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Arte y Letras

Belfegor: volviendo al folletín francés del siglo XX

Cada lector tiene sus puntos débiles propios. Algunos se ven atrapados por la novela policíaca, otros se ven obligados a leer religiosamente, en orden, cualquier saga hasta finalizarla; no faltan los que devoran libros de fantasía ni los que parecen castigados a tragarse todos los clásicos que hayan sido bendecidos por la crítica… Todas esas prácticas, y muchas más, son la base de uno de los mayores placeres del lector: conocer las manías y peculiaridades de sus semejantes. En mi caso, reconozco que, entre las muchas obsesiones que tengo, está una cierta tendencia a acabar cayendo en las redes de la literatura popular de finales del siglo XIX y principios del XX.

En momentos como este, dan ganas de echarle la culpa a Arthur Conan Doyle y su Sherlock Holmes, pero eso sería mentir. En realidad, yo siempre he situado el origen de mi gusto por el folletín y la novela popular en Julio Verne, aún a día de hoy uno de mis autores favoritos y al que le debo más de lo que nunca podré pagarle. De ahí que, mientras que mi gusto se formaba con un cine netamente norteamericano, mi literatura se permitía un gusto por lo francés, por lo europeo en general. No disfruté en la infancia del Winnetou de Karl May, pero podría haberlo hecho; sí cayeron a mi lado Salgari, Alejandro Dumas… y después vendrían el Lupin de Maurice Leblanc, el Rouletabille de Gaston Leroux o el Rocambole de Pierre Alexis Ponson du Terrail.

En todos esos volúmenes, con mayor o menor fortuna, se encontraba un sentido de la aventura y de lo inesperado que alimentaba la imaginación del lector con giros y sorpresas constantes. El término rocambolesco, que las define de manera perfecta, no deja de haber nacido con ellas y con el ya mencionado Rocambole, que también sirve de ejemplo para ilustrar muchos de los peores tics del folletín: siempre salía bien librado de todos los problemas, simplemente, porque era el protagonista. Si a eso le sumamos la cualidad de villano del personaje, su lectura resulta mucho menos divertida de lo que promete el adjetivo al que puso nombre.

Que el folletín ha muerto es algo indudable. Sus últimos coletazos debieron darse en las revistas de relatos, en su momento una institución en todo el mundo. Las últimas realmente populares ya provenían de los Estados Unidos, como la mítica Weird Tales, y solamente queda algo de su esencia en publicaciones como la 2000 AD británica, en el que el cómic se ha convertido en el nuevo medio. No obstante, algo muerto no tiene por qué estar olvidado y por suerte, de vez en cuando, podemos acercarnos a alguna obra recuperada por alguna editorial y que no pudimos leer en su momento. En este caso le ha tocado a Belfegor, el fantasma del Louvre, de Arthur Bernède, rescatado por la Editorial Valdemar.

La escritura como profesión

Si algo contribuyó a crear el folletín fue la existencia de los escritores profesionales, esas personas cuyo trabajo se basaba en escribir a toda velocidad historias que serían devoradas por el público en cómodas entregas junto a su publicación favorita. Eran las series de la época, el tema de conversación de moda y la base para el nacimiento de nuevos vocablos, leyendas e historias. Por supuesto, ello obligaba a que los autores estuvieran todo el día escribiendo y dejaran de lado el arte a cambio de la industria.

Arthur Bernède es un buen ejemplo de esa tendencia. Escribió óperas, teatro y todo tipo de novela popular. Se considera que hasta su muerte en 1937 había publicado doscientas cuarenta y tres obras y dado vida a dos de los personajes más populares de la literatura francesa como son Judex (con la ayuda de Louis Feuillade) y Belfegor. Además de eso, se permitió escribir guiones sobre la vida de Vidocq o novelas sobre la de Mandrin. Trabajaba para varias publicaciones y da la impresión de que no se podía permitir ni un momento de asueto. Siempre tenía que tener algo recién publicado o, en preparación, en la imprenta.

El éxito, eso sí, le sonreiría lo suficiente como para dar un paso muy importante en 1919 de la mano de Gaston Leroux y René Navarre con la fundación de la Société des Cinéromans. Se trataba de una compañía de producción cinematográfica que buscaba publicar novelas y producir las películas basadas en las mismas al mismo tiempo. La idea resulta interesante incluso a día de hoy, y tuvo el suficiente éxito para durar hasta 1930, estando a partir de 1922 bajo el control y la propiedad de Pathé.

Un ejemplo de su éxito fue precisamente la producción de Belphégor (id., 1927) al mismo tiempo que se publicaba el folletín, con René Navarre interpretando al Chantecoq de la novela, el gran detective de Arthur Bernède. Más tarde también daría vida a Judex, ya en 1934, fuera de la Société des Cinéromans, y con sonido. Otra muestra de las relaciones vitales de los fundadores de la sociedad.

Belfegor podría haber vivido el sueño de los justos tras la muerte de Bernède y del folletín, pero en 1965 la televisión se fijó en la novela y realizó una adaptación muy libre en la que se echa en falta al mismísimo Chantecoq y altera la relación entre los personajes, de manera que una obra que no llega a las trescientas páginas alcanza para trece episodios de veintiséis minutos. El hecho de que la adaptación no fuera fiel a su inspiración, sin embargo, no fue ningún problema y la serie se convirtió en un fenómeno a nivel mundial. En Francia, un taxista llegó a negarse a dejar salir de su vehículo a una de las protagonistas si no le decía quién se escondía bajo la máscara de Belfegor. En España no se llegó a tanto, pero el éxito fue absoluto.

