La identidad fluida del terrorista – 12 de diciembre
El nuevo hombre fuerte de Siria nació en Arabia Saudí, tiene un nombre falso y ha ido al peluquero para entrar en Damasco. Al Joulani, como se hace llamar, es el jefe de la organización yihadista que ha liderado el golpe definitivo contra el gobierno de Bashar al Asad. Al Joulani se formó como guerrillero en Irak, donde las tropas de ocupación estadounidenses lo encarcelaron por terrorista. Nada más salir de prisión, el jefe de Al Qaeda en Irak le encomendó abrir una franquicia en Siria. Al Joulani la llamó Al Nusra: atentó, secuestró a periodistas, ejecutó a infieles, hizo la guerra. Estados Unidos llegó a ofrecer por él 10 millones de dólares. La ONU y la UE también lo llamaban terrorista. Hoy es un yihadista pragmático, inclusivo, llegan a decir: los cuellos cortados por sus hordas deben reírse con sarcasmo.
Osama Bin Laden no se cambió el nombre porque en su linaje estaba parte de su hegemonía: hijo de un clan de multimillonarios saudíes, también se fue lejos de su lugar de nacimiento para hacer la guerra. En su caso, contra el comunismo y el ateísmo de la Unión Soviética. Robert Fisk lo entrevistó tres veces. Trabajaba para The Independent, y el terrorismo antisoviético que había provocado la derrota en Afganistán era un freedom-fighting completamente validado por las metrópolis capitalistas. La palabra terror no se cita en la primera entrevista a Bin Laden: «con sus altos pómulos, sus ojos estrechos y su larga túnica marrón», describió el gran Fisk, «el señor Bin Laden es la viva imagen del luchador de las montañas de las leyendas de los muyaidines». Faltaban ocho años para que a Bin Laden le cambiasen la imagen de sabio guerrero por la de enemigo número uno de la civilización.
El hotel Rey David sigue en pie con vistas a la ciudad vieja de Jerusalén. Pero no fueron los árabes quienes hicieron saltar por los aires una de las esquinas del hotel, sino un comando sionista: mataron a noventa y una personas, integrantes del Mandato colonial británico. Ben Gurion, futuro padre del estado de Israel, criticó la acción por contraproducente. También firmaron contra el terrorismo Albert Einstein y Hannah Arendt. Pero el Irgun, el grupo que ejecutó la matanza, no pagó ningún precio. Al contrario, fue el germen del partido político más importante de la historia del país. Es el Likud de Netanyahu. Hace dieciocho años, en el aniversario del atentado, descubrieron una placa: «por razones solo conocidas por los británicos, el hotel no fue evacuado». La culpa del terror siempre es de los otros.
Ekintza, acción, decía ETA de sus atentados. El IRA provisional que lanzó la campaña de ataques en los años setenta llamó a aquella la Larga Guerra. La muerte de tres miembros del grupo irlandés a manos de fuerzas especiales británicas en Gibraltar fue un «asesinato legal», según el gobierno de Margaret Thatcher. Pero trató por todos los medios de censurar el documental que demostraba la frialdad del asesinato y le retiró la concesión a la televisón Thames cuando igualmente lo hizo público. Porque el terrorismo también es siempre el vicio del enemigo, no de nuestros héroes. Como Lawrence, que reventaba trenes turcos en el desierto de Arabia y soñaba que se ganaba un sitio en una casa con siete pilares de sabiduría. Todo por amor a la marea de hombres que arrastraban sus manos.
Extramuros es una columna informativa de Efecto Doppler, en Radio 3.
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