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Arte y Letras

El indigenismo de César Vallejo a través de El tungsteno

Si uno entra en los buenos restaurantes de Miraflores, como La Rosa Náutica, enseguida percibe que toda la clientela es blanca. ¿Cómo es posible eso en Perú, de mayoría mestiza? La misma sensación se tiene al repasar a los grandes escritores del país: Mario Vargas Llosa, Alfredo Bryce Echenique, Alonso Cueto… ¿Es que ningún cholo toma la pluma? Por suerte, dentro del canon nacional, encontramos al poeta César Vallejo, descendiente por parte de madre de indios quechuas. El cholo universal fue el creador de obras tan vanguardistas como Los heraldos negros o Trilce, también un hombre comprometido con su tiempo a través de la militancia comunista, o de su apoyo a la Segunda República durante la Guerra Civil Española. ¿Cómo olvidar ese poemario vibrante titulado España, aparta de mí este cáliz?

El Vallejo narrador, sin embargo, permanece en un segundo plano. Tal vez sea cierto que esta faceta no esté a la misma altura que sus versos, pero sería injusto obviar la fuerza de El tungsteno, una novela social en la que se intenta hacer accesible la ideología del marxismo sin renunciar a las exigencias estilísticas. El relato empieza con una imagen muy vívida del auge económico en Colca, capital del distrito de Quivilca, que alude a la Quiruvilca donde nació el autor. Allí el mundo parece haberse vuelto loco, porque todo es bullicio y desmesura. De la mano del esplendor minero, la ciudad experimenta un crecimiento vertiginoso. Por todas partes se suceden las transacciones comerciales y el dinero corre incontenible. La escena, por su dinamismo, recuerda los términos en que Marx nos habla de la apoteosis de la burguesía en el Manifiesto comunista. En ambos casos se trata de un proceso incontrolado que sólo atiende a las cifras, sin tener en cuenta las secuelas del capitalismo en forma de sufrimiento humano.

Vallejo contrapone este ambiente, definido por la codicia, al de los indios soras. Estos supuestos salvajes representan la inocencia, el desprendimiento, la armonía. Para ellos, el trabajo no supone una carga pesada, ni una ocasión para que el hombre explote al hombre, sino un juego. Frente a los valores utilitaristas occidentales, prefieren una concepción lúdica de la vida donde lo gratuito es primordial. Por desgracia, su buena fe no tarda en verse sorprendida por unos blancos que les minusvaloran por brutos, como si las diferencias entre unos y otros respondieran a la naturaleza y no a la distinta aculturación.

La trama da pie para criticar (¡y con qué dureza!) el racismo que separa a los habitantes de la costa de los de la sierra, un desprecio que las élites intelectuales no dudan en legitimar. Nos hallamos en una época marcada por el darwinismo social, con su creencia en razas superiores e inferiores. No hacía mucho que Clemente Palma (hijo de Ricardo, el célebre escritor) presentaba los indios como una raza degenerada inepta para el progreso, que acabaría desapareciendo ante el empuje de la civilización. Intentar educar a tales criaturas constituía una pérdida de tiempo, porque carecían de inteligencia y aspiraciones. Por la escasa actividad de sus mentes, vivían en un estadio próximo a la animalidad.

Decía Cioran, con su habitual pesimismo, que hay que estar del lado de los oprimidos sin olvidar que están hechos del mismo barro que sus opresores. En Vallejo, en cambio, los mandones están hechos de una pasta distinta y perversa. Su maldad adquiere tintes casi metafísicos, ya que todos los vicios, desde la ebriedad a la concupiscencia, parecen concentrarse en estos seres vacíos interiormente. Ellos personifican la deshumanización de todo un sistema, el capitalismo, por esencia sinónimo de inmoralidad. Se podría argumentar que la descripción carga demasiado las tintas, pero ese es el propósito del autor, que busca indignarnos o conmovernos por el camino más rápido. Según sus propias palabras, el arte revolucionario debía odiar el matiz. Porque no se trata solamente de hacer que el lector sepa, sino de hacer que sienta y que, por tanto, se implique en la lucha contra la injusticia.

