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Divulgación

Se cumplen cien años de «el congreso de la familia»

Es un lugar común bastante extendido en nuestros días atribuir las malas decisiones de nuestros representantes políticos a la idiocia o torpeza crónica de los mismos. Así, el sentir colectivo gusta de conceder que las políticas de resultado lesivo para la mayoría social (políticas que aparentemente no poseen explicación racional alguna) son debidas a la tara mental de quienes las tomaron. Esto no sólo hace más sencillo y cómodo entender el funcionamiento o los males del propio país sino que además lo vuelve hasta divertido, no siendo extraño que la ciudadanía se lance corriendo a burlarse de quienes ejemplifican los órganos de poder. En España esto es casi un deporte nacional consuetudinario. Como mínimo, la tradición se remonta más allá de un siglo, como da testimonio indeleble el popular Vuelva usted mañana de Larra. Incluso, esta práctica estaba si cabe más extendida entonces aún que ahora.

Vuelva usted mañana de LarraHay repasos históricos que parecen evocar una especie de presente perpetuo, provocando un fuerte recelo en el lector o el oyente, que desconfía de estar ante un relato atemporal y, por tanto, ahistórico. No es este el caso, como veremos a continuación. Las insistencias históricas existen realmente pero no han de buscarse sus explicaciones (como tantas veces se insinúa ligeramente) en la circularidad de la historia, en un devenir azaroso o creer que son el producto de la genética de una colectividad (o, si se prefiere, de su idiosincrasia). Son normalmente el resultante de la costumbre y, por tanto, su explicación ha de buscarse en cosas como los arraigos culturales (que a veces son resultado de decisiones políticas arbitrarias).

Hace cien años Europa se hallaba en el ecuador de un conflicto de dimensiones antes no sólo nunca vistas sino siquiera imaginadas y España decidió, desde bien temprano, mantenerse al margen. Por supuesto, ello no significó mantenerse aislado de la conflagración y, aunque con cierto retraso, sus efectos no comenzaron a vislumbrarse hasta bien entrado 1915. Fuerte encarecimiento de precios, motines por la inaccesibilidad de los alimentos, subidas también en la energía o la vivienda, aumento exponencial de las huelgas y los conflictos del trabajo consecuencia de esta inflación, y, claro, malestar (mucho malestar) político entre la ciudadanía acabarán desestabilizando de un modo decisivo el régimen español de la Restauración. Pero nos estamos adelantando demasiado. Vayamos a los primeros días de agosto de 1914.

Primera Guerra Mundial

La guerra y el nuevo escenario

Días después de haber comenzado la guerra en Europa, el gobierno de España, temiendo que se disparase la demanda de productos alimenticios a los países beligerantes, se reunió en Madrid de urgencia y decidió decretar un veto a la exportación de trigo (materia prima base para la elaboración del que entonces componía el alimento esencial de las clases populares: el pan). A pesar de ser en aquel entonces un país eminentemente agrario y de ser el cereal el producto más lucrativo por tener una colocación inmediata y segura en el mercado, España no producía trigo en cantidad suficiente para satisfacer su propio consumo nacional. Es así que una medida como aquella puede acertadamente ser calificada de racional, prudente y hasta de profiláctica, dados los potenciales conflictos que la escasez de un alimento tan básico podría llegar a provocar.

Segadores a mediados del siglo XXAquella sana medida propia del buen gobierno fue sin embargo revocada a principios de octubre, apenas dos meses después de haber sido aprobada, lo que obligó ante el nuevo contexto a su reglamentación. A tal efecto fue redactado el RD de 18 de febrero de 1915. Esta ley daba cobertura legal a la supresión de los aranceles para el trigo y otras sustancias alimenticias y, como es fácil imaginar, provocó que indirectamente, al dejar de ser gravada su importación, se abriera la exportación de las mismas. En un país en que, para más inri, el precio del trigo era más elevado que en el de los del entorno y su producción era de por sí limitada, ¿cómo abastecer entonces el mercado interior si el producto pasaba a ser exportado? Obviamente mediante la importación del mismo producto. En realidad, todo había sido previsto: la misma ley contemplaba que, en caso de ser necesario, se cargara sobre el Tesoro la compra del trigo que se precisara para satisfacer el consumo interno, vendiéndolo luego a precios «reguladores» con el fin de que no resultara inalcanzable para los exiguos bolsillos de las clases menesterosas. Es decir, subvencionar el consumo, o lo que es más preciso, completamente al contrario, el beneficio que generaba la exportación.

La escasez, los gastos extraordinarios del Estado para sufragar los beneficios particulares y una sagaz política del Banco de España, que se lanzó a comprar oro para reforzar la divisa nacional ante el ventajoso precio que el mismo estaba alcanzando en los mercados mundiales (a pesar de que el propio patrón oro no tardaría en ser abandonado), facilitaron que se produjera un fortísimo incremento de la inflación. A extraordinarios beneficios privados, gastos públicos igualmente exagerados. El presupuesto estatal pasaría así a aumentar en más de un cien por cien entre 1914 y 1918 y el déficit del país, que un año antes de la guerra era de setenta y un millones de pesetas, a elevarse hasta los mil trescientos treinta y dos un año después de su finalización.

