida real. Entonces me viene a la cabeza la historia de mi amiga Sandra: estábamos en una cafetería cuando, de repente, apareció un chico. Sin decir nada, le dejó una nota que ponía: «He encontrado la belleza vestida con un jersey gris». Hoy están casados y tienen un hijo. Un auténtico desastre para la credibilidad del género, la verdad. Por cosas como esta, sigo teniendo las expectativas altas.

Pero claro, que una actriz de Hollywood entre en una pequeña librería en Notting Hill (1999) y se enamore del dueño es completamente improbable. Tan improbable como que un virus pueda propagarse mundialmente y colapsar la sociedad (Contagio, 2011).

Hace un tiempo, mi amigo Carlos me contó que Mejor… Imposible (1997) le había salvado la vida. Suena exagerado; probablemente lo sea. Pero, al final, eso es lo que consigue una buena comedia romántica: cuando la película termina y salen los créditos, sientes que, si Melvin Udall puede dejar de echar el cerrojo a su puerta, ser mejor persona y conquistar a Carol, ¿por qué tú no vas a poder superar tus miedos, inseguridades y enamorarte del tipo guapo con el que coincides en el autobús? Ahora, prueba a ver Mar adentro (2004): lo único que conseguirás será otra crisis existencial o, en el mejor de los casos, ganas de cortarte las venas.

Así que, queridos eruditos del cine, seguid estrujándoos el cerebro con vuestras películas complejas y dramáticas. Yo, mientras tanto, seguiré disfrutando de lo que, en el fondo, hasta los más escépticos necesitan: humor, amor y esperanza.

Y me vais a disculpar, pero lo dejo aquí. Tengo que ir a por mi café matutino mientras escucho el último disco de Bad Bunny. Quién sabe, tal vez hoy, de camino a la oficina, me choque con un atractivo joven (o no tan joven, que en mitad de los treinta, una ya no está para escoger tanto), le derrame el café por encima y, ahí, comience mi mordaz, burbujeante e improbable comedia romántica.

Carmen Llosa
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