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Star Wars, de Jason Aaron: el peso del regreso a casa

A día de hoy, en el mundo cultural hay franquicias y luego está Star Wars. Seamos claros: la trascendencia de la saga espacial por excelencia es tal que todo parece apartarse a su paso. Si esto ocurre con el cine, las series de televisión y el merchandising, el mundo del cómic no iba a ser menos. En el noveno arte, la historia de Star Wars está unida con fuerza a la labor de Marvel: primero, la salvó prácticamente de la bancarrota allá por 1977; a partir de 2015, volverían a unir fuerzas para batir récords de ventas.

Los más veteranos recordarán que, entre ambas épocas, se publicaron muchas series de la mano de la independiente Dark Horse Comics, ahora en horas bajas pero en su momento ligada a casi todas las grandes franquicias cinematográficas habidas y por haber. A ellos les debemos no solo algunas de las historias más míticas de Stars Wars en el ámbito del cómic, sino también números ya legendarios de las sagas de Alien, Depredador, Terminator… Sin embargo, su trabajo no dejaba de estar dedicado a los auténticos fans de la saga. Con esto me refiero a que solían tratar personajes menores o propios, embarraban totalmente la historia y a menudo caían en contradicciones internas. Al igual que había pasado con los primeros cómics de Marvel en los Estados Unidos o en Marvel UK, los proyectos no estaban coordinados: podías encontrar algo cercano a las películas pero también delirios extraños, aunque quizá estuviesen firmados por el mismísimo Alan Moore.

Por supuesto, todo cambió tras la reorganización de la gran franquicia espacial. Quizá nunca antes vimos a un mundo ficticio vivir una sacudida semejante: la creación de un nuevo canon que mantendría unidas todas las historias que se contaran a partir de aquel momento, con un equipo creativo que lo supervisaría y se encargaría de unificar el resultado, hizo que casi todo el trabajo previo (hablamos de cómics, libros, videojuegos, juegos de rol) pasara a estar en un gran contenedor llamado Leyendas. No eran canon, eran relatos de las que los nuevos directores de la historia podrían sacar todo aquello que les gustara, pero sin estar atados a su literalidad. Había llegado la hora de que el universo de Star Wars se hiciera más pequeño, pero también más coherente.

Marvel como la galaxia elegida

La elección del encargado de recuperar Star Wars para el mundo del cómic no debió ser fácil. El designado par el guion fue Jason Aaron, uno de los grandes valores de la compañía y por aquel entonces en plena cresta de la ola por su éxito con la colección de Thor. El de Alabama se ha ido convirtiendo de manera lenta pero segura en un clásico de la compañía hasta el punto de que, además de recuperar las andanzas de los Skywalker y demás, también se encargó del regreso de Conan a Marvel. A día de hoy, es el guionista de la serie emblema de la Marvel post-MCU (siempre con el permiso de Spiderman): los Vengadores.

El prestigio de Aaron se ha construido principalmente sobre los cimientos de Scalped, curiosamente realizada para el sello Vertigo de la rival DC, y la ya mencionada larga etapa en Thor en la que trascendió el momento en el que Jane Foster tomó en sus manos Mjolnir. No es, por lo tanto, que fuese una elección extraña; tampoco lo fue Kieron Gillen en la colección dedicada a Darth Vader que acompañó al lanzamiento de Star Wars. La idea de Marvel era usar a pesos pesados y tratar de conseguir un éxito creativo además de comercial. Lo cierto es que Aaron vendió toneladas de cómics, pero el anhelado logro creativo es algo más discutible.

Empezando por los números, el reestreno de la colección en Marvel logró convertirse en el cómic más vendido entre 2010 y 2019: más de un millón de copias y un éxito indudable al que, sin duda alguna, ayudaron las más de cincuenta portadas diferentes que se distribuyeron. Este evidente guiño a los coleccionistas estadounidenses debe entenderse como un elemento imposible de separar de cualquier lanzamiento importante en el cómic del otro lado del charco: gran parte de los compradores del primer número de Star Wars (esto ocurre con casi cualquier número uno de un cómic esperado), no lo adquirieron para leerlo; solamente querían coleccionarlo, atesorarlo esperando una futura subida de precio.

