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Los auténticos Indiana Jones: Mitchell-Hedges

Innegablemente, algunos de los personajes que hemos visitado hasta ahora en estos artículos tuvieron un lado oscuro: la obsesión de Percy Fawcett, los secretos de T. E. Lawrence, o los lazos con el servicio secreto de Sylvanus Morley y Chapman Andrews. Ahora, sin embargo, tenemos que hablar de un personaje que entra en una categoría diferente; un personaje rodeado de polémica y que, queramos o no, señala un lado más oscuro del personaje de Indiana Jones y del pasado de la arqueología en su conjunto: me refiero a Frederick Albert Mitchell-Hedges (1882-1959).

Es este un personaje que se vuelve esquivo y difícil de seguir en cuanto intentamos precisar su figura. Gran parte de la información de la que disponemos procede de fuentes poco fiables, muchas escritas por sí mismo o elaboradas con posterioridad por sus herederos. Algunos de sus defensores justifican todos esos engaños con motivos aún más novelescos, como que el investigador debía ocultar ciertas cosas por tratarse de secretos de Estado y haber sido, también él, un espía. Una forma muy cómoda de justificar cualquier imprecisión o contradicción en la biografía y, básicamente, inventarse una explicación alternativa que (por su misma naturaleza) no puede ser desmontada por ninguna prueba. No solo eso: la constatación de que ha mentido en algún aspecto de su testimonio, ¡se puede convertir en prueba de que oculta cosas aún más increíbles!

Nacido en Londres, Frederick Albert Hedges, adoptó la forma compuesta de su apellido uniendo al paterno Hedges el apellido Mitchell de su abuela materna. Su niñez y primera juventud resultan poco remarcables. Hijo de un exitoso hombre de negocios relacionado con los mercados de los metales preciosos y diamantes, creció sin problemas económicos. Dejó los estudios a los 16 años para dedicarse al negocio familiar y luego fundar su propia firma en Nueva York. Se casó en 1906 con Lillian Agnes Clarke, con quien mantendría una relación bastante distante a lo largo de todo su largo matrimonio. Hay información contradictoria sobre su descendencia: algunas fuentes parecen sugerir la existencia de al menos un hijo biológico (Frederick Joseph, 1914), pero su única heredera confirmada es su hija adoptiva Anna o Anne-Marie Mitchell-Hedges (1907-2007) que, como veremos, tendrá una importancia fundamental en algunos asuntos posteriores.

A partir de 1912, cuando su compañía de inversiones se declaró en bancarrota, comenzó una vida de viajes, principalmente por el Caribe y Centro y Norte América, que plasmó en varios libros populares, entre la novela y el testimonial. Entre los temas tratados en ellos están la caza y especialmente la pesca de altura, pero también ofrece visiones de antropología y algo de arqueología, aunque siempre con un mayor interés en lo sensacional que en lo metódico o académico. Los mismos títulos de sus obras dejan claro este enfoque dramático, siendo quizás el más característico el de su autobiografía, Danger My Ally (1954).

Entre sus historias hay una que me interesa especialmente por su paralelo en la biografía de nuestro personaje ficticio. Mitchell-Hedges cuenta que, en 1913, se encontraba en México, en medio de algún negocio no totalmente claro y que fue capturado por los hombres de Pancho Villa, que creyeron que se trataba de un espía. Llevado ante el general, este no sólo creyó sus explicaciones, si no que le permitió unirse a su banda, con la que cabalgaría durante los siguientes diez meses [1]. De la misma manera, Indy se encuentra en una situación muy similar tres años después, en 1916, cuando es capturado por las tropas de Villa tras una incursión del mismo en territorio estadounidense y termina, también, uniéndose temporalmente a sus tropas. El paralelismo casi exacto con lo narrado por Mitchell-Hedges (en este caso con una corrección cronológica que lo hace más plausible) parece señalar una inspiración textual y directa en este episodio.

