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¿Quién fue (o quién es, si es que sigue siéndolo) Jordan Peterson?

Este artículo es, en realidad, el desarrollo de un puñado de notas que había tomado para un malogrado programa del podcast de LaSoga en el que íbamos a poner a parir a este personaje y que teníamos intención de titular Roast a Jordan Peterson. ¿Por qué no llegó a ver la luz dicha pieza? Por varios motivos, entre los cuales no destaca, pero tampoco se queda atrás, que este hombre ya no le importa a (casi) nadie. Y eso es algo endemoniadamente interesante.

Hace casi una década Jordan Peterson (Alberta, Canadá, 1962), hasta entonces un profesor cualquiera de la Facultad de Psicología de la Universidad de Toronto, saltó a la fama por su oposición a la Ley C-16, que buscaba proteger los derechos de personas trans en el uso de pronombres inclusivos y penar la discriminación por razones de identidad sexual. Muy pronto y tras impulsarse en el trampolín mediático made in USA, Peterson se convirtió en algo así como un icono pop de la política internacional: para unos, fue el gran defensor de la libertad de expresión, azote de la dictadura woke y lo políticamente correcto; para otros, fue el nuevo rostro del viejo conservadurismo, un pelele de la alt-right parapetado tras una posición de prestigio en la Academia. Lo cierto es que el mundo que habitamos permite ser las dos cosas a la vez.

En 2018 y cabalgando a horcajadas la ola de la fama en el siglo XXI, Peterson publicó 12 reglas para vivir. Un antídoto al caos, tremendo best seller que, según la red de redes, «ha marcado muchas vidas»; sobre todo la del autor, que en menos de dos años se quedó sin dedos de la mano derecha para contar los millones de ejemplares que vendió. Aprovechando el tirón, Peterson se embarcó en una gira mundial de charlas TED en las que combinaba anécdotas de psicológica clínica, interpretaciones de textos religiosos y referencias a Nietzsche. Era el hombre del momento, pero, como Ícaro (o quizá como una polilla), acabó por achicharrarse: justo antes de la pandemia, las acusaciones por su supuesta connivencia con la extrema derecha se mezclaron con varios problemas personales; al mismo tiempo, fue perdiendo su crédito intelectual, en un proceso que culminó en el famoso debate con Slavoj Žižek de abril de 2019.

Hoy, Peterson está retirado del mainstream y parece haber sido olvidado por el gran público; sin embargo, sigue presente en la red y mantiene una actividad, digamos, más de nicho. Es una trayectoria habitual en muchas figuras mediáticas del nuevo milenio, pero en el caso de las que han ido tejiendo el gran sayo de la internacional del odio, entre su auge y caída han ido logrando dos cosas importantes: llenar sus cuentas corrientes y hacer que el mundo se parezca un poquito más que antes a lo que ellos quieren. Una de ellas se les está escapando a sus homólogos progresistas.

¿Quién fue Jordan Peterson antes de ser Jordan Peterson?

Los primeros años de vida del joven Jordan parecen bastante tranquilos si atendemos a su perfil de Wikipedia y las referencias que este incluye en el índice. En ellas se aclara que Peterson nació en junio del 62 en Fairview (un pequeño pueblo de Alberta, al noroeste del país), y que el ambiente cultural de su hogar y la bibliotecaria local le abrieron poco a poco las puertas a las obras de Orwell, Huxley, Solzhenitsyn y Ayn Rand (imagínense por un momento a la bibliotecaria…). Yo creo que para entonces el pastel nihilista estaba ya en el horno y casi cualquier cosa que Peterson le pusiera encima iba a hacer las veces de guinda, pero lo cierto es que le volvió a tocar al bueno de Friedrich, acompañado en esta ocasión de Jung y Dostoyevski. Para cuando acabó de leerlos, nuestro protagonista ya soltaba lindezas como que «la religión es para los ignorantes, débiles y supersticiosos» (la frase es toda ella un maximalismo pero, como a los sándwiches, la define sobre todo el adjetivo del medio).