Pero no debemos dejar que los árboles nos impidan ver el bosque: el mundo entero estaba esperando con ansia la vuelta de la gran saga galáctica a los cómics, hasta el punto de que, en igualdad de condiciones con otras grandes publicaciones con los mismos medios, el éxito de Star Wars fue absoluto. No obstante, el entusiasmo de los seguidores fue canalizado a través de una obra que, en lo cualitativo, no era un desastre pero tampoco acaba de convencer. Poco a poco, las ventas fueron bajando de manera hasta que la colección se estabilizó como un éxito alejado de los mastodónticos números del estreno. Al final, cuando Aaron abandona la cabecera en octubre de 2017, Star Wars se encuentra en el puesto veinte de la lista de ventas, aunque es justo reconocer que durante su publicación se movió en posiciones más altas, siempre entre los números diez y veinte según los grandes lanzamientos de cada mes. El resultado, hay que subrayarlo, sería más que excelente para casi cualquier otra obra; pero en este caso concreto, los datos reflejaban un cierto agotamiento del público.

El arte de la Rebelión

Los críticos y analistas de cómics tenemos una manía peligrosa: pensar siempre en el guionista. Supongo que tiene que ver con una visión romántica del autor, que coincide con la insistencia en el mundo del cine en ensalzar la figura del director por encima del resto de los artesanos que dan forma a una cinta. En nuestra construcción mental es fácil entender que el escritor es una especie de demiurgo último que da sentido a toda la obra, pero la realidad, tozuda, nos recuerda que muchas de las soluciones narrativas que más nos gustan vienen del dibujante, ese callado héroe que tiene que dar auténtica vida a unas líneas escritas en papel.

Por otra parte, también es cierto que a veces la única constante de una colección es el guionista. Jason Aaron trabajó a lo largo de treinta y siete números con John Cassaday, Simone Bianchi, Stuart Immonen, Mike Deodato, Mike Mayhew, Leilil Yu, Jorge Molina, Salvador Larroca y Andrea Sorrentino. Un guionista, nueve dibujantes. Algunos estuvieron un solo número y otros llegaron a tener auténtico peso en la obra, como Salvador Larroca, que continuó su trabajo en la serie tras la llegada del siguiente guionista, el ya mencionado Kieron Gillen.

Así pues, hablar del estilo gráfico de la etapa es hacerlo de un trabajo múltiple que escapa de un análisis único. Todos los autores, eso sí, se vieron atados a la necesidad explícita de tratar de imitar la imagen de los modelos de acción real que todos hemos visto en el cine. Desde los primeros números, con un Cassaday en plena forma, se estableció que la semejanza de los personajes con los actores debía ser estricta, una referencia que nunca se abandonó a pesar de los cambios de dibujante. De hecho, la longevidad de Larroca en la serie puede relacionarse en gran medida con su capacidad para retratar a los personajes de la saga.

No menos importante es otro requerimiento común a todos los que pasaron por la colección: la necesidad de trabajar con grandes escalas y todo tipo de naves espaciales, andadores imperiales, etcétera. Si algo destaca en esta nueva Star Wars es que la originalidad y la creatividad no son tan importantes como la reproducción casi textual de modelos preexistentes y la capacidad para dotarlos de una épica semejante a la que se sentiría en la gran pantalla. Se trataba de recuperar esa sensación de maravilla que todos debimos sentir la primera vez que apareció en pantalla un destructor estelar de la clase súper.

No se debe entender esto como una crítica al aspecto gráfico, que en todo momento es, de hecho, una tabla de salvación para el cómic. Si algo se puede decir de la colección es que, a nivel gráfico, siempre se manejó como la mayor prioridad de la compañía, que trató de colocar en ella artistas del primer nivel.

La imposibilidad de sumar al canon

Hablar del Star Wars de Aaron es hacerlo de una colección que nunca parece acabar de levantar el vuelo. Es comprensible que la presión de recuperar una franquicia de semejante nivel pueda refrenar la creatividad, pero al mismo tiempo es imposible no sentirse un poco defraudado por las decisiones de guion que el autor va tomando casi a cada momento.

Un buen ejemplo es el primer arco argumental: Skywalker ataca narra, básicamente, la destrucción de una fábrica de armas imperial. Para contarlo, tenemos a los protagonistas de las películas en las filas de la Rebelión y a Darth Vader en representación del Imperio. Tras ese primer enfrentamiento, incluido un choque de espadas láser entre padre e hijo, nos vamos a Tatooine para que Luke se enfrente a Boba Fett, mientras Han Solo y Leia acaban en un planeta perdido para poder tener algo de tensión sexual no resuelta. Finalmente, en las últimas páginas, aparece el único personaje nuevo con algo de peso en la historia: Sana Solo, que dice ser la esposa de Han pero terminará revelándose como Sana Starros, una timadora y contrabandista que ha tenido la mala fortuna de que unos años después se inventara el personaje de Qi’Ra, con el que comparte demasiados puntos en común.

