Flashman, la gloria y la vergüenza del Imperio

Sir Harry Paget Flashman VC, KCB, KCIE[1] (1822-1915) fue la definición platónica de lo que es un héroe: condecorado en todos los teatros de guerra que la gloria del Imperio Británico ha conocido, y en algunos otros más, fue espectador privilegiado de muchos de los sucesos que van a marcar el devenir de su siglo (el XIX). O al menos eso es lo que el mundo había creído durante mucho tiempo, hasta que salieron a la luz los Papeles Flashman, una serie de textos (escritos supuestamente por su propia mano) repasando los acontecimientos de su vida y descubriendo que, bajo esa imagen pública, Flashman fue, en realidad, la anti-imagen del héroe: un sinvergüenza, borracho y rijoso, un narcisista, un abusón y, lo peor de todo para un paladín de la gloria militar imperial, un cobarde recalcitrante y convencido. Sus diarios muestran cómo, repetidamente, sus acciones, aparentemente heroicas y desinteresadas, habían sido solo la consecuencia última de planes (a menudo frustrados por sus propios errores) para trabajar lo menos posible, acostarse con toda fémina que se pusiera a tiro y, especialmente, salvar su miserable pellejo de cualquier forma posible.
Flashman es, por supuesto, un personaje ficticio. Fue creado originalmente como un secundario en Los días escolares de Tom Brown (1857), de Thomas Hughes (1822-1896), donde aparece como un matón adolescente que atormenta al protagonista hasta ser expulsado por embriaguez. Sin embargo, fue George MacDonald Fraser (1925-2008) quien lo desarrolló como personaje completo en una serie de doce[2] novelas, iniciadas con Flashman (1969) y concluidas con Flashman y la conquista de Abisinia (2005). En 2025, Ático de los Libros ha comenzado a reeditar la serie en castellano.
MacDonald Fraser es un autor cuya propia experiencia militar en el ejército británico durante la Segunda Guerra Mundial (y un breve periodo tras esta, puesto que se licenció en 1947), lo llevó por algunos escenarios imperiales (en su caso, Birmania, el Norte de África y el Próximo Oriente). No obstante, el viejo Imperio Británico, tras la Segunda Guerra Mundial, era ya una construcción en decadencia y no el impresionante edificio de la época gloriosa de la reina Victoria que Flashman visitará en sus novelas. De vuelta a la vida civil, Fraser trabajó como periodista (particularmente asociado a The Glasgow Herald durante los 50 y 60), antes de que el éxito de Flashman le permitiera convertirse en escritor a tiempo completo, produciendo una variedad de novelas históricas y autobiográficas, casi siempre con un acercamiento cómico más o menos marcado, además de algunos libros de no ficción.
En los 70 y 80 también escribió o participó en varios guiones cinematográficos, la mayoría para películas dirigidas por Richard Lester, incluyendo la serie de Los tres mosqueteros (1973, 1974 y 1989), la adaptación de su propia Royal Flash (segunda novela de Flashman) en 1975 (y que en España se estrenó como El cobarde heroico), una película de la saga de Bond (Octopussy, 1983, John Glenn) y la fantástica Red Sonja (que en nuestro país recibió el absurdo título de El guerrero rojo, 1985), dirigida en este caso por Richard Fleischer.
La mayoría de las novelas de la serie están supuestamente escritas en primera persona por el mismo Flashman, manteniendo la ficción de ser unas auténticas memorias, y una de las mayores virtudes de las mismas es proporcionar a su protagonista una voz extremadamente característica y personal. Él mismo reconoce todos sus defectos, casi con placer, y afirma que sus únicos talentos reales son su habilidad como jinete, su facilidad para los idiomas (muy útil en sus constantes viajes) y sus dones para la fornicación. A menudo debemos poner en duda su inteligencia, pero nunca su sentido de la oportunidad, que le lleva a estar presente en una multitud de episodios históricos. Puede recordarnos a los protagonistas de la novela picaresca, pero insertado en las tramas y escenarios que normalmente esperamos de la aventura histórica.
MacDonald Fraser utiliza una abundante documentación y realiza un complicado juego con las notas (añadidas por el supuesto editor, es decir, él mismo), confirmando, poniendo en duda o incluso contradiciendo en ocasiones lo afirmado por el narrador. Y es que no deja de recordarnos que este es, sobre todo, un mentiroso y que, quizás, solo quizás, no todo sucedió como él lo cuenta. Cuando, ocasionalmente, las labores de narración quedan en manos de otros personajes, por ejemplo, cuando es su esposa Elspeth quien toma la pluma, nos encontramos con un juego de verdades y mentiras aún más complejo.
El resultado es una serie de aventuras que pasan de lo desternillante a lo terrible con sorprendente facilidad y en las que la documentación histórica antes mencionada insufla vida sin dejar de ser condenadamente entretenidas. A lo largo de sus páginas visitamos buena parte del mundo, en particular las fronteras más remotas de las posesiones británicas y las llanuras norteamericanas, desde Madagascar a Kabul o desde Little Big Horn a Crimea. El vívido retrato de los distintos personajes históricos, mayores y menores, que una y otra vez se cruzan en el camino de nuestro héroe, constituye otro de sus puntos fuertes. Sin embargo, las cínicas opiniones de Flashman (y la ideología conservadora, según algunos incluso reaccionaria, de MacDonald Fraser) no siempre resultan equilibradas.