En muchas de dichas expediciones participa Lady Lillian Mabs Richmond Brown (1885-1946), una particular aristócrata británica que, en sus propias palabras, se habría dedicado a la exploración y a la aventura después de que le fuera diagnosticada una muerte inminente a principios de los años 20. Oficialmente compañeros de viaje, todo parece indicar que ambos mantenían una relación romántica; relación que fue utilizada, incluso, como argumento en el juicio por divorcio de Lilian en 1931.

En los años 20 hace su trabajo más cercano al de arqueólogo (sin serlo), mientras colabora en varias ocasiones con el dr. Thomas Gann (1867-1938) en prospecciones y excavaciones en Centro América, especialmente en el territorio por entonces conocido como Honduras Británica y, desde su independencia en 1947, como Belice. Gann es una figura también exótica: médico de profesión, pero convertido en pionero de la arqueología maya, describiendo y explorando diversos yacimientos como  Lubaantún, Ichpaatún y Tzibanche. El legado de Gann, sin embargo, hoy día es ambivalente, pues pese a sus descubrimientos el uso de técnicas destructivas y poco metódicas de excavación han dejado también huella en dichos yacimientos (los que al menos un mayanista moderno ha llamado «agujeros de Gann»).

Su afición por la publicidad siempre fue parte de su estilo de vida, siendo algunas de sus viajes financiados por el Daily Mail o el imperio mediático de William Randolph Hearst, a cambio de artículos para la prensa popular. En los 30 presentaría un programa de radio semanal emitido desde Nueva York, en que contaba dramáticamente versiones fantásticas de sus aventuras. A menudo gustaba de salpicar estas con misterios paranormales, espectros, poderes psíquicos y leyendas, además de asociar sus descubrimientos, con continentes perdidos, especialmente la Atlántida y el mismo contexto teosófico que obsesionaba a Percy Fawcett.

Las obras de F.A. a menudo hablan de grandes descubrimientos y secretos desvelados (no para de encontrar tribus perdidas y ruinas desconocidas), pero sus aportaciones académicas son nulas, siendo poco más que un acompañante del algo más respetable Gann. Lo que parece cierto es que Mitchell-Hedges trabajaba para varias instituciones y coleccionistas, adquiriendo piezas en los lugares que visitaba o sirviendo de intermediario entre el mercado negro, o al menos gris, y el legal, como la colección Heye [2], el British Museum o las universidades de Oxford y Cambridge.

Aunque repetidamente envuelto en asuntos turbios y pillado en deslices, exageraciones y mentiras descaradas en sus obras, esa habilidad para conseguir material digno de exhibirse o de vender a coleccionistas privados le convertía en alguien apreciado en los mismos círculos que, oficialmente, despreciaban sus métodos. Mitchell-Hedges era innegablemente un «conseguidor de antigüedades raras», la misma difusa y moralmente discutible descripción que el agente del gobierno aplica a nuestro Indy al poco de empezar En busca del Arca Perdida.

Esta clase de figuras nos lleva a plantearnos el papel de Indiana Jones, como representación de la arqueología contemporánea de su época y del expolio colonial y postcolonial; aunque en La última cruzada nuestro protagonista profiere ese apasionado «it belongs in a museum», como justificación para sus pecados contra la ética profesional no parece suficiente. En realidad, no responde al problema fundamental: ¿a quién pertenecen o deberían pertenecer esos objetos que Indy consigue (aunque sea para un museo, posiblemente norteamericano)? En las conferencias iniciales de guion parece haber discrepancia entre George Lucas y Lawrence Kasdan (contratado para escribir el guion a partir de las ideas de Lucas y Spielberg) sobre este aspecto del personaje, que parecía provocar algunas dudas éticas al guionista (pero ninguna, curiosamente a sus jefes). En parte, en el producto final esto se justifica o se soslaya porque, al final, el protagonista raramente consigue lo que está buscando. El Arca queda en manos del gobierno, perdida en un almacén, la lingam de Shiva es devuelta al poblado, el Grial no puede cruzar el sello y la calavera de Akator abandona nuestro mundo sin dejar rastro, librándonos de cualquier posible secuela en torno a las reparaciones y devoluciones a sus países de origen.

