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Anne Rice: ¿reina de los condenados o reina condenada?

Con motivo de la publicación de El príncipe Lestat, último capítulo hasta la fecha de las Crónicas Vampíricas de Anne Rice y primero en los últimos once años, hacemos un repaso a los claroscuros de una autora y una serie que refundaron definitivamente el mito literario del vampiro.

Gótico blando y delirios de grandeza 

Uno de los rasgos que definen a Anne Rice (Nueva Orleans, 1941) es que nunca ha dejado indiferente a nadie. Como una estrella de rock, ha sido amada y odiada a partes iguales: amada por seguidores que la idolatran como grupies de una banda gótica y odiada por haters que han despreciado sistemáticamente todo lo que ha escrito sin posiblemente llegar a leerlo. En el medio, el grueso de su multimillonaria audiencia, aquella que se ha acercado atraída por el reclamo de sus mejores obras pero que no ha dudado en huir, no sin cierta decepción, en cuanto ha dejado de interesarle lo que contaba.

Formada en Filosofía y Letras, Rice se doctoró en Escritura Creativa por la Universidad de San Francisco. Casada con el poeta y pintor Stan Rice, el fallecimiento de su hija Michelle a causa de leucemia con apenas cinco años la hizo volcarse en la literatura y acoger el vampirismo, temática por antonomasia de la literatura de terror, como metáfora de esa desgracia. A través de él alcanzaría la fama y el reconocimiento mundial y solo lo abandonaría temporalmente, obras complementarias aparte, tras una conversión epifánica al catolicismo que le duraría hasta el año pasado.

Los aciertos de Rice han hecho que se la subiese a los altares de la literatura de terror con el mismo entusiasmo con el que sus fracasos y los prejuicios han intentado hacerla bajar. Y es que pese a su éxito, o precisamente a causa de él, Rice se ha visto obligada a luchar en contra de los elementos. Se la ha criticado por muchos motivos: por querer hacer del terror un género mayoritario, por intentar hacer trascender ese género hacia la alta ficción literaria y por interpretar el horror moderno desde el prisma del romanticismo clásico. Y esta hostilidad le ha llegado desde todos los frentes: desde la crítica «seria», que la ha despreciado considerándola una escritora de segunda; desde la crítica «especializada», que ve en su obra los delirios de grandeza de una pseudointelectual; y desde la comunidad gótica, que la considera representante de una vertiente «blanda», alejada del espíritu subversivo y underground supuestamente original del movimiento.

Una obra tan ambiciosa como la de Rice, tanto por lo valiente de su concepción (desde revisionar a su manera prácticamente todos los iconos clásicos del terror, a la reconstrucción histórica de la vida de Jesús, pasando por la literatura erótica) como por lo excesivo de su ejecución (sagas interminables que incluso se entremezclan y se reinician dentro de ellas mismas), lleva irremediablemente a filias y fobias de la misma intensidad. Pero hay que reconocer que en sus momentos más inspirados Rice alcanza cotas literarias más altas de lo que puedan pensar sus detractores. Es indiscutible la importancia capital de algunas de sus novelas en la literatura de terror moderna y es una obviedad aclarar que esa supuesta voluntad de trascendencia literaria no parece un motivo criticable per se, independientemente del resultado, al igual que no lo debería ser tampoco el éxito comercial que la ha convertido en unas de las escritoras más vendedoras del siglo pasado. Además, si bien es cierto que la irrupción de sus Crónicas Vampíricas provocó una retahíla de detractores góticos que criticaban su blandura frente al salvajismo extremo de vertientes como el splatterpunk, no lo es menos que las andanzas de sus vampiros convulsionaron la escena como nunca se ha visto hasta ahora.

El éxito de Anne Rice

Polémicas aparte, una cosa es indiscutible: ningún autor desde Bram Stoker se había aproximado con tanto éxito a la figura del vampiro como Anne Rice. Y esto se explica en base a varios factores.

En primer lugar, porque el público de los años setenta, década en la que aparece su primera publicación, era una audiencia especialmente receptiva al género del terror, como había demostrado Stephen King con sus primeras y exitosas novelas (incluida un clásico instantáneo de la literatura de vampiros como El misterio de Salem´s Lot), así como al taquillero nuevo cine de horror americano (La noche de los muertos vivientes, El exorcista, Tiburón, Carrie…). Preparado el camino inicial, el éxito de la ficción de terror no haría más que consolidarse, lo que ha permitido a las Crónicas Vampíricas convertirse en el longseller que es hoy en día.

