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Arte y Letras

«Las estrellas, mi destino», el rugido de Alfred Bester

Nueva York, mediados de la década de los 50. Alfred Bester, ganador de un premio Hugo tres años antes por El hombre demolido (clásico instantáneo de la ciencia ficción), publica su nuevo libro: Las Estrellas, mi destino. Parece que Bester está dispuesto a seguir donde lo dejó: estamos en el siglo XXIV, el ser humano ha dominado la telepatía y los viajes espaciales son algo habitual. Averiguamos pronto quién va a ser el protagonista, Gully Foyle, un pobre diablo que viaja a la deriva en un pecio espacial. Le conocemos delirando, encerrado en un habitáculo minúsculo; sentimos como enloquece con cada bocanada del aire que le queda. Una gran nave espacial pasa junto a la suya. Le ven, le analizan… le ignoran. En solo dos párrafos (aunque en realidad lleva un par de páginas abonando ese campo), Bester inyecta en su personaje una sed de venganza abrasadora. Gully Foyle deja de ser un hombre y, a medida que nuestros ojos consumen unos pocos renglones del prólogo, se vuelve un animal. Se convierte en un tigre. Y quienes le encuentran, no importa dónde, lo reconocen; le tatúan unas terribles rayas felinas en su rostro desconfigurado. Es un maníaco y nos disponemos a consumir la vendetta de un Conde de Montecristo espacial. Pero, al pasar la página, empezamos a descubrir que el universo de Bester tiene mucho más que ofrecernos.

A la telepatía y los viajes espaciales tenemos que añadir que la humanidad ha aprendido a teleportarse. Saltar en el espacio se llama jauntear en honor al pobre hombre que se negó a ahogarse en su puesto de trabajo desafiando las leyes de la física. Tras terribles experimentos con los conejillos de indias que lograron emularlo, las élites de todo el mundo añadieron una nueva materia a la pulcra educación de sus cachorros. También se dieron prisa en establecer cauces para explotar las capacidades más extraordinarias de los jóvenes desposeídos que quisieran dejar de serlo. Luego, ocultaron la ubicación de las sedes de sus corporaciones y sus hogares; establecieron laberintos a su alrededor para desorientar a los espías jaunteadores y, también, para controlar a sus mujeres. Bester encuentra con la naturalidad de quien recoge algo que se le ha caído al suelo la otra palanca de los clásicos; todavía podemos contar el número de páginas que hemos leído con los dedos de las manos. Por un momento, olvidamos al tigre Foyle y pensamos en la puesta de largo del género cyberpunk, en una ficción capaz de radiografiar la Guerra Fría. También, al leerlo hoy, del comienzo del siglo XXI. El autor parece tan arrebatado como su personaje: quema sus cartas sin pensar en el próximo capítulo. Si hay un tigre en este libro, ese es Alfred Bester.

Quizá porque era la última novela que iba a escribir en mucho tiempo. Joven esgrimista y miembro del equipo de fútbol americano de su instituto (se le daba todo bien y todo lo iba dejando, como debe ser), Bester se ganó la fama de «escritor cometa» porque despachó dos obras antológicas para la ciencia ficción y luego dedicó sus letras a los guiones. De televisión, de Broadway, de cómic… Se alejó de la novela, más que del género, y cuando quiso regresar a la órbita del relato largo no pudo brillar tanto como en su primer avistamiento.

Las estrellas mi destino El lector que se acerque a la reciente reedición de Gigamesh de Las estrellas, mi destino, comprobará que la novela de Bester tiene algo de inmolación. La consonancia entre la venganza de Gully Foyle y la dureza de su narración transmiten, de alguna manera, que el rugido que recorre cada página es, en realidad, el del autor. Que la rabia que convierte el jaunteo en una advertencia sobre los riesgos de la segregación social y urbana es la suya. Y que el odio que empuja al tigre a rechazar cualquier corrección del sistema, a perseguir la gran empresa para que en el mundo reine una violencia primigenia, es la premonición de un genio al que, como a su protagonista, hoy volvemos a mirar a la cara. Cuando despertó… el tigre seguía allí.

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