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Arte y Letras

La hora del vampiro: cinco novelas indispensables más allá del crepúsculo

Hace unos años, en una de las numerosas charlas que George R.R. Martin dio en el Festival Celsius 232 de Avilés, Cristina Macía (traductora de su obra, escritora, miembro de la organización y en ese momento efusiva presentadora del evento) afirmó con convicción que Sueño del Fevre, novela publicada por el escritor norteamericano en 1982, era según su criterio «una de las cinco mejores novelas de vampiros de la historia». A un servidor, amante de las sentencias absolutas y de la literatura de vampiros, le faltó tiempo para recoger el guante de aquel envite imaginario y, aun a sabiendas de que intentar condensar cualquier género literario en una lista limitada de títulos es una labor tan difícil como inútil, lanzarse a cavilar sobre el tema con el entusiasmo de quien con tres años dibujaba vampiros en servilletas de papel y que ahora, ya mayorcito, tiene colgado del velux de su habitación un murciélago de Ikea.

Mitología y folclore aparte, si nos referimos exclusivamente a la figura del vampiro en el género de la novela, todo empieza en el siglo XIX, una bonita época para vestir chistera y levita, inhalar el humo negro del capitalismo y pillar la sífilis haciendo cosas fuera de casa que no deberías. También es un momento prolífico para las letras. La narrativa gótica y el movimiento romántico, en su viaje a lo irracional, lo sobrenatural y lo oscuro, encontrarán en la literatura de vampiros un campo especialmente fértil donde explorar la belleza del terror. Será entonces cuando, amén de brillantes obras poéticas y una nutrida y excepcional representación del mito en la narrativa corta, se escriba la Santísima Trinidad de la novela vampírica: El vampiro de John Polidori, Carmilla de Sheridan Le Fanu y Drácula de Bram Stoker. Tres obras clave que sentarán las bases de la imagen popular del no muerto. Ya en el siglo XX, la imagen literaria de los chupasangres tomaría nuevas formas, destacando dos controvertidas y originales obras: Soy leyenda, de Richard Matheson, y Entrevista con el vampiro, de Anne Rice.

El vampiro (1819) de John Polidori

Ni es la primera obra literaria sobre vampiros, ni la más brillante, pero El vampiro, de John Polidori (1819), debe encabezar toda lista de referencia por su cualidad indiscutible de obra fundacional del género.

La historia de su origen es bastante conocida: una noche tormentosa de junio de 1816, a orillas del lago Ginebra, se reúnen en Villa Diodati un peculiar e ilustrado grupo de personajes: Claire Clarimont, Percy Shelly, Mary Wollstonecraft (futura Shelly), Lord Byron y John Polidori. Fruto del aburrimiento, la lectura de historias de fantasmas y de un alegre apego por el láudano (no perderse Gothic de Ken Russel, psicotrópica versión cinematográfica de esta célebre velada, ni la hispano-británica Remando al viento de González Suárez), los asistentes se retan unos a otros a escribir un cuento de miedo. De esta extraordinaria cita surgirían dos obras llamadas a cambiar la historia de la literatura de terror: Frankenstein de Mary Shelly y El vampiro de John Polidori.

El germen de la novela de Polidori, médico y sufrido secretario personal de Byron, hay que buscarlo en las ideas que esa noche había bosquejado el poeta inglés (y que posteriormente darían lugar a un cuento publicado junto a su poema Mazeppa) y que servirán al propio Polidori en su anhelo de reivindicarse como escritor. El hecho de que inicialmente se atribuyese al propio Lord Byron la autoría de la novela, y de que el editor jugase a relacionar su personalidad con la del protagonista, hizo que esta se ganara un favor de público y crítica que posiblemente se le hubiese negado al desconocido Polidori. Para cuando Byron consiguió que se le desmarcase de la misma, la obra ya había conquistado Inglaterra y Francia, llegando a ser considerada por Goethe, quien la tradujo a su lengua natal, como la mayor muestra del genio de su supuesto autor. El éxito fue tal que no tardó en ser representada sobre las tablas (una de sus adaptaciones correría a cargo del poeta Charles Nordier) y exitosos autores como Alejandro Dumas continuarían por su cuenta las andanzas del personaje protagonista. La fiebre del vampiro se había desatado.