En segundo lugar, porque los vampiros de Anne Rice aterrizaron en el contexto del incipiente movimiento goth anglosajón, que no ha dejado de mutar y evolucionar desde entonces, y que ha sabido ir viendo en ellos diferentes lecturas de su filosofía vital.

Y en tercer lugar, porque Rice consiguió refundar el mito del vampiro de acuerdo a los nuevos tiempos, pero renovando su esencia original: lo humanizó (otorgándole la voz narradora), lo americanizó (como el paso del siglo XIX al XX, el protagonismo pasó de Gran Bretaña a Estados Unidos), lo dotó de una mitología propia (con su explicación fundacional y sus grandes hitos históricos) y lo reescribió transformándolo de repulsivo monstruo en atractivo antihéroe.

El vampiro de terciopelo

La reina de los condenados

Los vampiros de Rice son una redefinición elegante de la obvia metáfora que siempre han representado: la de lo extraño, lo salvaje y lo desterrado que se esconde en todos nosotros. Pero, además, suponen la culminación de la humanización que habían ido experimentando en la literatura del siglo XX.

Una de las cosas que más sorprende de la primera novela de Rice, Entrevista con el vampiro (1976), es que convierte a un vampiro en el narrador de su historia. Este recurso, que podría parecer novedoso entonces, fue heredado de escritores anteriores como Theodore Sturgeon o Fred Thomas Saberhagen, quienes habían dado voz a los pensamientos de sus personajes vampíricos como medio de análisis psicológico. Ya en 1921 Lovecraft había utilizado este recurso narrando en primera persona las desdichas de un vampiro en su relato El intruso.

Rice culminará esta tendencia dotando de criterio moral a sus personajes, lo que los convertirá en seres con una humanidad aún latente, condenados a enfrentarse a lo que ella denomina el Don Oscuro: su necesidad de alimentarse de sangre. Pero además los revestirá de la estética y el manierismo del vampiro byroniano, acompañándolos de una intensa sensibilidad romántica que los convierte más en una especie de antihéroes malditos que en los monstruos bestiales descritos originalmente por la tradición folclórica o los malvados aristocráticos de las letras decimonónicas.

En definitiva, sus vampiros son una especie de elfos oscuros de tendencias bisexuales y con problemas hemoglobínicos y fotofóbicos, que tan pronto divagan sobre Caravaggio y Baudelaire como te succionan la yugular en un callejón oscuro. Una fresca e irresistible relectura del mito que al menos en sus inicios resultó profundamente atractiva, por más que, como veremos más adelante, acabase degenerando hasta la caricatura en manos de la propia autora o fuese inspiradora de revisiones tan discutibles como las de Stephenie Meyer o L. J. Smith.

Guía informal de las Crónicas Vampíricas

A la manera de uno de los apéndices de El príncipe Lestat (2014), hagamos un breve repaso sobre las claves y las grandes líneas argumentales de la saga vampírica de Rice.

Para empezar, hay dos elementos narrativos característicos en el modus operandi de la escritora: las biografías históricas y los spin-offs. Desde la primer novela de la saga y hasta en ocho ocasiones más, Rice apostaría por el formato de narración autobiográfica; es decir, un vampiro que cuenta en primera persona sus memorias. Al tratarse siempre de seres inmortales, estas narraciones a su vez adoptarán la forma de relatos históricos y sus protagonistas, además, serán los principales personajes que aparecen en sus tres primeras novelas. Cada vampiro representa una época y una forma diferente de interpretar el vampirismo.

La serie comienza con Entrevista con el vampiro, continúa con Lestat el vampiro (1985) y se culmina con La reina de los condenados (1988). Luego vendrían hasta nueve novelas más, pero ninguna a la altura de esta trilogía inicial.

En la primera, el vampiro Louis de Pointe du Lac relata la historia de su vida a Daniel Molloy, un periodista que conoce en San Francisco. En ella le cuenta cómo fue convertido en la Nueva Orleans de finales del siglo XVIII a manos del enigmático y perverso Lestat de Lioncourt, y cómo emprendió, junto a la niña-vampiro Claudia, la búsqueda que le ayudaría a desentrañar los misterios de su nueva naturaleza.