F. A. Mitchel-Hedges es , en definitiva, un personaje en sí mismo bastante poco conocido y que podría haber sido olvidado con facilidad, como muchas otras figuras de una importancia similar. Sin embargo, su asociación con un objeto en particular ha mantenido viva su memoria, especialmente en ciertos círculos, estableciendo de este modo su principal conexión con el universo de Indiana Jones: hablamos de la asociación con una calavera de cristal.

¿Y qué son estas calaveras de cristal? Pues, dependiendo a quién preguntes, son testimonio de tecnologías perdidas entre las culturas de Mesoamérica, prueba de la existencia de antiguas civilizaciones desconocidas como la Atlántida, señales de entidades superiores y energías sobrehumanas o, lo más probable, al menos en mi opinión, falsificaciones del siglo XIX.  Algunas tienen rasgos estilísticos cercanos al arte azteca, incluyendo cierta esquematización y exageración de los rasgos morfológicos, mientras que otras recuerdan más a reproducciones anatómicas modernas.

Con estilos y tamaños divergentes, se trata de un puñado (la lista va de las tres, si nos limitados a lo ejemplares más conocidos, a las docenas si ampliamos los criterios) de reproducciones de cráneos humanos tallados en cristal de cuarzo, que normalmente se han asociado con los mayas, los aztecas y otras culturas precolombinas. Sin embargo, ninguna de las calaveras de cristal, en sí mismas, ha podido ser conectada directamente con un contexto arqueológico, ni ha sido posible antedatar su existencia antes de finales del siglo XIX.

Las primeras de estas piezas conocidas públicamente son, por un lado, la llamada Calavera del British Museum, por formar parte de sus colecciones desde que la entidad la adquirió en 1897; y, por otro, la Calavera de París, exhibida hoy en el Museo del muelle Branly-Jacques Chirac, pero anteriormente en el  Musée de l’Homme (desde 1883). El rastro documental de ambas se puede seguir hasta un anticuario experto en arte precolombino, Eugène Boban (1834-1908), que los escépticos consideran pudo encargarlas en torno a 1880, intentando venderlas sin éxito al museo de antropología de México y probando luego suerte con otros compradores.

La historia de cómo consiguió nuestro protagonista de hoy su propia calavera de cristal está, también, rodeada de misterio, ya que él mismo (y más tarde su hija) han dado versiones contradictorias sobre dicho hallazgo, que además parecen ser imposibles de reconciliar con otros datos establecidos por fuentes externas. Quién exactamente encontró la calavera, cuándo (con fechas que van desde 1924 a 1933) o si, incluso, fue comprada por el explorador en Londres en 1943 [3] y no encontrada en un yacimiento antiguo es un tema abierto a discusión.

El mismo autor es bastante misterioso en torno a la pieza y cómo se hizo con ella. En 1949 publica por primera vez una referencia pública a su posesión, en una entrevista en el Echo un periódico local de Bournemouth (Dorset) donde le atribuye una fecha de fabricación de 1600 a.C. y afirma haberla encontrado en tierras mayas en los años 30. Bastante parecido a lo que dice en uno de sus textos, Danger my Ally (1954), que menciona la pieza y ofrece una colorista imagen sobre como habría sido utilizado hace «al menos 3600 años» por los sacerdotes mayas en sus rituales esotéricos. También afirma que «El cómo llego a mis manos, es algo que tengo motivos para no revelar», dejando una puerta muy abierta a la especulación, que se acrecienta si tenemos en cuenta que esta mención es eliminada en varias ediciones posteriores del libro.