Polidori canalizó los odiosos caracteres de su jefe en la figura de Lord Ruthven, el protagonista de su relato, y estableció con él las características de la imagen clásica del vampiro gentleman: un noble distinguido, tan encantador como cruel, y poseedor de un poder sobrenatural para subyugar al género femenino (¿de verdad hacen falta sesudos estudios sociológicos para entender la fascinación que la figura del vampiro ha provocado siempre en el ser humano?). Desde el conde Drácula de Stoker hasta el vampiro de la Pandilla Drakis, todo viene de Lord Ruthven. Su figura supone la superación del vampiro folclórico y bestial (que, no obstante, se seguiría cultivando por buena parte de la literatura del este de Europa) y la bienvenida al vampiro aristocrático llamado a convertirse en el icono cultural de nuestros tiempos.

Carmilla

Carmilla (1871) de Sheridan Le Fanu

Frente al vampiro «byroniano» de la primera mitad del siglo XIX inaugurado por Polidori y desarrollado con maestría por algunos de los mejores escritores de la época (aunque maltratado en exceso por los penny dreadfuls, populares folletines de bajo precio y más baja calidad), el autor irlandés Sheridan Le Fanu, padre de la ghost story victoriana al que sus amigos y allegados se referían con el sugerente sobrenombre de «el príncipe invisible», publica en 1871 Carmilla, novela que consolidará definitivamente la figura de la vampira como femme fatale. Si bien dicho arquetipo ya había sido ensayado por autores como Poe, Goethe, Gautier o E. T. A. Hoffman, será en la segunda mitad de siglo, con la obra de Le Fanu (y de Baudelaire), cuando se configure definitivamente la imagen de la belle dame sans merci; la turbia y sensual vampira que, ligada siempre a la fatalidad, representa el lado oscuro de la moralista sociedad burguesa: el miedo a la mujer libre, el sexo sin prejuicios y la muerte.

La acción de novela se sitúa a mediados del siglo XIX en Estiria (Austria) y se centra en Laura, una joven de noble cuna que cae presa de una extraña enfermedad coincidiendo con la presencia en su casa de la enigmática y perturbadora Carmilla.

La influencia de la obra de Le Fanu es determinante para entender hacia dónde evoluciona el mito desde el último cuarto del siglo XIX y su impronta se aprecia de forma evidente en el Drácula de Stoker. En ambas novelas se nos muestra la erótica y pecaminosa fascinación que provoca el vampiro (rasgo ya presente en Lord Ruthven y que alcanza su punto más explícito y vulgar en el serial Varney The Vampire, or The Feast of Blood, de J. M. Rymer); una sexualidad condenada y ligada, en Carmilla, de forma más o menos explícita a la homosexualidad. El doctor Hesseius de Le Fanu, experto en fenómenos paranormales y «descubridor» de la historia de Carmilla, es un claro antecesor del profesor Van Helsing, y la propia estructura argumental de Drácula (descubrimiento del monstruo, ataque-muerte-resurrección del mismo, y finalmente su huida-persecución-destrucción) toma su base en Carmilla. Además, como también había hecho Stoker con Vlad Tepes, la protagonista de Le Fanu se inspirará en un personaje histórico relacionado con el vampirismo: Elisabeth Bathory, condesa austriaca del siglo XVI que torturó y mató a cientos de doncellas para bañarse en su sangre buscando el secreto de la eterna juventud.

Carmilla, plagada de pasajes oníricos, sensuales y fantasmagóricos, es una obra maestra de la novela gótica, una referencia canónica que remoldea la figura del vampiro literario y preconfigura la que habría de ser su imagen posterior.

Drácula (1897) de Bram Stoker

Así como probablemente Arthur Conan Doyle no hubiese creado al detective más famoso de todos los tiempos sin la existencia previa del Dupin de Poe; así como posiblemente George Orwell no hubiera escrito la más representativas de las novelas distópicas sin el trabajo pionero de Zamiatin o Huxley, no es descabellado pensar que el irlandés Bram Stoker no habría escrito nunca la cumbre de la literatura vampírica no solo sin la evidente y ya señalada influencia de Polidori y Le Fanu, sino de la generosa y sobresaliente obra decimonónica que la precede. Pero Drácula no es un subproducto de otros personajes; es sencillamente la creación más brillante de toda la literatura de terror; la combinación definitiva de folclore y literatura vampírica como resultado del creciente interés victoriano por la figura de los no muertos.