Esto será algo común en los personajes propios que Aaron va incluyendo en su etapa: parecen estar faltos de una personalidad única y, a menudo, se les da una importancia que finalmente no vemos: Sana Starros terminará teniendo más vida a través de su relación con la Doctora Aphra que por sí misma; el villano Eneb Ray parece estar preparando una huida y su posterior venganza al final del número 19, pero nunca más hemos sabido de él; el Sargento Kreel tampoco alcanzó todo su potencial como gran villano y, a día de hoy, parece olvidado tras ser derrotado de manera bastante poco épica por Luke en un one-shot tangencial a la colección principal. En realidad, este podría ser el punto más oscuro de la etapa de Aaron: su poca trascendencia en el mundo de Star Wars. Apenas ha añadido elementos al canon.

Esto puede responder a que la narrativa siempre es contenida: se mueve por cauces controlados, evitando los extremos que, cierto es, podrían causar el rechazo del fan, pero que también son los que pueden dar un impulso a la narrativa. Así, mientras Aaron no acababa de poner nuevas piezas en el tablero de la saga, Gillen ya había conseguido que su Doctora Aphra tuviese colección propia y hasta veía cómo el Eneb Ray que había creado en el primer anual de la colección principal de la franquicia era recuperado por el propio Aaron. La de Gillen, de hecho, fue toda una declaración de intenciones, creando personajes de todo tipo (0-0-0, BT-1, Black Krrsantan…) que podían ser más o menos acertados, pero que siempre trataban de aportar nuevos jugadores al canon de la saga, ofrecer nuevas ideas.

Ya hemos dicho que la primera gran historia que nos cuenta Aaron se limita a la destrucción de una fábrica de armas imperial. Y, aunque pueden decirnos que se trata de la más grande de la galaxia, ni siquiera así resulta una intervención floja, en lo emocional y en lo bélico, comparada con todo lo que rodeó a los mismos personajes en la Estrella de la Muerte. A continuación, se dedican cinco números a poner a Luke en una arena de gladiadores en la que apenas tiene tiempo para luchar; acudimos al evento Vader derribado, con un protagonismo absoluto del padre de Luke; asistimos al ataque a una prisión de alta seguridad rebelde, el robo de un destructor estelar, un bloqueo imperial que no parece demasiado trascendente, una historia del pasado de Yoda, un nuevo evento (esta vez con la Doctora Aphra de coprotagonista) en un planeta de vampiros controladores de mentes y, finalmente, se dedica un puñado de números sueltos a los diferentes personajes que han tenido algo de peso durante la colección. Para treinta y siste números publicados a lo largo de más de tres años, resulta un botín poco notable y bastante inconexo.

Y no es tampoco que Aaron sea un mal guionista para Star Wars. A menudo emplea un tono idóneo para los personajes y consigue que reconozcamos en sus palabras a quienes nos fascinaron en la gran pantalla. Además, sus cómics raramente se hacen aburridos a pesar de que su notable descompresión narrativa le haga necesitar demasiadas entregas para contar cosas que meritarían muchas menos páginas. La etapa de Aaron se lee bien, pero definitivamente deja un regusto agridulce.

La muerte por la fórmula

Lo primero que debemos recordar es que, seguramente, nadie podría haber hecho justicia a todas las expectativas creadas en torno al regreso de los cómics de Star Wars a Marvel. Jason Aaron se vio atrapado en una situación endiablada, sin una buena salida y en la que un paso en falso podía arruinar su carrera. Tal vez, incluso, el futuro de la franquicia en el cómic. En ese sentido, su apuesta por un guion contenido, complaciente y poco original puede entenderse, aunque nos duela.

Si algo hemos aprendido durante los últimos años es que los seguidores incondicionales de casi cualquier expresión cultural tienen una enorme tendencia a la autodestrucción. Y Star Wars no es, precisamente, una excepción: existe un celo incomprensible y malsano que busca mantener vivas unas esencias que nunca fueron tales. En este contexto, la etapa de Aaron resulta poco criticable, porque construye un universo que no amenaza en ningún momento los elementos más clásicos de la saga.

En cierta manera, es exactamente lo contrario de lo sucedido con Star Wars Episodio VIII – Los últimos Jedi (Star Wars: Episode VIII – The Last Jedi, 2017): allí donde la película de Rian Johnson apostaba por lo diferente y gana enteros cada día que pasa, Aaron construyó una etapa que no puede enfadar a nadie, pero que también se difumina cada vez más en la memoria y termina mostrándose como un extraño intento de contentar a todo el público, pero que termina sin entusiasmar a nadie. No es mala; simplemente es.

Ismael Rodríguez Gómez
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