Muros de arena en el desierto – 22 de octubre
El Sáhara se está llenando de muros de arena. Los levantan bulldozers, del Mar Rojo a las costas saharauis. Tienen de dos a cinco metros de altura. Impiden el paso de los contrabandistas de armas, drogas y cigarrillos. De hombres y mujeres. En el Sáhara Occidental se izó el primer muro de África: ayudaron técnicos israelíes y el dinero de Arabia Saudí. En 2021, los ingenieros de las Fuerzas Armadas Reales de Marruecos se han bastado por sí mismos para ampliar el muro con dunas artificiales. Quieren cortar el acceso de los saharauis a los campos de Tinduf, a donde los empujó la huida española. Los saharauis están rodeados de arena, soledad y traición.
«Esos muros de arena que surgen en el Sáhara», escriben los periodistas y geógrafos Carayol y Gagnol en Le Monde Diplomatique. Cuentan bloqueos artificiales en el desierto en Egipto, Libia, Túnez, Argelia y Marruecos. Y en Chad, Níger y Mauritania. Todo el norte de África. Ya está teniendo efectos en el tráfico de personas. La Unión Europea se felicita porque ya no tantas almas atraviesan Níger en dirección al Norte: los muros de arena también colaboran en la externalización de las fronteras del Viejo Continente: mejor perdidos en lejanos desiertos que ahogados en el cercano y televisivo Mediterráneo.
En Libia, el muro de arena parte de Bengasi y se dirige hacia Kufra, mil kilómetros al sur. Lo ejecuta el grupo ruso Wagner. Rusia apoya al mariscal Jafter en la guerra que puede acabar con Libia partida en dos. Una división de arena. Y un negocio de dólares e información. En esto siempre gana Estados Unidos. La empresa californiana AECOM lleva los sistemas de vigilancia electrónicos a lo largo de la frontera entre Túnez y Libia. El contrato está gestionado por la DTRA, la Agencia de Defensa para Reducción de Amenazas: el Pentágono. El muro de Trump fue una operación publicitaria para un business de fortuna y espionaje global.
Para Lawrence, el desierto era el lugar al que la guerra había lanzado a los hombres enloquecidos. Como él mismo, amante prohibido en la arena. Herbert soñó las dunas de Arrakis como la tierra prometida, lugar donde a los muertos se los disecaba porque ya no necesitaban el agua y donde los monstruos serpenteaban a la espera de un elegido. Ride the snake: cabalga la serpiente, cantaba Jim Morrison, rey lagarto fascinado por el desierto. Paul Bowles pisó un Sáhara sin muros y describió un cielo protector. No lo era. Volviendo a Lawrence: el cielo del desierto es indiferente y sus estrellas guardan silencio ante el mono loco.
Extramuros es una columna informativa de Efecto Doppler, en Radio 3. Puedes escucharla aquí.
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