Siguiendo uno de los esquemas evolutivos más queridos por el fascio, Peterson se hizo un poquito de izquierdas durante su juventud, pero solo para coger impulso: militó un tiempo en el Nuevo Partido Democrático, pero lo abandonó porque sus compañeros le parecieron «intelectuales creídos, socialistas de clase media, bien vestidos» a los que «no les agradan los pobres, sino que tan solo odian a los ricos». En fin, en algo tenía que acertar el muchacho. Defraudado, a los 18 años «dejó el activismo» (porque el mejor momento para dejar ciertas cosas es antes de empezar) y decidió estudiar Ciencias Políticas y Literatura inglesa, primero en el Colegio Regional Grande Prairie y luego en la Universidad de Alberta. Obtuvo su primer título y, poco después, emprendió un viaje por Europa para estudiar a sus autores favoritos, así como «los totalitarismos del siglo XX» y «los orígenes psicológicos de la Guerra Fría» (¿?).

Si han viajado aunque sea un poco por Europa, sabrán que las familias norteamericanas más acomodadas envían a sus jóvenes muchachos al otro lado del charco para que se empapen de la cultura del viejo continente. Se puede ver a estos jóvenes lozanos y de perfecta dentadura, por ejemplo, sonriendo a todo el mundo en la cola del Prado o del Louvre, con su mochila de montaña, una esterilla y esa actitud de ser los dueños del lugar (porque efectivamente lo son). De aquella vivencia (o de alguna parecida), Peterson dijo que extrajo una mirada escéptica hacia las ideologías colectivistas y su énfasis en la importancia de la libertad individual. Nada mejor que una experiencia transformadora en el extranjero para poner en valor lo que tienes en casa. De regreso a Norteamérica Peterson tenía varias opciones, pero al final fue la Psicología la que, para agrandar su leyenda, se llevó el gato al agua. Tras un tiempo más en Canadá, se doctoró y comenzó a investigar.

En principio, todo sonreía al joven psicólogo, que a mediados de los 90 tenía poco más de treinta años, había realizado una estancia en Harvard y centraba su interés en áreas tan fecundas como su propia mente, que se extendió desde la psicofarmacología a la psicología de la religión, pasando por la psicología de la personalidad y la psicología política. Aquí su biografía entra en una meseta de más de una década en la que no se detecta nada raro que hiciera presagiar un giro radical en su trayectoria; su actividad en redes sociales, eso sí, fue aumentando desde año 2000 en paralelo a su popularidad como profesor. Al parecer, algunos de sus alumnos lloraban el último día del curso al sentir que ya no podrían asistir regularmente a sus clases y describieron su adhesión a las doctrinas de Peterson como la pertenencia a un culto. En cualquier caso, todo esto nos habla, más bien, de un puñado de estudiantes algo desnortados y de un profesor universitario con un poco de carisma y un ego como un campus de grande. O sea, nada demasiado raro.

¿Quién fue Jordan Peterson cuando se convirtió en Jordan Peterson?

Peterson hizo click en 2016. El que hasta entonces era un profesor popular en el campus, pero desconocido fuera de las aulas, comenzó a subir videos a YouTube explicando su postura frente a la dichosa Ley C-16. Según él, nunca imaginó que se volverían virales (lo cual no quiere decir que no lo desease). La realidad es que no tenemos un relato autobiográfico y cronológico de los hechos (aunque yo apostaría a que algún día lo tendremos), pero en diversas entrevistas Peterson siempre ha sostenido que su motivación era proteger la libertad de expresión de un ataque frontal del Gobierno. Según su relato, sería eso, y no otra cosa, lo que explicaría su posicionamiento contra la inclusión de la identidad y las expresiones de género en la relación de categorías protegidas por la Ley de Derechos Humanos y el Código Penal canadienses.

En todo caso, a nadie se le escapa que cuando estos debates aterrizan en un Parlamento que debe legislar, la dicotomía solo puede resolverse estableciendo una jerarquía (por cierto, fuera del Parlamento pasa exactamente lo mismo). Por eso su defensa de lo uno se convirtió, también, en un ataque a lo otro; y por eso muy pronto las redes sociales amplificaron su mensaje. No solo nacería (porque eso no era posible) un paladín de la libertad de expresión contra el control estatal del lenguaje, sino un caballero armado contra lo woke y lo políticamente correcto. Y aunque no podemos saber con seguridad cuáles eran las intenciones originales de Peterson, sí podemos decir sin temor a equivocarnos que el profesor dejó que todo aquello efectivamente sucediera de la forma en que sucedió; y también que lo hizo, a pesar de la proverbial costumbre del Estado por prescribir el sentido lingüístico del mundo, cuando al gobierno canadiense se le ocurrió sancionar precisamente esta ley.