Ya en 1931, Mitchell-Hedges hace aparecer una calavera de cristal en su novela, White Tiger. En ella, un aventurero británico, que ha desaparecido ante el mundo para convertirse en líder de una rama perdida de los aztecas, afirma que se le mostraron los tesoros perdidos de dicho pueblo, que incluían no una si no varias de estas piezas. También indica que el presidente de México, el infame Porfirio Díaz, poseía en secreto dos calaveras de cristal. Algunos [4] han defendido que esta novela es en realidad una narración velada de hechos reales e incluso que el personaje literario oculta al escritor americano Ambrose Bierce (que desapareció a finales de 1913, cuando se encontraba acompañando él mismo a las tropas de Pancho Villa [5]). De nuevo, una conexión indemostrable y no confirmada por fuentes externas.

Más tarde y después de la muerte de F. A. (ya en pleno revival de lo paranormal en los años 60 y 70), sería Anna Mitchell-Hedges, su hija adoptiva, quien no solo daría una, si no varias versiones más pormenorizadas (y contradictorias en cuanto a fecha y detalles) sobre el hallazgo. En resumen, todas ellas giran en torno al hecho de que fue ella la que encontró la Calavera en las ruinas de Lubaantún (Belice), quizás el día de su 17 cumpleaños (el 1 de enero de 1924, aunque otras veces ha dado 1927 ó 1928 como fecha) y, según ella misma dice, casi de forma accidental, inspirada por una intuición inexplicable. Las pruebas, sin embargo, vuelven a resultar esquivas y ni siquiera podemos afirmar que Anna efectivamente estuviera presente en las ruinas alguna vez, menos aún en las fechas que sugiere (aunque sí se conservan fotos de su padre, de Lillian Richmond Brown y de Gann en el lugar en varios de esos años, en ninguna de ellas aparece la joven ni es mencionada en los diarios de excavación). Ninguno de los otros presentes en el yacimiento menciona, en lo más mínimo, lo que sería sin duda un hallazgo excepcional, ni tampoco que ella estuviera presente.

Pero, si esta hubiera sido la verdadera y bastante inocente historia ¿por qué ocultarla casi treinta años para después revelarla en un texto autobiográfico? Una opinión, que mantienen algunos de los defensores de la autenticidad de la calavera sugiere que la razón tiene que verse, simplemente, con asegurarse la posesión de la pieza, que en caso de haberse encontrado efectivamente en la excavación podría ser reclamada por los promotores de la misma o por la administración colonial. En un arabesco adicional, algunos sugieren que, en realidad, Mitchell-Hedges poseía la calavera desde hace años y que él mismo oculto la pieza para que su hija pudiera encontrarla.

Sus supuestos poderes para matar, atraer el amor, concentrar energías psíquicas o comunicarse con entes no humanos, han sido repetidos en multitud de libros, páginas web, películas y programas de televisión. Incluso un puñado de piezas adicionales han ido apareciendo desde los años 60, pero de nuevo ninguna en un contexto arqueológico, y a lo largo de las décadas siguientes (por ejemplo, en 1992 un ejemplar fue enviado anónimamente al Smithsonian). En general su fama se ha mantenido en los círculos new age y alternativos, así como en la literatura popular [6], mientras que la arqueología oficial es cada vez más escéptica con respecto a este puñado de piezas.

Por supuesto si hablamos de calaveras de cristal la conexión más evidente con el arqueólogo ficticio es con la cuarta película, Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal (Indiana Jones and the Kingdom of the Crystal Skull, 2008, Steven Spielberg) que lleva tal concepto ya en el título. En dicha película y en su novelización, se menciona varias veces. Así, Indy afirma que él y Ox se obsesionaron con dicho artefacto «cuando estaban en la universidad [7]» y no dejan de señalar la conexión con el macguffin principal de esta aventura. Sin embargo, la suya, que llamaremos calavera de Akator para distinguirla, es significativamente diferente a la asociada al británico, con rasgos inhumanos y estilizados que recuerdan fuertemente a los grises de la literatura ufológica: mandíbula estrecha o casi inexistente, que contrasta con ojos gigantescos y bóveda craneana alargada longitudinalmente. También conecta esta con los experimentos en psicometría y telepatía realizados, supuestamente, por los soviéticos en las décadas de 1950-1970 [8].

