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Arte y Letras

West & Stapleton, detectives

Probablemente los estudios literarios del futuro señalarán como corriente dominante de inicios del siglo XXI la autoficción, aunque si este concepto es confuso hoy en día, a saber lo que interpretarán los analistas por venir. Porque lo cierto es que, pese a su etiqueta, si algo caracteriza a este estilo es su intento de mantenerse fieles a la realidad, aunque adoptando los mecanismos narrativos de la novela. Pero es que los críticos siempre se las apañan para complicar las cosas. Y para homogeneizar lo que es diverso: en su intento de simplificar, lo único que consiguen es liarse y que ya nadie entienda nada: así tienen su trabajo asegurado como intérpretes necesarios. También es cierto que muchos autores aprovechan las modas para intentar colarse de manera oportunista en las listas de más vendidos. Y así de pronto las librerías se llenan con naderías en los que los escritores se convierten en héroes de sus propias vidas y a nosotros, hipócritas lectores, supuestamente nos tendría que interesar. Aquí vendría bien una pulla contra ​Mi lucha​, esa «glorificación de la banalidad y el egocentrismo» (según mis propias palabras), pero como solo pude leer cincuenta páginas, me ahorraré los comentarios. Vaya, ya he caído en la trampa de ponerme en primer plano: es un virus peligrosísimo.

Esta superflua, innecesaria y ya conocida reflexión, viene más o menos a cuento para empezar a hablar de ​The Adventures of Maud West, Lady Detective​, extraordinario libro de Susannah Stapleton que asume algunos de los principios de la autoficción aplicados a la indagación biográfica, pero en esta ocasión de manera totalmente justificada. Porque si el tema del libro es la vida de esa tal Maud West, detective pionera de inicios del siglo XX, ¿qué mejor manera de narrarlo que como si de una investigación detectivesca se tratara? En este caso, sí que tiene todo el sentido (la famosa conjunción entre fondo y forma) que la autora sea un personaje más de la trama y que las propias vivencias de Stapleton se entrelacen con los avatares biográficos de su retratada.

Gran aficionada a la literatura de crímenes de la edad dorada (las mejores novelas de entretenimiento de las que se tiene noticia, con autoras tan destacadas como la famosa Agatha Christie, la genial Dorothy L. Sayers o la inconmensurable Josephine Tey), Stapleton se topó con esta misteriosa detective (bueno, en realidad fue a su busca) y encontró un personaje con el que iba a obsesionarse durante los siguientes años de su vida. Una obsesión patológica, se podría decir, porque la inquisición de la autora alcanzó un grado que rozó lo enfermizo: da la sensación de que ningún periódico de la época, de Australia a la India, de pequeños boletines de pueblo a las revistas más populares, se ha resistido a sus pesquisas. Porque solo así pudo ir atrapando pequeños retazos de una vida esquiva, sepultada por el paso del tiempo, que sin embargo hoy se revela como fascinante.

Y eso que, más allá de las dificultades para encontrar información, West no se lo puso nada fácil a su historiadora del futuro. Porque además de poco fiable en sus testimonios (y esto es quedarse cortos, más bien era una fabuladora compulsiva), aunque ella misma se dedicaba a indagar en las intimidades de los demás, respecto a su propia vida se mostró absolutamente celosa de su intimidad: ni un dato cierto, ni una pista sólida, apenas detalles sueltos de los que tirar del hilo (y en esto coincide con el ocultismo practicado por Sayers, con quien la une más de un punto en común). Esta amalgama de invenciones, desmarques y contradicciones le ha supuesto a Stapleton un trabajo de campo extenuante que la obligó a visitar archivos, bibliotecas y hemerotecas, físicas y virtuales, hasta un grado de exhaustividad que solo la tenacidad de los kentianos (es sabido que los naturales de Kent son los aragoneses de Inglaterra) y el sentido extremo de la profesionalidad pueden explicar.

De vidas ajenas

Cada capítulo de ​The Adventures of Maud West se inicia con un relato escrito por la propia detective para la revista ​Pearson’s Weekly​, entregas en las que narraba sus supuestas aventuras con un tono melodramático y que estaban repletas de golpes de efecto en las que no faltaban algunas sabrosas intuiciones de estilo. Lo cierto es que los sucesos descritos tenían demasiado en común con el argumento de ciertas películas de la época y que eran demasiado rocambolescos para ser reales (incluso a veces daba diferentes versiones de los mismos hechos), pero según va descubriendo Stapleton, en su trasfondo siempre hay algo de verdad, una pepita de oro que tras un minucioso proceso de cribado se puede rescatar. Así, es poco probable que Maud fuera una espía durante la Primera Guerra Mundial, pero sí que ejerció labores de propaganda. Tampoco desarboló una red de narcotráfico internacional, pero es cierto que viajó por diversas partes del mundo en el ejercicio de su profesión.

Aunque lo habitual es que su oficio no fuera tan emocionante. Sus inicios en la actividad detectivesca (cómo no nebulosos) se limitaron a la vigilancia de las ladronas de los grandes almacenes, una ocupación surgida por la oportunidad que ofrecían estos novedosos centros comerciales y que no entendía de clases sociales (aunque lo que en el caso de los proletarios era un delito, para los ricos era una enfermedad, la cleptomanía). Otro de los asuntos que mantenía a los detectives ocupados y que sigue siendo uno de los tópicos de la profesión era el de perseguir adúlteros. En una sociedad en la que el divorcio todavía era muy mal visto y conseguirlo toda una ordalía, el pillar a la pareja de amantes en el acto (de flagrante inmoralidad) era una vía rápida para seguir adelante con la vida.