¿Le tomó el fenómeno por sorpresa? Puede ser, pero lo cierto es que cuando alguien sube un vídeo a las redes sociales, espera que la gente lo vea. Peterson, lejos de dejar de grabar sus conferencias en la Universidad de Toronto, comenzó a producir más contenidos y a buscar una audiencia global. Es posible que para entonces ya hubiera recibido la llamada de algún mecenas interesado; o quizá fue simplemente la magia del algoritmo, que ya sabemos de qué pie cojea. Sea como fuere, lo cierto es que una enorme audiencia, sobre todo jóvenes, sobre todo varones, se identificaron no solo con el fondo de su mensaje sino con su forma directa y desacomplejada. Entonces el producto empezó a mutar y a la primera receta, más académica, Peterson fue añadiendo toques de psicología clínica, mitología y crítica cultural. Salpimentado el neoliberalismo, Twitter (¡el antiguo Twitter!) y su comunicación directa con la audiencia lo catapultaron definitivamente al estrellato.

Fue en aquel momento, y no antes (y esto es importante) cuando Peterson escribió sus famosas 12 reglas para vivir (2018), un compendio de lemas con más o menos gancho y más o menos fáciles de estirar para llenar 500 páginas en su edición-adoquín de bolsillo. Por si el mero hecho de resumir una filosofía de vida completa y pretendidamente universal no fuera suficientemente preocupante, una de aquellas reglas era «di la verdad o, al menos, no mientas» (a cambio, otra aconsejaba acariciar a un gato si lo encontrabas por la calle). En estas dos recomendaciones y en otras diez, Peterson (re)actualizaba el retrato del hombre que asume con todas las consecuencias la responsabilidad de vivir, haciendo frente a lo que, de otro modo, resultaría una existencia poco significativa y caótica. El verdadero eterno retorno es de los señores que cada generación se flipan leyendo a Nietzsche. Esta vez, sin embargo, descubrimos que hay algo incluso peor que entender mal eso del superhombre: entender bien a Ayn Rand y mezclar la voluntad de poder con el anarcocapitalismo en un libro de autoayuda para incels.

En fin, este artículo no está dedicado a ese libro, sino a su autor; pero la parada técnica era necesaria porque, a este lado del charco, Peterson nunca fue tan solo un agrio polemista de las redes, sino un profesor universitario que había conectado con el gran público. Sin el contexto previo del momentum Peterson entre 2016 y 2018, y sin conocer la masa crítica económica y social que orbitó en torno a su figura, este se nos apareció como un viejo pope de la Academia que consiguió el beneplácito del mercado. Una vieja historia, un viejo esquema, que conocemos y que gusta a toda la familia. Vamos, que Peterson no salió en El Hormiguero de milagro; pero si le hubieran traído podría haberle explicado a Trancas y Barrancas eso de que hasta las langostas tienen jerarquías y que, amigos, eso es lo que hay, es natural, así que mejor ir aceptándolo. Y ¿saben qué? Las hormigas lo hubieran entendido porque el director del programa, que puede despedir y contratar a quien le dé la gana (incluso a las hormigas), habría estado de acuerdo con Peterson. Lo que ya no le cupo al insigne psicólogo en el tocho que vendía a 10,95 el kilo, es la estrecha (y también muy natural) relación entre ambas cuestiones: la del posible despido y el sagaz entendimiento de las hormigas de lo que toque entender, sea ello entendible o no.

En plena gira mundial para promocionar su libro, Peterson fue añadiendo a su repertorio propio versiones de los viejos clásicos de la derecha conservadora. Singularmente, fue puliendo y haciendo arreglos al famoso hit del marxismo cultural (que en inglés suena todavía más aberrante: postmodern neo-Marxism). Según esta conocida tesis, el posmodernismo francés parido por el 68 se habría fusionado con el marxismo para introducirse en la Academia y, desde la atalaya de la intelectualidad, erosionar las instituciones occidentales tradicionales. Y aquí, ya me perdonarán, hay que detenerse otro instante, porque si analizamos la hipótesis proposición a proposición, podemos hacernos sobre la marcha una pequeña guía con 3 reglas para no hacer ni puñetero caso a Jordan Peterson, gratis en su versión online para LaSoga:

