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Kennedy y el humor

John F. Kennedy no hubiera sido John F. Kennedy sin su instinto de seductor, capaz de lograr que las personas más inteligentes cayeran bajo su hechizo. A diferencia de otros líderes, aparece como un personaje guapo, encantador, ingenioso, capaz de escuchar a cualquiera proporcionándole la impresión de que nadie más en el mundo es importante. Siempre impecablemente vestido, atento a no mostrar en público el menor signo de debilidad, por lo que ni siquiera se permite usar gafas. Solo las lleva en la intimidad, nunca en público. Si ha de leer un discurso, se aumenta el tamaño de los caracteres y problema resuelto. Cuando es necesario, sabe distender el ambiente con una broma inteligente y oportuna, con la que ofrece una sensación de frescura y juventud, tan distinta de la rigidez de los políticos tradicionales. En 1962, durante un homenaje a los ganadores del Premio Nobel, comentó con desenfado que aquella era la mayor concentración de inteligencias en la Casa Blanca desde que el presidente Jefferson cenó un día allí solo. El auditorio quedó deslumbrado por la brillantez de aquellas palabras, que a uno de los invitados, el novelista William Styron, le parecieron dignas de pasar a la inmortalidad.

John Fitzgerald Kennedy riendoEl humor, a veces, resulta más eficaz para desarmar al contrario que un sesudo discurso. Durante las presidenciales de 1960, un periodista preguntará a los candidatos sobre la vulgaridad del lenguaje del expresidente Truman. Nixon contesta con graves palabras sobre la responsabilidad de un mandatario, encarnación de las virtudes nacionales. Kennedy, en cambio, solo dice una cosa: la única que puede mejorar el vocabulario de Truman es su señora. No es necesario precisar quién se gana las simpatías de un público que ríe la ocurrencia.

En otra ocasión, durante esa misma campaña, se dirige a un auditorio de obreros. Tras enumerar diversas razones pertinentes sobre por qué quiere llegar al Despacho Oval, acaba diciendo que la presidencia es un empleo bien pagado y sin grandes cargas. Los asistentes, según el economista John Kenneth Galbraith, allí presente, «respondieron positivamente, con afecto y contentos. Kennedy era uno de ellos».

Más tarde, ya como presidente, viajó a París para entrevistarse con el general De Gaulle. La visita arrojó escasos réditos políticos pero fue un triunfo absoluto en términos de imagen, sobre todo porque la primera dama norteamericana deslumbró a propios y extraños con su belleza, su glamur y su cultura. Kennedy reconoció los méritos de su esposa al presentarse como el hombre que había acompañado a Jackie a París. La galantería, finamente irónica, se convertiría en una de sus frases más recordadas.

Kennedy with Kwame NkrumahEl principal autor de discursos de JFK, Ted Sorensen, guarda un archivo de comentarios chistosos para que pueda escoger el más idóneo en un momento dado. Ninguno aparecerá en la versión escrita de sus intervenciones, por lo que se pueden repetir en varias ocasiones. En ocasiones, su ironía adquiere perfiles irreverentes que alcanzan incluso la autoparodia. En un acto de recogida de fondos para los demócratas, se atrevió a realizar una imitación burlesca de su solemne discurso de toma de posesión: «Observamos esta noche, no una celebración de la libertad, sino una victoria partidista (…). Si el partido demócrata no puede ser ayudado por los muchos que son pobres, no lo salvará ningún puñado de ricos». Por desgracia, algunos de sus correligionarios, disconformes con la broma, tomaron sus palabras por una extralimitación casi sacrílega.

A nadie puede extrañar, pues, que un periodista, Benjamin C. Bradlee, describa a nuestro hombre con palabras rendidas: atractivo, alegre, divertido, ingenioso, interesante, exuberante… Kennedy, según Bradlee, era todo eso y más.

Francisco Martínez Hoyos
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