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Cinefórum CLXXXVII: La hora del lobo

La semana pasada nos paseamos de la mano de Ingmar Bergman por la destrucción de las relaciones personales y la familia. Sonata de otoño convertía las relaciones humanas en conflictos apocalípticos llenos de tensión sin resolver. Justo diez años antes, el propio director sueco había ido más allá en sus concepciones del fin del mundo en La hora del lobo, película que recuperamos tras descubrir que su protagonista, Max Von Sydow, nos había dejado. Sirva como reconocimiento, entre otras cosas, a la labor de un gigante.

La hora del lobo es una de esas películas que da sustento a las teorías de Pedro Vallín en su libro ¡Me cago en Godard!, mostrando a un Ingmar Bergman totalmente entregado a una narración hagiográfica del autor como centro de todo. De la mano del pintor Johan Borg (Max Von Sydow) y su esposa Alma (una magnífica Liv Ullmann) nos veremos introducidos en la enfermiza existencia de un creador torturado por demonios reales e inexistentes, por el pasado y por el futuro. La narrativa es algo secundario para un Bergman que trata de justificarse y explicarse en la figura de un artista maldito.

Lo más notable del asunto, en cierto modo, es la manera que tiene Bergman de contarnos la historia: a partir, presuntamente, del diario dejado por el autor, con una presentación que trata de hacernos creer que estamos viendo una suerte de documental. Por supuesto el truco rápidamente se deja en evidencia, pero no por eso deja de tener importancia esa idea de que la historia de La hora del lobo ha sucedido o puede suceder en la realidad, que las visiones demoníacas que veremos en la cinta en cierta forma existen, aunque tal vez no en el mismo plano que nosotros mismos.

El maridaje entre el cine de autor y el cine de género es algo poco habitual, tanto por los intereses de sus creadores como por el resultado que suele dar: a menudo, películas que no funcionan en ninguno de los dos ejes que las conforman. Sin embargo, Bergman pertenecía a ese escaso elenco de directores (junto, por ejemplo, a Roman Polanski) en los que la idea del artista llevaba a un acercamiento sincero y respetuoso al mundo del terror. En el caso de Bergman resonaban, además, las imágenes de obras como Häxan: La brujería a través de los tiempos de Benjamin Christensen y buena parte del expresionismo alemán. De ahí el virtuoso empleo de la fotografía en blanco y negro para trasladarnos a un universo de pesadilla que, sin embargo, existe; y existe porque habita únicamente en nuestro interior.

Ismael Rodríguez Gómez
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