El argumento de la novela es conocido, pese a haber sido vilipendiado una y otra vez por el cine: Jonathan Harker, un joven notario inglés, viaja hasta Transilvania (Rumanía) para cerrar la venta de varios inmuebles que un misterioso conde ha adquirido en Londres. Una vez en su decrépito castillo, y tras un viaje cargado de siniestras señales, Harker descubrirá la naturaleza vampírica del conde y su verdadero objetivo: arribar en Inglaterra para, a lomos de los nuevos tiempos, perpetuar su reinado de terror.

Habida cuenta de todo lo escrito y divagado acerca de Drácula hasta la fecha, intentar sintetizar aquí en unas pocas líneas su grandeza y sus infinitas lecturas se antoja una tarea agotadora. Por eso resulta más interesante centrar la atención en destacar su calidad literaria; porque es habitual que la crítica especializada menosprecie las artes narrativas de Stoker, como si haber creado uno de los iconos más importantes de la cultura popular no fuese mérito suficiente para reivindicar su valía como escritor. Y es que, independientemente de sus posibles carencias, Stoker se redime construyendo una historia que funciona a todos los niveles: como moderno thriller de acción, como trepidante historia de aventuras, como metáfora de una época que termina y que enfrenta dos mundos antagónicos (Occidente-Oriente, razón-superstición) y, sobre todo, como una de las más brillantes e inspiradas novelas de misterio y terror que se hayan escrito jamás.

Nos podemos extender hablando de la vida del autor y de cómo esta pudo influir en su obra; de las incontables máscaras que el conde ha ido adoptando a lo largo de los años (teatro, cine, cómic…); podríamos señalar la infinidad de interpretaciones que sus enigmáticos pasajes han provocado en la mente aburrida y a menudo calenturienta de críticos y estudiosos (como señala Rodrigo Fresán, «Drácula puede ser y aguantar casi cualquier cosa o condición que se le adjudique»); pero a estas alturas, es preferible que la propia novela hable por sí misma. Oscar Wilde, personaje poco prolífico a la hora de los halagos, no dudó en calificarla como la novela «más bonita jamás escrita», pero personalmente me quedo con las palabras de Charlotte Stoker, madre del escritor y entusiasta lectora de cuentos de terror, quien tras leer el manuscrito de su hijo no dudó en asegurarle que había escrito una obra llamada a perdurar más allá del tiempo. No le cegaba la pasión.

Vampiros 5

Soy leyenda (1954) de Richard Matheson

Con los primeros años del siglo XX la figura del vampiro se aleja definitivamente de sus raíces folclóricas, se diversifica y se adapta a los nuevos tiempos. Rompe el corsé decimonónico y se expande sin límites en la imaginación de los autores. Sigue siendo un arquetipo del mal y de lo que se esconde en lo más profundo del alma humana, pero el mundo ha cambiado y, con él, sus miedos y anhelos. Así, aparecerán desde el vampiro psicológico esbozado ya a finales de siglo XIX por Guy de Maupassant o Fitz James O’Brien, al ente alienígena de H. P. Lovecraft y Robert Bloch, pasando por el tan de moda actualmente «infectado» a causa de una alteración genética, o las transgresoras criaturas de Theodore Sturgeon. El vampiro literario sigue agazapado a la sombra esperando a su siguiente víctima; su sed es eterna y su capacidad para adoptar diversas formas, inagotable.

Una obra clave en esta nueva forma de entender el vampirismo es Soy leyenda (1954), de Richard Matheson, innovadora reinterpretación del mito desde un prisma científico. El vampiro ya no es un ser condenado por el don de las tinieblas. En un mundo que ha padecido las guerras más terribles, oscurecido por la latente amenaza de la guerra fría y en el que el espíritu sacro de la sociedad se extingue rápidamente, el vampiro se humaniza convirtiéndose en víctima. Matheson nos presenta una Tierra devastada por una guerra bacteriológica que ha vampirizado a la población mundial y nos hace acompañar a Robert Neville, el sufrido superviviente que se atrinchera en su casa por las noches y extermina a cuantos bichos infectados puede bajo la luz del sol, en el día a día de su angustiosa existencia; una caída lenta pero inexorable hacia el abismo de la soledad y la locura.