La fuerza que irradiaba el personaje de Lestat en esa primera novela fue tan abrumadora que Rice decidió darle la oportunidad a él mismo de contar su versión de los hechos y, sobre todo, de narrar su vida. Así aparece Lestat el vampiro, una autobiografía completa del personaje que además enlaza con su presente en los años ochenta, cuando sale de un largo letargo y decide, a través del rock, revelar al mundo los antiguos secretos de su tribu con la idea de unir a sus congéneres en una confrontación contra los humanos.

En La reina de los condenados Akasha, Vampira Madre, despierta de su sueño milenario a causa de las provocaciones de Lestat y emprende una masacre de vampiros con la que pretende cambiar el mundo. La historia nos es narrada de nuevo por el propio Lestat, pero se incluyen también varias voces mortales e inmortales que complementan el testimonio de los acontecimientos.

A partir de entonces empieza la cuesta abajo de las Crónicas: en El ladrón de cuerpos (1992), Lestat nos cuenta que añora su naturaleza humana e intercambia temporalmente su cuerpo con un hechicero mortal que, evidentemente, le dirá que Santa-rita-rita-lo-que-se-da-no-se-quita. En su continuación, Memnoch el diablo (1995), un Lestat de nuevo con su cuerpo vampírico y con una insoportable flema beata emprende un viaje por el cielo y el infierno, acompañado de un demonio que dice ser el Diablo y que quiere reclutarlo como su lugarteniente.

Llegados a este punto, hasta la propia Rice debió de ser consciente de que la cosa se le estaba yendo de las manos, así que volvió a terreno conocido: spin-offs y autobiografías históricas. La primera fue Pandora (1998), vida y milagros de una de las vampiras más antiguas de la tierra; la segunda, El vampiro Armand (1998), las memorias de uno de los personajes más carismáticos de la saga; la tercera, Vittorio el vampiro (1999), la cual no es estrictamente un spin-off, ya que su narrador es un vampiro perteneciente a la misma cosmología que el resto, pero que no hace aparición en ningún otro libro; y la cuarta, Sangre y oro (2001), crónica de la vida de Marius, iniciador (que no creador) de Lestat.

El siguiente paso de Rice fue ambicioso e inteligente, si tenemos en cuenta el agotamiento al que habían llegado por entonces, alrededor del año 2000, sus sagas sobre vampiros y brujas: hacer un crossover de ambas a través del erudito David Talbot y de la Talamasca, orden secreta de estudiosos de lo oculto. Los resultados, no obstante, fueron bastante decepcionantes: Merrick (2000), El santuario (2002) y Cántico de sangre (2003), tres novelas híbridas en las que Lestat acaba convertido en secundario de lujo, cuando no directamente en un santo petrificado bajo el altar de una iglesia.

El príncipe Lestat y la domesticación del vampiro

Lestat

Un autor debería darse cuenta del momento en que ya lo ha contado todo sobre unos personajes y en el que volver a ellos una y otra vez supone el echarlos a perder. Lamentablemente, esto casi nunca sucede.

Así como Rice refundó el mito del vampiro otorgándole una fuerza desconocida, con el paso de las novelas esa visión se fue edulcorando alarmantemente, hasta hacerle perder sus mayores virtudes. Rice se enamoró de sus vampiros y ese amor los hirió más profundamente que los rayos del sol. Las Crónicas Vampíricas dan testigo progresivamente de este problema y el ejemplo definitivo es su más reciente entrega: El príncipe Lestat.

Rice debería haber abandonado a sus vampiros cuando aún eran seres que asustaban y, sobre todo, cuando narrativamente ya se habían enfrentado a la mayor de sus amenazas: la destrucción masiva de su especie (La reina de los condenados). Después de eso quedaba poco por contar. Se había cerrado entonces el círculo de sus personajes y las tramas y subtramas lanzadas desde la primera novela convergían magistralmente en un final satisfactorio en el que mundo vampírico se organizaba en base a un nuevo amanecer. Pero Rice condenó a sus criaturas a regresar en un continuum cada vez más soporífero (que amenaza con dos secuelas más) y que los ha ido trasformando de enigmáticos ángeles condenados a superhéroes oscuros de buen corazón y una peligrosa tendencia a matar a sus víctimas con sus peroratas filosóficas en vez de con los colmillos.