Otro enredo especialmente turbio en el que los detectives se veían implicados a menudo era el chantaje. Del libro se saca la conclusión de que la Inglaterra de principios de siglo era un nido de cotillas dispuestos a sacar provecho de los secretos ajenos en beneficio propio. Nada más ruiz (sic) que aprovecharse de las debilidades ajenas para conseguir unas cuantas libras. El problema es que al implicar a una tercera persona, esta pasaba a tener la misma información, y como es sabido el conocimiento es poder (y qué casual que esta frase sea de un inglés). Así que lo primero que debía tener una detective era un prestigio intachable, que el cliente pudiera tener total confianza en ella. Y en eso West era una maestra, un genio de la autopropaganda que supo utilizar todos los mecanismos de la promoción para hacerse con un nombre en el competitivo y varonil mundo de la investigación. Porque, pese a los prejuicios, todo el mundo sabía que hay cosas que mejor dejarlas en manos de una mujer.

En este sentido, un caso muy particular era el de los aprovechados que se valían de la escasez de hombres que se produjo después de la escabechina sufrida en la guerra para engatusar a solteras que habían ahorrado un buen capital trabajando durante la contienda, a las que hacían románticas promesas de amor eterno y propuestas de negocios infalibles para quedarse con su dinero. Esta tipología iba desde estafadores de baja estofa que se arrimaban a asalariadas que apenas habían acumulado un colchón para los malos tiempos, a sofisticados gigolós que seducían a ricas herederas americanas de compras por la vieja Europa. Pero ahí estaban Maud y sus compañeras detectives para desenmascarar a estos tipejos y devolver las libras a sus legítimas poseedoras.

Más curioso todavía es el caso de los timos sobrenaturales. Durante estos años el tema del espiritismo era tomado muy en serio, incluso por mentes tan preclaras como las de Arthur Conan Doyle, cuyos devaneos con fantasmas y hadas son bien conocidos; o William James, el pragmático filósofo neoyorquino, que sin embargo se tragaba estas bolas sin demasiados reparos. Ante tanta tontería, la solución de West sí que era pragmática: su sencilla propuesta consistió en presentarse en una sesión de espiritismo y pegarle un tiro al fantasma. Si ya estaba muerto, no pasa nada, si es un estafador, pues que no jugara con esas cosas. Lamentablemente, al parecer ningún médium estuvo dispuesto a aceptar el envite.

Otros casos típicos de la época también tenían relación con los espíritus: la búsqueda de desaparecidos. Como si de una plaga inexplicable se tratara, por algún motivo desconocido la gente se evaporaba sin dejar rastro. Y esta era una de las tareas más entretenidas para una detective, un verdadero reto que exigía la mayor pericia y unas habilidades al alcance de solo los mejores. Y aquí es donde, por fin, enlazamos con la otra parte del libro de Stapleton, la labor de la propia autora como investigadora de ese fantasma que fue Maud West.

The lady vanishes

La tarea fue complicada desde el principio, partiendo de una simple mención en un archivo sobre la existencia de esta detective londinense, y planteó cuestiones en apariencia irresolubles desde el mismo nacimiento de la heroína (que, obvio, no se llamaba Maud West, pero es que además hay un lío de estos de que si su madre era su tía y que si su padre, que ella decía que era un respetable abogado, era en realidad un marinero que pasaba por allí, y bueno, todas estas historias folletinescas que no hacen más que enredar la madeja). Y a partir de aquí, todo es igual de confuso: cómo empezó en el negocio (pues resulta que era actriz, bueno, transformista, pero era una mujer, eso seguro, ¿no?), quién era su marido (si lo hubo), cuántos hijos tuvo (¿seis? ¡siete!), cuántas veces se mudo (¿seis en un año? ¡siete!)… [​Nota bene​: He manipulado un poco estos datos (​pecato​), y además reservo muchas más sorpresas para la lectura del libro, no voy a privar a la lectora del placer de ir descubriendo los secretos poco a poco y de encontrarse con sorpresas a cada vuelta de página].

Un personaje curioso, se dirá, pero ¿realmente es tan interesante como para dedicarle un libro entero? Lo cierto es que he detectado que cada vez que se escribe sobre un personaje real (y aquí utilizo la voz pasiva para no ponerme como ejemplo de nada, pero sí, hablo de mí), hay cierta tendencia a sobrevalorar el objeto de estudio. Si empiezas a investigar sobre una escritora, de pronto se te hace evidente que es una de las mejores de todos los tiempos, alguien original y único que merece loas hiperbólicas. Si te centras en un actor, te das cuenta de que está dotado por la gracia divina, que su arte es incomparable. Y es que ya que estás dedicándole tu tiempo y esfuerzo, no va a ser alguien mediocre. Y también que les coges cariño. Pero en el caso de la relación Stapleton-West también hay algo de tirria. Después de todo, la detective podía ser bastante antipática. No solo le ponía todas las dificultades imaginables a la escritora, sino que también algunas de sus opiniones (era muy conservadora) o de sus acciones (como vigilar a las sufragistas) fueron más que cuestionables.

Al final (y a este respecto sí que me atreveré a hacer un pequeño adelanto) se produce la reconciliación. Las dudas sobre la biografía y personalidad de West persisten, muchos de los misterios que rodean su vida permanecen (y permanecerán), y tampoco es que importe demasiado. Pero la conclusión de Stapleton es que Maud fue una gran mujer (que además fuera detective casi es lo de menos). Y con eso para ella es suficiente. Quizá para el lector no tanto, pero su satisfacción llega por otro lado: de lo que no hay duda es de que ​The adventures of Maud West ​es un gran libro.

Antonio Rodríguez Vela
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