Aun otra calavera de cristal diferente, llamada Calavera de Cristal de Cozan, aparece en las cuatro novelas escritas por Max MacCoy, formando un elemento común e hilo conductor del argumento entre una y otra. Así, descubrimos que Indy habría descubierto la calavera en el ficticio yacimiento maya de Cozan en 1933 y la devolvería a dicho lugar (tras comprobar repetidamente su tendencia a atraer la desgracia) en 1934.

En conclusión, sabemos que tanto Steven Spielberg como George Lucas son aficionados a la literatura paranormal, que ha sido referenciada varias veces en sus filmografías y resulta casi seguro que ambos conocían la figura de Mitchell-Hedges y la historia de su calavera de cristal. Demostrar que exista una inspiración directa, de nuevo, es mucho más difícil. Dejando de lado el episodio de Pancho Villa, posiblemente ya una invención literaria, ni su biografía ni su personalidad ni sus credenciales profesionales se corresponden con la del héroe cinematográfico. De nuevo, debemos seguir con la búsqueda en nuestro siguiente artículo.


[1] El relato de estos meses, por cierto, está plagado de omisiones y errores; no menciona varios de los encuentros militares que, efectivamente, se produjeron en esos meses y, sin embargo, se inventa un ataque a Laredo que nunca sucedió. También hace responsable de su abandono del grupo a la intervención de las tropas norteamericanas de Pershing, algo que no ocurrió en realidad hasta 1916.

[2] Que más tarde se convertiría en el, aún polémico, National Museum of the American Indian y se combinaría con las colecciones de artefactos nativo-americanos del Smithsonian.

[3] Existe evidencia documental de que, efectivamente, adquirió una pieza de estas características subastada en Sotheby’s en ese año, por un valor de 400 libras (unos 27000 € en dinero actual). Se trató de una pieza que anteriormente había sido conocida como Calavera Burney  (por el nombre del que, por entonces, afirmaba ser su propietario, el anticuario Sir Sidney Burney) y que, ya en 1936, había sido sometida a un estudio comparativo con la Calavera del British Museum. El motivo que algunos alegan para negar que esta fuera la verdadera forma en que el artefacto llegó a la posesión de la familia Mitchell-Hedges es que se trata de un elaborado plan legal para garantizar, mediante los documentos de la subasta, la posesión legal indiscutible de la pieza. Así, se la habrían entregado a Sidney Burney en secreto, para que este la pusiera en subasta y poder así comprarla sin posibles reclamaciones posteriores.

[4] Sibley S. Morrill en su libro, Ambrose Bierce, F. A.Mitchell-Hedges, and the Crystal Skull (1972).

[5] Y al que, por cierto, Mitchell-Hedges no menciona en su propia narración de su estancia con Villa.

[6] No quiero dejar de mencionar la aparición de una calavera de cristal con poderes hipnóticos en una de las historias del justiciero oscuro original, La Sombra (con fecha de portada de Mayo de 1943, escrita por Walter Gibson bajo el pseudónimo habitual de Maxwell Grant) .

[7] Cronológicamente esta afirmación no tiene ningún sentido: cuando ambos estaban en la universidad (en la década de 1920) la pieza aún no era públicamente conocida ni estaba asociada al nombre Mitchell-Hedges. Incluso en 1957, año en que se ambienta la película, esta conexión es un poco remota.

[8] Y aquí debemos mencionar algunas similitudes superficiales del personaje de Irina Spalko (interpretado por Kate Blanchett) con la psíquica Nina Kulagina (1926-1990).

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