Porque si bien su legendario Lestat, ese príncipe de las tinieblas malcriado que se destapó en la primera novela de la saga como el chupasangres más atractivo de la historia de la literatura desde el conde Drácula, ya mostraba algunos peligrosos signos de buenismo en sus continuaciones, a partir de la cuarta entrega se pasa definitivamente al lado de los malos molones cuyos actos moralmente discutibles son justificados hasta el absurdo y sus reflexiones se acercan más a las de un filósofo santurrón que a los de un depredador de la noche. Y ahí es donde la serie vampírica de Rice se resquebraja definitivamente: si Lestat, su mayor logro literario, se parece más a un vampiro ñoño, preocupado por conocer el sexo de los ángeles (casi literal) que a un ambiguo y peligroso chupasangres, todo lo demás se viene abajo.

El extremo de esta decadencia queda reflejado en El príncipe Lestat, capítulo que quiere funcionar, a los efectos, como una especie de reinicio no oficial de la saga a partir de su tercera novela (se puede leer directamente ignorando todas las del medio), pero que se queda en regreso fallido. De hecho, su parecido con La reina de los condenados es sonrojante: Lestat ha salido de un prolongado letargo (otra vez) sacudido por un peligro desconocido (entonces fue Akasha, ahora es una voz) que amenaza la superviviencia de su especie mediante quemas indiscriminadas y masivas (again). Pero si entonces esa amenaza había sido provocada involuntariamente por el carácter rebelde de Lestat, ahora su origen es desconocido aunque hace que la comunidad vampírica recurra a él, otrora paladín del libertinaje indómito, para que ejerza de líder de la tribu e instaure un nuevo caudillaje. El que fuera símbolo de lo subversivo pasa a serlo ahora de lo reaccionario: un garante del orden que simboliza la evolución más decepcionante que se recuerda de un personaje de ficción, desde que George Lucas se empeñara en contarnos cómo fue el paso de Anakin Skywalker al Lado Oscuro.

Porque Lestat, el original, el de los comienzos de la saga, era un vampiro puñetero, seductor, poderoso, que no dudaba en chinchar por placer morboso a un buenazo como Louis jugando cruelmente con dos prostitutas como si de dos Big Mac con mucho kétchup se tratara, o que retaba a la vampira más poderosa de todos los tiempos con el único ánimo de liarla un poco parda. Lestat aceptaba su naturaleza como un don diabólico y se regodeaba en ella, aunque sus rebeldes actos siempre respondieran a cierta moralidad humana que lo hacían perversamente irresistible. Por el contrario, el Lestat del final de la serie responde a la figura de un hombre piadoso con superdones (puede volar, leer la mente e incluso resistir la luz del sol) que ni siquiera necesita la sangre para sobrevivir.

Pero El príncipe Lestat no solo no funciona por su falta de argumento y por ser el triste epitafio del carácter original de su protagonista, sino porque esa condición de vampiro domesticado se hace extensible por completo al resto de personajes, que pueblan sus páginas a la manera de una especie de greatest hits de las Crónicas pero sin aportar mucho más que su presencia. Así, no es difícil avanzar en su lectura gracias a la sensación nostálgica de déjà vu que nos propone, pero sin encontrar ni rastro del terrorífico y sensual espíritu de las primeras entregas. Por el contrario, no faltan esos momentos de vergüenza ajena cada vez más tristemente característicos en la serie, como las escenas en las que una caterba de inmortales se baña en pelota picada en un manantial subterráneo como ángeles asexuados, o esas otras en las que un vampiro más aburrido que una partida de ajedrez por la radio repite por enésima vez cuánto amor siente por Lestat o por el sonido de un Stradivarius a la luz crepuscular.

Como hemos visto, la saga vampírica de Rice, al igual que el resto de su obra, es excesiva y polémica: una senda irregular bañada por los claroscuros de sus logros y sus fracasos. Por eso, no faltarán los que consideren a la escritora norteamericana como una reina de los vampiros caída en desgracia. Otros, sin embargo, valoraremos más sus luces que sus continuas y cada vez más profundas sombras, y le seguiremos rindiendo pleitesía como lo que realmente es, la reina de los condenados.

Marcos García Guerrero
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