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¿Obrerismo vs nacionalismo? Hroch y la importancia de los tiempos

Seguramente, alguna vez te has planteado que la visión que tenemos del pasado se basa en buena medida en la idea que hoy día tenemos del mundo. No tiene sentido, por ejemplo, pensar en la Europa del siglo XVI sin pensar en sus protagonistas habituales (Francia, Inglaterra, España o Rusia). Sin embargo, esa imagen que tenemos es más una deformación de la realidad que un retrato fiel de lo que fue. La historia está plagada de estructuras políticas, a menudo importantísimas, que quedaron sepultadas bajo las ruinas del pasado. Así lo contaba Norman Davies en Reinos desaparecidos. La historia olvidada de Europa, cuando hablaba de la historia del gran Ducado de Borgoña, la corona de Aragón o el reino de Prusia. La historia es caprichosa cuando decide qué estructuras políticas sobreviven y por qué otras desaparecen. La última gran oleada transformadora dejó en la cuneta a muchos Estados históricos herederos de la Edad Media. Esa oleada fue producida por las revoluciones liberales y el surgimiento del moderno Estado nación. Solo aquellas estructuras que lograron adaptarse al nuevo paradigma de los Estados nación consiguieron sobrevivir a las convulsas transformaciones del XIX. ¿Qué determinó que unas lo lograran y otras no? Aunque es un precioso debate, mucho de lo escrito redunda en una misma idea: en buena medida dependió del éxito del proceso de construcción nacional. Es decir, de la adaptación de las sociedades al paradigma del nacionalismo contemporáneo.

Las naciones han demostrado ser instrumentos asombrosamente útiles a la hora de organizar sociedades. Son el pegamento de la era contemporánea y han sido capaces de una movilización social sin precedentes en la historia. Sin embargo, su desarrollo no ha sido un camino de rosas y en contra de lo que pueda parecer, las naciones están sometidas a transformaciones constantes. Contaba Álvarez Junco en su ensayo Dioses útiles que lo artificioso de las naciones las convierte en construcciones condenadas a la revisión permanente. Es por eso que están acechadas por la constante amenaza de su propia viabilidad. Cualquier nación moderna que se precie transita por un reiterado cuestionamiento de su naturaleza y de como esta responde a las necesidades reales de la sociedad. Debido a que sus rasgos fueron organizados arquetípicamente en procesos que hoy nos son muy lejanos, algunas naciones modernas viven una constante dialéctica entre el pasado que las fijó y el presente que las transforma. Por eso, el estudio del origen de las naciones contemporáneas es uno de los campos más apasionantes de la historiografía moderna. Hoy me quiero detener en uno de los estudios más interesantes sobre los orígenes del nacionalismo dentro del denominado paradigma modernista. Quiero hablar del modelo de análisis que el historiador checo Miroslav Hroch propuso para los movimientos nacionalistas en Europa oriental. Veámoslo.

No era la obra de Hroch una propuesta que buscara romper el paradigma dominante, ni tan siquiera una revisión del modelo general apuntado por Anderson, Hobsbawm o Gellner. La idea del checo era profundizar en el análisis de los movimientos nacionales de la Europa oriental en busca de su conexión con los grandes movimientos de masas. Los estudios, hoy considerados clásicos, sobre nacionalismo desde el puto de vista modernista (es decir, aquellos que plantean que el nacionalismo es fruto de las transformaciones que sufren las sociedades como resultado de la industrialización y las revoluciones liberales) siempre asumieron un papel central de las élites culturales y políticas en el proceso de articulación nacional. En estos estudios era la burguesía la protagonista dentro del proceso de creación de la ideología nacionalista. Quizás por esto la historiografía progresista siempre miró de perfil el papel secundario otorgado a los movimientos populares. Dentro del paradigma modernista no se ha abordado adecuadamente la importancia de los grandes movimientos de masas del siglo XIX en la formación de la ideología nacionalista, y ese es precisamente el planteamiento de Hroch. ¿Es posible que la articulación de los movimientos de masas pueda influir en el éxito de la implantación de la ideología nacionalista? Para responder a este dilema, Hroch parte de la base de que las relaciones económicas, sociales y políticas del individuo son agentes activos en la configuración de la conciencia individual. Es decir, en las sociedades contemporáneas las nuevas formas de identidad política tienen como elemento central las relaciones socioeconómicas. Por tanto, la cuestión clave es en qué medida dicho entorno altera la relación del individuo con su identidad política. Si el individuo encuentra una lógica de grupo más próxima y mejor posicionada desde el punto de vista de sus intereses, es muy posible que esta se imponga con más rapidez. Es por esto que la formación de la patria corre riesgo si el proyecto está dirigido y proyectado en exclusiva desde la perspectiva de las élites y no bajo una óptica social más amplia. Si estas élites no logran movilizar adecuadamente a las capas sociales más bajas, el proceso puede descarrilar. Ese fracaso puede conllevar la aparición de movimientos alternativos de reacción antiburguesa (y no solo antiabsolutista como suele ser común en las revoluciones liberales). Este hecho explica, por ejemplo, por qué en unos Estados el proletariado está identificado con su nación política y en otros solo lo haga de forma parcial. En resumidas cuentas, los tiempos son determinantes en el proceso de conformación de las identidades modernas. Si la articulación de la patria llega después de la aparición de la moderna conciencia de clases, entonces el proceso de formación de la nación corre el riesgo de ser incompleto o fallido. En cambio, cuando la ideología nacional se apoya de forma temprana en amplias bases sociales y precede a la aparición de ideologías de clase, entonces el proceso suele concluir de forma satisfactoria.