Y después, de nuevo, la nada. Una continuación en tiras de cómic de la serie, un intento de explotar su éxito con una película sin relación con la misma, una serie francocanadiense de animación y una nueva versión cinematográfica en 2001 con una Sophie Marceau algo perdida. Poca continuidad para el que una vez fue el rey de la televisión. ¿Es merecido el olvido? Bueno, sí y no.

Un folletín ejemplar

El olvido de Belfegor no es algo extraño. Se trata de una obra que sigue totalmente los cánones de su género y que se entrega al mismo de manera absoluta. Tiene a un protagonista bastante insoportable, el joven periodista Jacques Bellegarde; a su propio trasunto de Sherlock Holmes en la figura de Chantecoq; un policía algo inútil que se enfrenta a él en Menardier; un interés amoroso en Collete; y una mujer despechada en Simone Desroches. Un plantel clásico al que se le suman secundarios variados como una mujer de compañía nórdica que esconde algo, el secretario conspirador de un barón o este mismo, un noble de vocación coleccionista y que responde al título de Papillon.

La trama, en el fondo, no es mucho más original, aunque el punto de partida es todo lo potente que uno puede esperar: un asesinato cometido en el Louvre, a los pies de la estatua del olvidado dios Belfegor desata una serie de acontecimientos cada vez más increíbles y va descubriéndonos conspiraciones aparentemente sin fin. Los giros abundan, los personajes terminan sin parecerse apenas a lo que de ellos se nos había contado al principio de la historia, los amores florecen en apenas un párrafo… Y al final todo se explica de manera atropellada. Lo habitual, vamos.

Pero hay que destacar que Belfegor, a pesar de su carácter derivativo, es un buen folletín. Es cierto que se queda lejos de El fantasma de la ópera o de los mejores relatos de Lupin, pero también que no resulta aburrido como las aventuras de Rocambole ni tiene un final que insulte al lector como pasaba en El misterio del cuarto amarillo, la primera y más famosa de las aventuras de Rouletabille. Es un ejemplo del oficio literario en su mayor esplendor, conciso en la narración, ágil en los diálogos y que trata de mantener el peligroso equilibrio entre la locura que se espera de un buen serial y la contención necesaria para que la historia no se le escape al autor.

En realidad, Belfegor puede servirnos para ver los problemas de un modelo de escritura que ya estaba alcanzando por entonces su final. La narración se rompe cada capítulo debido a su publicación por entregas, las sorpresas deben apilarse, aun cuando no fueran necesarias; la trama da un par de vueltas más de las necesarias sin tener tiempo para que algunos personajes respiren y ganen peso… Era de esperar que las nuevas generaciones fueran pasándose a otros modelos literarios diferentes, que por ejemplo les ofrecieran la capacidad de leer historias completas sin tener que seguir durante semanas las andaduras de unos personajes que nunca parecían acabar de conocer. No es tan diferente, si nos paramos a pensarlo, de lo que sucedió hace poco con las series de televisión, pasando del modelo procedimental, antes monarca absoluto del medio, a este mundo de temporadas casi autoconclusivas que nos atenaza. Lo mismo pasó con el cómic, por cierto, donde se pasó de un periodo en el que sucedía algo en cada número a la sucesión de grandes sagas, llegando a lograr que uno tenga que tragarse colecciones enteras para llegar a tener algo parecido a una historia completa.

A pesar de lo contradictorio de la afirmación, la incomprensión narrativa llegó cuando se abandonó el modelo de narración por capítulos independientes. Antes, ya fuera en un cómic, una serie o un libro, cada entrega pretendía ser legible de manera independiente, con mayor o menor fortuna; ahora, todo debe estar siempre interconectado y el lector/espectador está obligado a ver/leer cada entrega en el orden preestablecido, bajo pena capital de no enterarse siquiera de quiénes son los personajes. Algo de eso había ya en Belfegor, pero da la impresión de que si uno se perdiese unos pocos de los capítulos solamente tendría un poco menos de información y hasta podría ahorrarse alguna escena no muy importante. Después de todo, cuando pasa algo verdaderamente importante Bernède sabe que debe subrayarlo y explicarlo, no vaya a ser que al lector se le olvide, porque seguramente tenga cosas mejores cosas que hacer que recordar cada detalle de una trama que él mismo parece que construye sobre la marcha.

Reivindicando la literatura de género

Que se recuperen obras del folletín francés es siempre buena noticia. Para empezar porque eso nos demuestra que nuestro pasado literario no está olvidado del todo; para seguir, porque muy a menudo merece la pena leerlas. Es este caso, Belfegor consigue, en cierto modo, lo que toda buena obra de género debe buscar: reconfortar al lector y llevarle de la mano por caminos ya conocidos, pero no por ello menos apreciados.

No nos confundamos, esta no es una obra maestra. Esas son las que parten de un género para jugar con sus convenciones y con las esperanzas del lector. En el proceso, le ofrecen algo nuevo; le hacen reflexionar y tratan de que al llegar a la última página haya aprendido algo, tenga un mejor conocimiento del género o incluso sea mejor persona. Todo eso le sobra a Belfegor, que solamente quiere que pases una página tras otra preguntándote dónde está el engaño, cuál será el siguiente giro insólito y qué pasará con los personajes. Y, sobre todo, que cierres el libro con una sonrisa en la boca.

Ismael Rodríguez Gómez
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