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1961 – La isla y los isleños

En la página cincuenta del diario Abc del trece de octubre de 1961, un anuncio grande y llamativo ocupa toda la columna central. Los nombres de Dean Martin, Jerry Lewis y Anita Ekberg, marcados en negrita, se disponen uno sobre el otro bajo un llamativo titular que dice: «PRÓXIMAMENTE» y «UN GRAN ACONTECIMIENTO». Debajo de los nombres hay un dibujo en el que dos caras masculinas, las de Martin y Lewis, ríen aparatosamente al lado de una escultural mujer representada de cuerpo entero, Ekberg, que se agarra la melena con una mano y la cadera con la otra y esboza con los labios y los ojos un gesto provocativo. Debajo de este, el título de la película está escrito en español en gruesas letras de molde: «LOCO POR ANITA», y en inglés en letra chiquitita: «Hollywood or Bust». Director, Frank Tashlin. Technicolor. Vistavision. Autorizada a mayores de dieciséis años.

A ambos lados de dicha columna se disponen otras dos, estas con texto. Toda la columna izquierda la ocupa una única noticia: «Bodas de plata episcopales de monseñor Modrego». La segunda columna se abre con el final del artículo sobre Modrego y se completa con tres pequeños breves: «El cardenal Ottaviani en el Valle de los Caídos» y «Jefe de prensa del concilio ecuménico» (referente al reciente nombramiento de monseñor Fausto Vallainc para tal cargo) cierran la información religiosa del día y redondean lo divertidamente inapropiado de la presencia del trasero respingón y los morritos fruncidos de la Ekberg en medio del asunto. El espacio sobrante, apenas veinte líneas de seis palabras cada una, se rellena con la siguiente información: «LA ISLA TRISTAN DA CUNHA, EN TRANCE DE DESAPARECER. Ciudad del Cabo 12. Los trescientos habitantes de Tristan da Cunha, sacudida por la erupción del volcán, se dirigen hacia tierra firme, para ponerse a salvo a bordo del trasatlántico holandés Tjisadane. Tienen muy pocas esperanzas de poder regresar nunca a su isla. La lava amenaza con destruir la isla y se halla a punto de alcanzar ya a las casas. Noticias no confirmadas señalan que la parte oriental de la isla se está resquebrajando. Son muchas las cabezas de ganado vacuno y ovejas que han quedado abandonadas en la isla. Los evacuados se han visto obligados a abandonar también la mayor parte de sus bienes. Efe.»

Mientras tanto, aquel mismo día, la catedral de Saint George de Ciudad del Cabo (Sudáfrica) se ve incapaz de acoger a la multitud de hombres, mujeres y niños que se agolpa en su interior. Varios feligreses se ven obligados a quedarse fuera. Los que han conseguido entrar, sentados o arrodillados, oran con fervor. Algunos son anglicanos; otros, católicos, pero lo desesperado de la situación torna irrelevante el quítame allá esas pajas de Enrique VIII y Clemente VIII. Reunidos en el dolor y la incertidumbre compartidos (vienen de abandonar, en medio de la noche, sus casas de siempre y de abalanzarse sobre un trasatlántico holandés con toda la prisa de quien corre ante un reguero de lava), los habitantes de la isla habitada más remota del planeta Tierra rezan juntos, ajenos al fotógrafo de la revista Time Life que, discretamente apostado en un lateral del templo, captura una instantánea de cierto aire apocalíptico, de un mar de cabezas inclinadas estirado hacia un punto de fuga truncado por uno de los muros de la catedral. Ninguno de los rostros llorosos escapa al ocultamiento por un par de manos crispadas, y ello parece subrayar que, como en una Fuenteovejuna o en unas Termópilas atlánticas, los trescientos de Tristán, atacados por un agresor externo que los desborda en envergadura y que no es tanto el volcán como el mundo exterior cuyos vaivenes desconocen y al que acaban de ser arrojados, han fusionado sus personalidades particulares en una única alma, en un único ser que reza y que suplica.