Para profundizar en esta tesis el historiador checo diseñó una teoría basada en la sincronización de los dos procesos referidos más arriba: el de formación nacional y el de transformación social. El proceso de formación nacional se compone de tres fases. En la fase A, un pequeño grupo de intelectuales (patriotas para diferenciar de nacionalistas) potencia la cultura y tradiciones de la pequeña nación. En la fase B, los patriotas organizan una movimientos de agitación nacionalista en el marco de asociaciones y agrupaciones nacionales. Y durante la fase C, el movimiento nacional se vuelve masivo e integra a la clase obrera. Mientras que para el proceso de transformación social describió tres estadios diferentes: el estadio 1, caracterizado por la lucha contra el Antiguo Régimen, las revoluciones burguesas y la aparición del capitalismo industrial; el estadio 2, marcado por el avance del capitalismo industrial y la aparición de la clase obrera; y  el estadio 3, definido por el crecimiento exponencial económico y los grandes movimientos de masas. En función de como se encadan los diferentes estadios y fases, Hroch describió cuatro tipos de movimientos nacionales. Y lo mejor es que son asombrosamente arquetípicos.

El tipo 1 o Integrado, es donde la revolución burguesa y la industrial se producen simultáneas y los procesos se complementan. Las luchas por la transformación política adquieren un componente democrático. Por eso la fase C o de organización del movimiento obrero llega más tarde que la asimilación de la identidad nacional. Este tipo es el que Hroch describe para Noruega, Chequia o Francia. En el tipo 2 o Retardado, se produce cuando la aparición de un movimiento nacionalista articulado surge en paralelo al desarrollo del movimiento obrero. Entonces el internacionalismo y la conciencia de clase llegan antes que el espíritu nacional dando lugar a un caso tardío. Este es el caso de Lituania o Polonia, según Hroch. En el tipo 3 o Insurgente, se da cuando la conciencia nacional llega antes que la propia revolución liberal o la difusión del movimiento obrero, siendo la lucha patriota el catalizador para las transformaciones políticas. Es el caso griego, serbio o búlgaro. El último tipo, denominado Desintegrado, describe los nacionalismos regionales propios de los Estados multiétnicos de la Europa occidental, como Flandes, Escocia, Cataluña o Euskadi. Estos procesos se inician en el marco de sociedades que ya han experimentado tanto las revoluciones liberales como la difusión del movimiento obrero, por eso encuentran serias dificultades para difundirse mayoritariamente en sus nichos sociales.

Esta asombrosa forma de sincronizar el proceso de desarrollo de las ideologías contemporáneas es un excelente ejercicio de síntesis de nuestro tiempo. Pocas obras me han resultado tan clarividentes a la hora de comprender como funciona la configuración de las sociedades contemporáneas. El edificio del Antiguo Régimen albergaba unas poderosísimas inercias basadas en la religión cristiana, en una compleja ingeniería social y en una potente cultura de la tradición que se remontaba a los albores del feudalismo. Su colapso supuso una hecatombe política, pero también cultural y social sin precedentes. Las grandes revoluciones levantaron de las ruinas de aquel mundo las modernas sociedades a partir de estas nuevas ideologías, verdaderas religiones seculares. Hroch nos ayuda a comprender el cómo y el por qué como nadie. No dejen de leerlo.

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