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La República romana, la democracia de los aristócratas y la mentira de la plebe

Senadores que declaman en favor del pueblo llano, cónsules que mantienen la paz por medio del diálogo, curias que votan en igualdad de condiciones… la filmografía, las series de televisión e incluso las novelas históricas nos han dado una imagen de la República romana pareja al principio democrático; pero, aunque nos cueste creerlo, el gobierno establecido en Roma desde el 509 a.C. al 27 a.C. (fecha en que da comienzo el llamado Imperio Romano) se conformó por la primacía del poder aristocrático, que entendía que su propio provecho constituía el beneficio de todos.

Nos encontramos frente a unas comitia (asambleas) en los que cada gens (familia nobiliaria) votaba en favor o en contra de propuestas presentadas por los cónsules (magistrados, precedidos por sus raíces acomodadas, con poderes administrativos, legislativos, judiciales y militares) o por el Senado (un consejo de sabios compuesto por el patronus de cada gens hasta llegar a los trescientos miembros), y por un pueblo que no solo no se encuentra representado, si no que desde la caída de los tarquinos hasta la muerte de Julio César (en el 42 a.C) comienza una lucha sin cuartel para alcanzar la autonomía que los patricios le negaban, temerosos de otorgar poder a otros sectores que pudieran provocar la ruina de su venerado sistema.

Será el hastío por esta situación discriminatoria la que conduzca a la creación de los llamados Tribunos de la plebe (también conocidos como Magistrados del pueblo) en el año 444 a.C., surgidos como contrapunto a los cónsules para defender los intereses del vulgo bajo la forma de la plebiscita (acuerdos que repercutían por igual sobre todos los ciudadanos romanos, fuera cual fuese su linaje). Y aunque podríamos considerar que la inclusión de este pequeño voto y legislación humilde fue una gran victoria democrática, lo cierto es que tan solo resultó una diminuta e irreverente estrategia ciudadana para mantener calmada a la turba, ya que en la realidad cualquier intento de promulgar una ley en favor del pueblo llano se saldaba con el asesinato de sus representantes (aún a pesar de estar estos protegidos por la sacrosanctitas, un juramento que aseguraba su integridad física); buen ejemplo de ello fue el homicidio de los hermanos Graco (Tiberio Graco liquidado a golpes, y Gayo Sempronio cuya muerte se achacó a un suicidio por conveniencias de la oposición) y que pretendieron decretar una serie de estatutos en los años 133 a.C., 123 a.C. y 122 a. C que menoscababan el poder de la clase aristocrática, destacando la concesión de la ciudadanía romana a latinos e itálicos y la distribución igualitaria de tierras fértiles a todos los habitantes (las llamadas ager publicus y lex agraria).

Pero permíteme que arroje luz sobre una pregunta que quizá todavía no te has hecho, querido lector, y que resulta de vital importancia y causticidad: ¿Quién componía la plebe? La imagen que seguramente te imaginas del vulgo medieval, analfabeto y trabajador, no es para nada comparable con este estrato social romano que era tan segregacionista como la propia clase demandada; constituida únicamente por los llamados viro (los ciudadanos libres) quedaban fuera de este conjunto las mujeres, los esclavos (considerados como un instrumento económico que podía ser comprado y vendido) y los extranjeros, de manera que ni tan siquiera después de la formación de la nobilitas en el siglo III a.C. (sinergia entre los plebeyos más ricos y las gens ya mencionadas) ni con las reformas de Livio Druso o los Escipiones lograron ostentar el derecho a representación ni voto.

Por tanto, volvamos a plantearnos la misma pregunta ahora que sabemos este pequeño dato: ¿Quién componía realmente la plebe que se encontraba desfavorecida por el sistema antidemocrático de la república romana? Ni más ni menos que las masas populares, incapaces de enriquecerse por el negocio de las armas o el comercio, y que debieron adoptar este término (casi como una marca peyorativa), mientras sus coetáneos conseguían desligarse del obligado mutismo de la clase social más ignorada.

Estamos, pues, frente a una democracia de la aristocracia que incluye a las particiones más opulentas del segmento dominado y que, aunque había conseguido librarse de la hegemonía monárquica y autocrática, sustituyó este sistema por una ostentación del poder al modo de una oligarquía consular que trató de justificarse no bajo la perspectiva del linaje, si no bajo la sonrisa de la diosa Fortuna que observaba desde el bolsillo del rico.

Tamara Iglesias

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