Soy leyenda inaugura la moderna literatura apocalíptica tan en boga hoy en día gracias a obras maestras como La carretera de Cormac McCarthy o bestsellers como El pasaje de Justin Cronin, y preconfigura además, década y media antes de la obra cinematográfica de Romero, los cánones narrativos del género zombi en su vertiente hecatómbico-filosófica.

Pero la genialidad de Matheson no reside únicamente en su capacidad para reanimar un género que parecía haber llegado a su cenit con el cambio de siglo, sino en trascender la mera narrativa de terror para reflexionar acerca de la naturaleza malvada del monstruo y la fragilidad moral de un mundo que cuando cambia de máscara también cambia su perspectiva del Bien y del Mal, su sentencia sobre la víctima y el verdugo.

Entrevista con el vampiro (1976) de Anne Rice

Pero si alguien pensaba que el vampiro clásico estaba agotado es que subestimaba su poder para regenerarse. En el último tercio de siglo, Stephen King lo rescata en una de sus más brillantes novelas, El misterio de Salem’s Lot (1975), pero es su compatriota Anne Rice la que le da otra vuelta de tuerca en Entrevista con el vampiro (1976).

De entre todos los títulos señalados hasta ahora, este puede ser el que más discrepancias levante por su condición de bestseller (Anne Rice es una de las escritoras más vendidas del siglo pasado). Sin embargo, me merecería un estacazo del más cabreado Van Helsing si por prejuicios seudointelectuales ignorase esta admirable y revolucionaria obra.

Rice tiende la grabadora a un vampiro para que nos cuente su historia. El torturado Louis, que presa de la culpabilidad por la muerte de su hermano se deja morir en vida por las tabernas de la Nueva Orleans del siglo XVIII, es «bendecido» por el don oscuro que le regala (a la fuerza) el atractivo y enigmático Lestat. Este, custodio de los arcanos de su nueva naturaleza, intentará educarlo en su condición de hijo de las tinieblas, pero la conciencia humana del joven vampiro se resistirá a desaparecer, sumiéndolo en profundos debates morales que harán de su existencia una larga travesía de noches eternas y ratas desangradas.

Más que seres malignos, que muchos lo son, Anne Rice nos presenta a seres superiores dotados de poderes que reflejan nuestras fantasías; héroes admirables con los que sentirse identificados. Es el vampiro seductor, andrógino y de ambigüedad sexual, que abre las puertas a visiones posteriores tan dispares como los adolescentes pichaflojas de Crepúsculo, o a los hormonalmente alterados chupasangres de True Blood. Pero además la autora construye, a través de sus diferentes novelas (prescindibles más allá de la tercera entrega) toda una mitología propia y coherente, una «Historia de los vampiros» que da cohesión y verosimilitud a su discurso.

No es de extrañar, por tanto, que el inicio de las Crónicas Vampíricas sacudiese la cultura gótica de finales de los setenta, provocando que cientos de adolescentes (y no tan adolescentes) adoptasen la pose maldita de Lestat de Lincourt, un cruce de héroe byroniano y estrella de rock de peinado hortera. En 1994, la notable adaptación cinematográfica que Neil Jordan, pese a contar con una dirección de casting digna de las lectoras de la Super Pop, insufló vida a una novela que, por otra parte, no había perdido aún su vigencia.

Y así llegamos al final del camino. Estas son las que yo considero las cinco mejores novelas de vampiros de todos los tiempos. Tú tendrás las tuyas, Cristina Macía las suyas, pero, mientras divagamos sobre la cuestión, no faltarán los escritores dispuestos a seguir dificultándonos la tarea. Y es que el vampiro no sabe de listas ni de cánones; él se mueve por un instinto milenario que le empuja a sobrevivir, noche tras noche, año tras año, siglo tras siglo…, renovándose, adaptándose siempre en busca de una gota más de la sangre de sus lectores.

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