Entre todos suman solo siete apellidos, pero una ley isleña no escrita prohíbe los matrimonios entre primos hermanos, y un aporte regular de náufragos ha permitido ir refrescando de tanto en tanto el acervo genético de la isla. Los Lavarello y los Repetto descienden de dos marineros genoveses que dieron con sus huesos en Tristan da Cunha a finales del siglo XIX, cuando su bergantín hizo aguas en un punto indeterminado del Atlántico sur. De Estados Unidos habían llegado en 1850 los iniciadores de las sagas Hagan y Rogers, y a otro náufrago decimonónico, este holandés, deben su origen los Green. Ni Jonathan Lambert, el pirata fugitivo que, en busca de un legendario tesoro escondido, inició la colonización de la isla autoproclamándose emperador de Tristan da Cunha allá por 1811, ni ninguno de sus seis hombres, dejaron descendencia, porque los mató una desaforada afición al ron, pero sí lo hicieron dos de los soldados que llegaron a la isla en 1816 con el fin de apresar a Lambert y que decidieron quedarse a vivir allí: William Glass, oriundo de Escocia, y Thomas Swain, de Hastings (Inglaterra), que fallecería en 1862 a la venerable edad de ciento dos años. La comunidad tristaniana es una especie de balsa construida con pedazos de madera regurgitados por el océano, provenientes de barcos de todas las banderas; algo como el «rompeolas de todas las Españas» que decía Miguel Hernández que era Madrid, pero a otra escala que fuera al mismo tiempo más grande y más pequeña: grande como el mundo y pequeña como un islote volcánico de doscientos kilómetros cuadrados a tres mil kilómetros de Ciudad del Cabo y a otros tantos del Río de la Plata. En 1961, la conforman esos trescientos tristanianos. Concentrados en un único asentamiento denominado Edimburgo de los Siete Mares, obtienen su subsistencia de la pesca y del cultivo de los huertecillos de patatas que se arraciman contra el extremo occidental de la isla, al borde de una costa en la que no es inusual encontrar focas y pingüinos y sobre la estrecha rasa litoral que se extiende al pie del volcán. A este, los tristanianos, como los cabraliegos al Naranjo de Bulnes, lo llaman sencillamente The Peak. El Pico.

Pronto, los atribulados tristanianos serán nuevamente evacuados. Los montarán en un barco correo británico, el Stirling Castle, los llevarán a Gran Bretaña y los ubicarán en un pequeño poblado de cabañas de madera levantado ex profeso en Calshot, un pueblecito a las afueras de Birmingham. Permanecerán dos años allí, pero jamás lograrán adaptarse. En abril de 1963, una primera tanda de tristanianos decidirá ignorar las severas reconvenciones de las autoridades británicas (la idea era que el traslado a Calshot fuera permanente), abandonar la metrópoli y regresar a casa, dispuestos a levantar una nueva Arcadia subantártica sobre los escombros humeantes de la anterior. El barco que los devuelva a casa trazará con su estela una línea nueva en la ancestral enumeración de reediciones humanas del mito del eterno retorno, la cíclica cadena de muerte y resurrección que los antiguos griegos representaban como una serpiente mordiéndose la cola a la que llamaban uróboros, pero que tal vez sería más apropiado relacionar con esa misma lava que destruye construyendo, pues cuando se enfría pasa a ser el material a partir del cual se tallan los adobes. Sin embargo, la epopeya tristaniana la glosará el Abc con la misma brevedad con que convirtió su tragedia en un telegrama prendido de la sotana del cardenal Ottaviani. En la época de la reconstrucción de Alemania no comprenderá, porque jamás ha comprendido el ser humano las leyes de la proporcionalidad, que una hormiga arrastrando una miguita de pan por el canto de un bordillo es tan admirable como Sísifo y su piedra y su colina.

Cuando muchos años más tarde, tantos como cincuenta, Sarah Glass, la hija del bebé que mira el entorno con ojos desconcertados en la esquina inferior izquierda, obtenga una beca para estudiar periodismo en las islas Malvinas, y una compañera del Tristan Times le pregunte en una entrevista si volverá, Sarah explicará mejor que nadie todo esto. Lacónica, solemne, contestará: «You can take an islander off an island, but you can’t take an island out of an islander», que en castellano quiere decir: «Puedes sacar a una isleño de una isla, pero no puedes sacar a una isla de un isleño».

Pablo Batalla Cueto
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