Si los hombres sufren explotación, las mujeres la padecen corregida y aumentada al ser víctimas de los desafueros sexuales de sus amos, en una versión contemporánea del derecho de pernada. Resulta estremecedora la escena de la orgía, en la que los dirigentes políticos y económicos se aprovechan de una pobre chica a la que obligan a embriagarse. Al día siguiente ella aparece muerta, víctima de los excesos. Pero nadie paga por el homicidio.

La situación se complica cuando dos indios son capturados para hacer el servicio militar. Incorporarse al ejército les supone abandonar sus familias para ir no se sabe adónde, ni con qué finalidad. La novela refleja así la oposición indígena a las levas, manifestada, como nos dice la historiografía, a través de múltiples actos de resistencia. Para evitar incorporarse a filas, algunos huían de sus hogares para vivir en los cerros. Otros se escondían en cuevas.

El episodio pone de relieve, asimismo, la débil nacionalización del Perú, es decir, el fracaso a la hora de conseguir que, en zonas alejadas de la capital, los indios se sientan peruanos. Vallejo apunta que «los yanaconas vivían fuera del Estado», sin saber nada de patria ni de gobierno. De hecho, en fechas mucho más recientes, el ejército se sentía obligado a enseñar a los habitantes de según qué territorios cuál era su país. La escena final de la película Pantaleón y las visitadoras (1999), de Francisco Lombardi, en la que el protagonista imparte clases de alfabetización, es muy ilustrativa a este respecto. Una de las oraciones que copia en la pizarra dice, precisamente, «Yo amo a mi Perú».

La conscripción será la chispa que desate el motín, tanto tiempo incubado. Las gentes del pueblo, hartas de abusos, se echan a la calle. Para detenerlas, el poder recurre al procedimiento acostumbrado, la fuerza. Se desencadena entonces la tragedia, con un alud de muertos y prisioneros. A los últimos, el destino que les espera es trabajar como forzados en las minas, porque la acción transcurre, no lo olvidemos, en paralelo a la Primera Guerra Mundial: Estados Unidos ha intervenido en el conflicto europeo y necesita urgentemente el tungsteno que produce el Perú. Basta que alguien chasquee los dedos en Nueva York para que los responsables de las minas de Colca se afanen en buscar mano de obra a toda costa.

Como acabamos de ver, Vallejo denuncia con energía el imperialismo norteamericano. Pero arremete, sobre todo, contra la abyección de una burguesía nacional que se somete, con increíble servilismo, a los dictados de una potencia extranjera. «¡Yo soy todo de los yanquis!», llega a exclamar el alcalde de Colca.

¿Qué hacer para salir de este infierno? Dos personajes arquetípicos representan las soluciones posibles. La primera, ofrecer a los trabajadores mejores condiciones laborales, aparece desacreditada por insuficiente. El único camino sería la revolución, seguir el ejemplo de la Rusia que acaba de derrocar al zar. De la Unión Soviética que Vallejo visitó en varias ocasiones a partir de 1928. Servando Huanca, el sindicalista que trata de organizar a los mineros, defiende esta línea desde una admiración incondicional hacia Lenin y el partido comunista. Tiene muy claro que han de ser los trabajadores los agentes de su liberación, en alianza con otras clases si es necesario, pero siempre ostentando la hegemonía para evitar traiciones.

El tungsteno es, indiscutiblemente, la obra más importante de la narrativa de nuestro poeta, pero no debemos prescindir de algunos cuentos, entre los que sobresale Paco Yunque, la historia de un niño obligado a tragar las malacrianzas del hijo de la señora rica que tiene a su madre de sirvienta. A partir esta premisa, la escuela se desenmascara en tanto que monumental impostura: se supone que es un espacio donde las desigualdades sociales no cuentan, pero al vástago de los millonarios todo le está permitido. Para colmo, al final se apropia de un trabajo del protagonista y todos le admiran por ser el primero de la clase. La meritocracia aparece así como un espejismo: no cuenta el talento sino el origen de clase.

Francisco Martínez Hoyos
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