43 Gobierno de Alfonso XIII, 22 marzo 1918 preside Antonio Maura

Las elecciones de 1916

Este fue el complejo contexto que se celebraron las elecciones del 9 de abril de 1916, que representan una ejemplificación espléndida de liberalismo político aplicado. Aún debemos meternos un poco más en situación. Antonio Maura era uno de los políticos más destacados de la Restauración y para muchos historiadores fue un reformista de aquel sistema que en los años de la Gran Guerra se mostraría notablemente oxidado. Javier Tusell, historiador muy reputado que sería elegido concejal en el Ayuntamiento de Madrid por la UCD en 1979, consideraba el maurismo el antecedente político de la derecha española contemporánea. Opuesto por principios a las relaciones caciquiles tan propias del sistema de la Restauración, durante la presidencia de Maura había sido aprobada una reforma electoral de enorme trascendencia, por la que fue incorporado el famoso artículo 29 (llamado popularmente del encasillado), según el cual, todas aquellas jurisdicciones en las que hubiera un solo candidato serían automáticamente resueltas en favor de su único aspirante. En paralelo con esta disposición, fue aprobado otro artículo, el 24.2 (en rigor, muy complementario con el anterior), que establecía que para poder aspirar a diputado debía satisfacerse al menos uno de tres requisitos, a saber: haber sido diputado antes por ese mismo distrito; ser propuesto por dos exdiputados o diputados de esa provincia; o bien ser propuesto por la vigésima parte del censo del distrito.

Revista EspañaAquel 9 de abril serían seleccionados por este procedimiento una cifra récord de diputados: nada menos que ciento cuarenta y nueve (lo que suponía poco más de un tercio de la Cámara baja). Esto parece suficiente para ejemplificar la degeneración a la que había llegado el régimen restauracionista (curiosamente mediante un mecanismo diseñado para intentar regenerarlo), pero la denominación popular de Congreso de la familia la recibiría por otro elemento, más nepotista y oligárquico si cabe.

La revista España, muy vinculada al PSOE, reprodujo en su número inmediatamente anterior a aquellas elecciones un gran listado de dinastías políticas en el que se localizaban los notables de los dos principales partidos y los familiares que les acompañaban en el hemiciclo. Por supuesto, abundaban los hijos de, pero también los sobrinos y yernos por toda la Cámara.

Mediante aquellas elecciones fueron renovados (la palabra elegidos sería tan fuerte como inexacta) un gran número de diputados representantes en última instancia de los consejos de administración de múltiples empresas como la Compañía de los Caminos de Hierro del Norte, Ferrocarriles Andaluces y otras varias de este sector, entidades bancarias (incluido el Banco de España), Arrendataria de Tabacos, así como Altos Hornos de Vizcaya, Sociedad Azucarera… y el etcétera es largo, aunque quedaría muy incompleto sin la relación de un buen número de periodistas provenientes de los principales medios escritos del país (El Imparcial, Heraldo de Madrid, ABC, El Liberal, El Diario Universal…).

Pero si por algo se recuerda a aquellas Cortes es por la férrea coherencia que demostrarían de acuerdo con su composición cuando, antes de entrar el verano, Santiago Alba (el mayor cacique de Valladolid y gran empresario cerealícola), presentó un proyecto sobre los beneficios extraordinarios que la guerra mundial venía reportando a las empresas españolas. El proyecto contemplaba más medidas que las meramente impositivas e incluía un gran plan de implementación de infraestructuras, exenciones y concesión de créditos a las empresas para estimular su modernización, etc., pero por lo que destacó fue por la idea de la reforma fiscal. Entre las objeciones que serían expuestas destacó una flagrante, que precisamente cargaba la reforma contra la industria y el transporte, que ciertamente habían acumulado enormes beneficios, pero excluía al sector primario de su pago, al que representaba el propio Alba. Es famosa la oposición de la Lliga Regionalista, pero ni mucho menos fue la única; los representantes de los navieros vascos, por poner otro ejemplo, votarían siempre en contra del proyecto.

Foto de la semana tragicaEl problema, no obstante, no era aquella mencionada flagrante incompatibilidad de que un empresario del cereal excluyera a la agricultura del pago de tan importante impuesto, en absoluto. El problema residía en que era un impuesto a las clases altas. Gravámenes de esta naturaleza se aprobarían por toda Europa en aquellos años menos en nuestro país, donde ninguno de los proyectos impositivos que se tentaron saldrían adelante. Y no serían pocos los intentos: ni el de la Contribución de Utilidades, ni los impuestos sobre las plusvalías de 1915 y 1916, el de Contribución sobre el Patrimonio, los de renta a las personas físicas, el de aumentos de la fortuna, los de los ministros Bugallal y González Besada sobre el volumen de ventas… Pero mientras esto ocurría se seguían pagando impuestos como el de Consumos, de tipo indirecto que afectaba negativamente, como es fácil de entender, a las clases populares.

Con todo, a pesar de que el caso de España es particularmente sangrante, el impuesto indirecto (el que más efecto tiene sobre el grueso de la población) era la característica principal de la fiscalidad liberal. No es por tanto extraño que el universo político del liberalismo, el cual basaba su sostenimiento en la exclusión del pueblo de la actividad política, se viniera abajo tras la Gran Guerra, momento en que se disparó la entrada de las masas en la vida pública.

Juan Tarrés
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