  • El posmodernismo se fusionó con el marxismo: jaja, no.
  • Para introducirse en la Academia: por supuesto, no hay más que ver lo que emana de las facultades de Economía, que son las que dan y las que quitan.
  • Y erosionar las instituciones occidentales tradicionales: efectivamente, entre los grandes agentes erosivos que moldean el mundo se encuentran los terremotos, las corrientes de hielo de los glaciares y, casi a la par, los artículos académicos de alto impacto. Por eso Peterson se vino arriba en Twitter y, tras medio siglo de dictadura woke, Donald Trump ganó las elecciones. ¡Pendulazo!

Lo único bueno de todo el hype mediático en torno a su figura es que su esnobismo intelectual acabó llamando la atención de sus homólogos. Para muchos, era evidente que Peterson estaba fuera de su elemento y, aunque tratase de disimular, el castillo de arena estaba listo para ser pisoteado. Todo un caramelo para Slavoj Žižek que pasaba por allí comentando eso de que los debates públicos y mediáticos son oportunidades idóneas para desmontar el sentido común neoliberal and so on, and so on. Y es cierto que en buena medida fue suyo el mérito de cobrarse la pieza de caza mayor; pero hacía tiempo que el valor de cambio de la caída en desgracia de Peterson había suplantado al valor de uso de la confrontación de su argumentario. Hubo algo de goce fetichista en el famoso debate celebrado en Toronto en abril de 2019, como también lo hubo en la difusión de los problemas personales del psicólogo canadiense, cada vez más acosado por la impostura y sus propias adicciones.

¿Qué fue de Jordan Peterson cuando dejó de ser Jordan Peterson?

No merece mucho la pena recordar aquel encuentro: Peterson se fue pronto contra las cuerdas para evitar el contacto con el adversario y tratar de conectar algún directo que redujera todo el edificio marxista a la condición de caricatura. Para ello, se limitó a citar fragmentos del Manifiesto y obvió el resto del corpus marxista y su desarrollo posterior. Žižek, por su parte, mezcló referencias a Hegel y chistes sobre Stalin, desplegando ese tipo específico de erudición que tiene flow y al mismo tiempo da un poco de grima. Más que suficiente, en cualquier caso, para poner en evidencia las limitaciones de su rival, al que hubieran convenido más algunos argumentos de Sun Tzu que los propios, pero… más allá del descrédito de Jordan Peterson, ¿para qué sirvió todo aquello?

Al día siguiente, la discusión era la de siempre: unos celebraban que por fin alguien hubiera desnudado las incoherencias de Peterson; otros lamentaban que, al confrontarle de aquel modo, Žižek había alimentado al monstruo que pretendía combatir. Un lustro después del evento parece claro que es posible aplicar aquí la metáfora de la hidra de las siete cabezas (que yo suelo reservar para el PP de Madrid): el debate supuso un antes y un después en la carrera del psicólogo canadiense, pero tras él llegó una miríada de minipetersons listos para dar la batalla cultural en clave nacional. Hoy parece evidente que, de todo el monstruo, estos personajillos no son más que una peligrosa cabeza. El propio Žižek supo condensarlo bien tras el debate, porque en los análisis a posteriori la izquierda siempre ha sido muy competente: «es un síntoma de la desesperación de la clase media blanca que busca un padre autoritario. […] La verdadera batalla no es contra Peterson, sino contra el capitalismo que lo crea».

En paralelo a las críticas intelectuales llegaron una serie de ataques personales que contribuyeron a empañar el prestigio de la figura pública. Por una parte, a Peterson empezó a hacerle mella su propio victimismo, tras varios años presentándose ante el gran público como un profesor censurado por la corrección política, pero capaz de vender millones de ejemplares de sus libros y dar charlas por todo el mundo. Por otro lado, tras el debate (quién sabe si por culpa del mismo) se vio obligado a internarse en varias clínicas de desintoxicación y a reconocer públicamente su adicción a los fármacos ansiolíticos. Muchos compraron entonces su marco teórico del espíritu débil y el caos vital a este asociado, permitiéndole ganar una última batalla después de haber muerto: la historia de éxito, confianza y fortaleza de Jordan Peterson saltó por los aires, pero su enfoque siguió vivo a través de sus enemigos…

