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Aquí vive la muerte

«El solitario mexicano ama las fiestas y las reuniones públicas. Todo es ocasión para reunirse. Cualquier pretexto es bueno para interrumpir la marcha del tiempo y celebrar con festejos y ceremonias hombres y acontecimientos. Somos un pueblo rito… en ocasiones, es cierto, la alegría acaba mal: hay riñas injurias, balazos, cuchilladas. También eso forma parte de la fiesta. Porque el mexicano no se divierte: quiere sobrepasarse, saltar el muro de soledad que el resto del año lo incomunica. Todos están poseídos por la violencia y el frenesí… Y porque no nos atrevemos, no podemos enfrentarnos con nuestro ser, recurrimos a la Fiesta. Ella nos lanza al vacío, embriaguez que se quema a sí misma, disparo en el aire, fuego de artificio».

El laberinto de la soledad, 1950

En México la muerte es tanto identidad como entidad. Una realidad que refleja el despertar y el ocaso de todos nuestros días. La ironía hecha tradición. Un rostro famélico y demacrado que miramos a los ojos desde que nacimos. La madre de nuestras letras y pensamientos. Una presencia que se alimenta de la indiferencia; un destino irreversible. No se trata de una maldición racial, sino de una bendición fatal. Ya nacimos llevándola en la sangre. Aquí vive la muerte.

Incluso para los extranjeros, es evidente que los mexicanos tenemos una percepción sobre la muerte bastante diferente a la que tienen la mayoría de los países alrededor del mundo. Lejos de representar congojas y resentimientos, la muerte como tal es una personificación de una serie de valores, creencias e inclusive en algunos casos particulares: fe.

El impacto tan hegemónico de la muerte sobre nuestra cultura está presente en varios aspectos de nuestra vida cotidiana: nuestra forma de actuar, pensar, decidir; en términos generales, es la precursora de una identidad. Me atrevería a decir que muchos se jactan de que esta sea la piedra angular de nuestra cultura. Mas allá el imaginario colectivo que crea la celebración del 2 de noviembre en la isla de Pátzcuaro, el barrio de San Andrés Mixquic en la Ciudad de México, o el Parían en Tlaquepaque; este fenómeno es la prueba fehaciente de como una celebración de reconocimiento internacional puede escapar a nuestro entendimiento en su trasfondo, incluso para los mismos locales.

Querido lector, como entusiasta de las letras y las culturas hispanas me es imposible ver un escenario en el que nuestros contemporáneos no se cuestionen el porqué de la realidad (al menos lo que entendemos como realidad): la tenue pero diferible divergencia entre lo trivial de nuestra cotidianidad y lo hosco, envolvente e insaciable de nuestra historia

¿Por qué en México la muerte es una personificación?

¿Por qué le rendimos culto?

¿Por qué la muerte nos acompaña a todas partes?

Es a través del presente texto que trataré de explicar el porqué de la que es, ineludiblemente, la tradición más conocida entre los pueblos latinoamericanos. Y con tradición no me refiero exclusivamente a la fecha. Me refiero al conjunto de costumbres, nuestra manera tan particular de ver la vida y de vivirla; donde la oposición entre la vida y la muerte no es tan grande como en el resto del mundo.

Contrario a lo que muchos piensan, la muerte ha sido un concepto presente en nuestro territorio prácticamente desde que el tiempo es tiempo. Las primeras civilizaciones importantes que se desarrollaron en México y Centroamérica, como bien sabemos, rendían tributo a sus dioses a través de sacrificios humanos; además, varias costumbres características de estos grupos tales como el juego de pelota, tenían implicaciones relacionadas con la muerte desde diversas perspectivas. Para los aztecas, por ejemplo; pueblo de guerreros por antonomasia, donde prácticas como el canibalismo se llevaban a cabo frecuentemente. Para ellos, de los sacrificios dependía la continuidad de su existencia. Estos no representan la salvación individual o incluso de una sociedad entera, contrariamente, representa la salvación de la existencia misma. Para ellos, de la muerte depende nuestra existencia; colectiva y universalmente.  Esta claro que normalmente no asociamos este periodo con lo que representa la muerte en nuestros días. Sin embargo, es el filamento de un claro antecedente histórico.

Paralelamente, entre los textos de los grandes pensadores de aquella época, la muerte también era un tema sumamente recurrente. El rey poeta Nezahualcóyotl, posiblemente el más grande símbolo de la voluntad texcocana. El tlatoani intelectual por excelencia: pese a que regularmente relacionamos sus textos con la paz y la armonía, es la crudeza de su vida la que plasma a través de sus letras. La excepcional habilidad lingüística que poseía la perfeccionó mientras se refugiaba en los bosques aledaños a Texcoco, lugar al que huyó tras el asesinato de su padre en un acto de traición. Un evento que marcaría su vida irreversiblemente. Años más tarde, regresaría para tomar el trono que por derecho le correspondía, a la vez que cobraba venganza por la muerte de su padre.