Una curiosa contradicción es que Flashman, el rey de la hipocresía, encumbrado a los altares marciales por heroicidades que no le corresponden, es en estas memorias supuestamente secretas el constante martillo de la hipocresía de otros. Es un personaje innegablemente desagradable, pero la fingida sinceridad de sus memorias, la desnudez con la que se degrada a sí mismo, le permiten señalar la crueldad, la brutalidad o la locura de otros personajes más encumbrados. En general, la imagen que da del Imperio y sus héroes (y de la humanidad en general) no resulta particularmente brillante[3]. Que termine, pese a todo, encumbrado una y otra vez como un héroe (a menudo a costa de la vida de otros con mayores virtudes) tiene también una carga crítica (creo que consciente) hacia un sistema político y social donde tal personaje puede medrar.
Flashman, además, no se pasea únicamente por escenarios históricos reales, sino que el autor no tiene ninguna vergüenza (ya desde su origen robado de una popular novela victoriana) en mezclarlo con personajes ficticios. Ya en su segunda novela, Royal Flash, hay una adaptación (casi una parodia) de la clásica aventura de El prisionero de Zenda, pasada por este peculiar espejo deformante. También Rudyard Kipling o Harriet Beecher Stowe se asoman a sus páginas. Incluso en Flashman y el Tigre, un relato corto incluido en el libro del mismo título (el 11.º según el orden original), se cruza con nada menos que Sherlock Holmes[4] y se permite una socarrona negación de las habilidades y el método del detective, que falla completamente en todas sus deducciones sobre nuestro protagonista.
Sin embargo, la serie de Flashman puede plantear muchos problemas para el lector; sobre todo para aquel que, quizás cegado por la cuidada documentación, se tome demasiado en serio sus conclusiones. Creo que el principal de dichos problemas no es tanto su posible alineación ideológica con sueños imperiales que ya eran caducos para 1969 (más aún para 2025) o el uso indiscriminado de abundantes epítetos y estereotipos raciales y de clase[5], sino el papel de los personajes femeninos en la historia y las relaciones entre estas y el protagonista. A lo largo de las novelas, sus conquistas se cuentan por docenas y, según su propia estimación, el total alcanza varios centenares. El comportamiento del protagonista con todas ellas es sistemáticamente deplorable, casi siempre basado en engaños y, relativamente a menudo, en la violencia.
Podemos argumentar que el autor, en realidad, a través de su anti-héroe, condena los actos que describe y que estos momentos son ataques a la cultura en la que esas actitudes eran la norma. En ocasiones, ese mismo carácter despreciable de Flashman y su humor negro hacen aún más punzante la crítica subyacente, cuando describe los horrores de la esclavitud o las miserias de la guerra, por ejemplo. Otras veces, sin embargo, el escritor se enamora demasiado de su criatura y no puede evitar reírle las gracias.
El problema de cómo nuestra cultura actual recibe y gestiona ficciones situadas en el pasado, con sus aspectos más negativos reflejados o soslayados para comodidad del lector y la actitud hacia las obras protagonizadas por personajes despreciables o desagradables, plantea cuestiones más profundas sobre nuestra relación con la ficción. Especialmente con una obra de ficción histórica que, además, fue escrita hace casi sesenta años. No solo debemos considerar la distancia entre el autor y la época que retrata, sino también entre el ahora y la época en la que fue escrita. Incluso creo que se puede apreciar cierta evolución, menor, a lo largo de la serie y que el Flashman de las últimas novelas es, en una escala relativa, un personaje menos despreciable que el de las primeras.
Creo que, pese a todas las precauciones planteadas y a todos los avisos de contenido, la serie de Flashman sigue resultando, dentro de los baremos del humor negro, terriblemente divertida. El ingenio con el que MacDonald Fraser maneja el lenguaje y las tramas está muy por encima de dichas consideraciones. Así que tened cuidado: nunca os fiéis del bueno de Flashy, nunca creáis del todo nada de lo que diga… pero escuchadlo, leedlo. Seguramente pasaréis un buen rato.
[1] Las siglas indican una impresionante lista de condecoraciones y honores: Cruz Victoria, Caballero Comendador de la Honorabilísima Orden del Baño y Caballero Comendador de la Eminentísima Orden del Imperio de la India.
[2] En la edición realizada anteriormente en España (por Edhasa) son, sin embargo, 13, una de las novelas originales, Flashman and the Red Skins, fue dividida en dos.
[3]En una semblanza en The Guardian se afirma, sin embargo, que el mismo se sentía sorprendido de que se “la izquierda liberal” celebrara esto como una crítica al Imperio cuando él mismo se consideraba firme partidario del mismo.
[4]La ficción narrada por Fraser de la existencia de los “papeles Flashman” recuerda fuertemente, por otra parte, a la multitud de manuscritos perdidos del Doctor Watson que se encuentran siempre en alguna caja fuerte o casa de subastas y sirven como justificación de muchos de los pastiches holmesianos modernos.
[5]Aunque hay que considerar que entre otros el orgullosamente escocés MacDonald Fraser dedica unos cuantos epítetos insultantes a sus propios paisanos.
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