Las fuentes señalan que fue entonces cuando algunos de sus compañeros de la universidad empezaron a mostrar públicamente su desacuerdo con él; con su actitud y sus teorías sobre la base biológica de las jerarquías o la supuesta conspiración posmoderna de la izquierda. Sin embargo, eso no es del todo cierto: este fue el momento en el que dichas críticas se abrieron paso a través del entramado mediático hasta llegar a lo que denominamos el mainstream. En realidad, todas esas críticas y denuncias habían acompañado la trayectoria pública de Peterson, que ahora parecía llegar a su final, desde el principio.

Retirado de la universidad de Toronto por motivos de salud y porque su situación en la institución era ya insostenible, el declive de su figura se notó también en su estrategia mediática. En un esquema que nos resulta ya perturbadoramente conocido, comenzó a centrar su actividad en plataformas de suscripción y podcasts de la alt-right como el de Ben Shapiro o Candace Owens. Parecía que se había acabado el Jordan Peterson hiperactivo y dispuesto a confrontar sus ideas con los usuarios más random de la red; pero en los últimos meses ha recuperado su cuenta de Twitter (reactivada por Elon Musk), ha seguido dando la matraca en sus artículos para The Telegraph y se ha convertido en profesor invitado de la Universidad de Austin, que es, directamente, «un proyecto educativo anti-woke, donde no puedes ser cancelado». En cualquier caso, el enfoque pecuniario de sus últimos movimientos quedó claro desde el fin de la pandemia con la publicación de Más allá del orden. 12 nuevas reglas para vivir (y ya van 24, se complica la cosa) y la fundación de la Peterson Academy para jóvenes magos fascistas. ¿Cansancio, desgaste, cálculo estratégico? En realidad, no importa demasiado. El momento Peterson ha pasado, pero tras la estela del profeta digital que regresa al templo para ser agasajado por los conversos, queda un rastro del que tanto Pablo Iglesias como todos los demás podemos extraer algunas conclusiones.

¿Qué será de todos nosotros?

Está claro que el fenómeno Jordan Peterson es un síntoma de nuestro tiempo and so on and so on. Lo cierto es que, en este mundo inflacionario, su puesta al día de la berrea individualista captó la atención de muchas personas que anhelaban algún tipo de referencia. Sucede que ese muchas personas va desde quienes se suelen leer los libros más vendidos del año hasta los que quieren seguir pellizcando culos en la discoteca, pasando por otros que tienen dudas más o menos razonables sobre la tensión entre la libertad de expresión y la protección de las minorías. Con doping mediático, editorial y todo lo que queramos, Peterson y los suyos han ido erosionando su orilla menos derecha y ahora el agua nos llega por la cintura. Pronto hará una década del comienzo del primer mandato de Donald Trump y todavía no sabemos muy bien qué hacer frente a este tipo de figuras y los mecanismos que emplean para alcanzar sus fines; precisamente por ello convendría recordar todo lo que ya ha fallado y señalar a quienes siguen insistiendo por puro beneficio personal.

Dicen las malas lenguas que en el seno de la nueva administración Trump hay una pugna interna por poseer el oído del presidente, por cautivar su voluntad; que hay una lucha cainita entre los viejos trumpistas de la primera ola, aquella que alimentó el propio Peterson y los de nuevo cuño, los Musk & company, que habrían visto en el César una forma de proteger o incluso extender sus intereses globales. Resulta curioso repensar el papel de figuras como las de nuestro protagonista en ambas fases del asalto, haciendo de puente entre los dos mundos para que se produzca la trashumancia: los Youtubers, opinólogos y periodistas de la agitprop de la derecha manejan las ideas de la victoria de 2016 y las conectan con los medios y los fines de la guerra relámpago de su segunda encarnación. Mientras tanto, Jordan Peterson ha trasladado su residencia a EEUU, acosado por la nueva ley canadiense contra los delitos de odio en la red; o porque ahí es donde se corta el bacalao; o porque su hija vive en Arizona y quizá quiera estar más cerca de ella. Puede que sea por una mezcla de todo ello. El caso es que mientras algunos buscan su propia certeza, el caos avanza en todas direcciones.

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