Por ello, para entender la verdadera filosofía escondida tras: «Amo el canto del cenzontle, pájaro de cuatrocientas voces, amo el color del jade, y el enervante aroma de las flores, pero más a mi hermano el hombre», primero hay que comprender que para llegar a este mensaje, Nezahualcóyotl escribió: «Lo de esta vida es prestado, que en un instante lo hemos de dejar como otros lo han dejado». «Aunque sea de jade se quiebra, aunque sea de oro se rompe, aunque sea de plumaje de quetzal se desgarra. No para siempre en la tierra, solo un poco aquí». Para los aztecas, los tlaxcaltecas y los mayas, la muerte no es un concepto encadenado forzosamente a lo oscuro. Más bien, simboliza un espejo de la vida misma. No es el proceso natural de nuestra vida, es un lapso infinito de dimensiones cósmicas, no solo terrenales.

De la retórica y de la voluntad de las primeras civilizaciones, escribiría después Octavio Paz, quien posiblemente sea el escritor mexicano más influyente del siglo XX y, por supuesto, el más reconocido exponente de nuestra literatura. Paz considera que la muerte es, paradójicamente, otra forma de vida. Que libera nuestra vitalidad de vanidades y pretensiones; es por ello que le festejamos. De hecho, desde su perspectiva, el evento que marcaría el inicio de la historia de México está rodeado por donde se le vea por la muerte y la afrenta: la traición  de los tlaxcaltecas, pero más importante aún, la traición de los dioses.

El laberinto de la soledad es una obra obligatoria para entender y descifrar las formas del mexicano. En general, es un ensayo que no únicamente nos narra la historia de México, paralelamente nos narra la historia de nuestra construcción social. Nuestro sentido de pertenencia. Los sedales sociales de patria. Fundamentalmente, se pudiera analizar como una crítica parcial hacia la displicencia, las maldiciones y los fantasmas de los mexicanos. Asevera Paz:

«Es tal la indiferencia del mexicano ante la muerte, que esta se nutre de su indiferencia ante la vida».

Personal e íntimamente, considero que en esta última frase podemos deslumbrar las razones y motivos detrás de nuestro sentir con respecto a la muerte. La historia de México, como ya comentamos, se construyó en un entorno lúgubre, incluso oprobioso. Nuestra vida común nos inclina en muchas veces a vivir cada  día como si fuera el último. Asimismo, casi la mitad de la población vive precisamente de esa manera: día a día. Una parte importante de la clase trabajadora encuentra el escape a la rutina no en la pasividad, como en otras culturas, sino en la celebración. Los más marginados normalmente ahogan sus penas en el vicio a su disposición. Los sueldos, la calidad de vida, la capacidad de adquisición promedio en el país, entre muchos otros factores, están por debajo de los estándares de lo que universalmente consideramos una «vida digna». La sangre entre los surcos y el arado, las largas jornadas en las fábricas y otras tareas tortuosas entre la clase trabajadora solo pueden desembocar en una forma predilecta de entretenimiento: el festejo; el vicio.

Podemos concluir de todo lo anterior que en el argot mexicano no existe una palabra capaz de englobar el significado concreto que tiene para nosotros la muerte. En vísperas del 2 de noviembre, el festejo asciende totalmente a lo que regularmente consideramos como su razón de ser. Como pueblo, los mexicanos tendemos a ciclar nuestros valores y tradiciones a un solo día. Inconscientes de que indirectamente, las practicamos diariamente. Al menos el mexicano promedio. Pasa tanto con el Día de los muertos, como con el Día de la Candelaria, por ejemplo (aunque esta última no se celebra únicamente en México). Queda claro según nuestra cultura, tradición y actuar, que somos un país de contradicciones. Los tiempos que imperan son de ironía. Dejando de lado los aspectos folclóricos de la muerte, esta también es una muestra de la violencia, el frenesí y el desasosiego. Algunos incluso han perdido el sentido de la sensibilidad frente a situaciones de inestabilidad como las que se presentan todos los días a nivel nacional. Estamos tan acostumbrados a percibir la muerte diariamente en nuestras calles que lo vemos con normalidad. Como si se tratara de algo que debe suceder regularmente.

La invariable de nuestra historia. Nuestro pasado, presente y porvenir. La idiosincrasia en su estado más puro; la que no se hace a partir de leyendas sino a partir de realidades. Y, que posteriormente, se constituyen en la leyenda. Somos a por ella. En México la muerte es contante: no como un ciclo natural, sino como un pensamiento colectivo. Aquí vive la muerte. Aquí vive la muerte.

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Un comentario

  1. Muy buen artículo. Aún yo siendo mexicano, me sorprendió mucho la manera en que viven estas fechas las demás familias de mi México querido.

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