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Rock & roll is dead: AOR, post-grunge y el canto de cisne del rock como fenómeno masivo

Algunos agoreros han matado tantas veces al rock, que cuando se ha muerto no nos hemos dado ni cuenta. Pero su defunción, por anunciada, no resulta menos traumática. Analizamos a continuación dos de sus últimos grandes movimientos, el post-grunge y el AOR noventero, corrientes musicales emparentadas que, pese a sus luces, no pudieron evitar que los sonidos rockeros acabasen desterrados de la radio-fórmula, la plataforma que precisamente los había convertido poco antes en los más populares de su tiempo.

Los años noventa: la última gran década del rock

Partamos de la base de que a cualquier melómano le gusta etiquetar gustos propios y ajenos más que a un tonto un caramelo. Y partamos también de la evidencia de que hacerlo, no solo en la música, si no en el mundo del arte en general, es una tarea tan difícil como estéril. Puntualizada esa cuestión, dejemos también claro que nosotros vamos a hacer aquí exactamente eso: categorizar estilos, artistas y grupos. Y lo haremos porque somos melómanos, tontos y nos gustan los caramelos. ¡Al lío!

No es difícil convenir en que los años noventa del siglo pasado fueron la última gran década del rock. Tanto desde el punto de vista artístico como en cuanto a popularidad. Especialmente su primera mitad. Iniciado el decenio con el resurgir hardrockero de Guns N´Roses , el cenit heavy que supuso el Black Album de Metallica y el deprimente pero ultracomercial grunge salido de Seattle, la MTV americana catapultó los sonidos guitarreros a las listas de éxito y siguió manteniéndolos ahí durante casi toda la década. Ya fuese con el revival punky de grupos como Green Day u Offspring, adueñándose de un movimiento anglosajón como el britpop, voceando a viejas glorias que regresaban a lo grande como Aerosmith o U2, o dando cobertura a ese engendro frankestiniano que fue el Nu-metal, el otrora canal de música (hoy conducto catódico para limpiar esfínteres) sirvió de trampolín para unos sonidos que una década antes habían sido ignorados por los mass media y que después quedarían sepultados por la llegada de la música gratis en internet y el desconcierto destructivo que esta provocó en el negocio. Simbólicamente, puede considerarse al ya mítico e incendiario Woodstock del 99 como el acontecimiento en el que el rock masivo autocombustionó de éxito.

El rock entonces, por más que hubiese alcanzado unos niveles creativos y comerciales difíciles de superar, no estaba muerto, pero comenzó a perder el favor de los medios de comunicación y las disqueras, en progresiva competencia con las plataformas digitales piratas, siendo colonizado poco a poco por la música dance y electrónica. Ante el empuje de los nuevos tiempos, la atención comenzó a fijarse en una generación de «grupos de guitarras» que bajo el sello indie se convirtieron paradójicamente en los sustitutos mainstream del rock de estadio. Ni que decir tiene que el cambio, salvo honrosas excepciones, fue para peor. La época de la descarga gratis y el streaming ha traído consigo lo mismo que demanda: productos de usar y tirar. Y las ilusionantes vueltas a las esencias clásicas del género que aparecieron con el cambio de siglo, cuando era ya evidente que la vanguardia y el mestizaje no daban para más, se quedaron en brillantes aunque marginales esfuerzos (el rock escandinavo), cuando no directamente en fallidos espejismos (The Darkness), que hicieron más dura aún la travesía por el desierto que se avecinaba.

Pero bastante antes de lanzarse en brazos del descafeinado rock independiente de los Strokes y Libertines de turno, surgió lo que la industria y la prensa catalogaron como post-grunge, y que no fue sino un intento infructuoso (pero musicalmente interesante) por reanimar una escena que ya comenzaba a mostrar signos de agotamiento. Y para ello vendieron su alma al diablo del AOR.

Creed

AOR y post-grunge: la domesticación del rock

Sí, el denostado Adult Oriented Rock, o lo que viene siendo en la lengua cervantina el «rock orientado para adultos», una etiqueta musical tan desconcertante como la mayoría pero a la que además hay que añadirle la connotación negativa que los rockeros de verdad le han encasquetado desde el comienzo de los tiempos a todo lo que no suene rebelde y poderoso. Porque hablar de un rock orientado a los adultos es más doloroso para un metal hero que escuchar cantar a Britney Spears I Love Rock´n Roll.

Pero la cuestión es que el AOR, entendido como ese subgénero caracterizado por una producción pulida, letras inofensivas y melodías radiables, fue de la mano del rock y el heavy metal desde casi sus comienzos y para cualquier oyente desprejuiciado es incluso difícil separarlos. Ahí tenemos ya en los setenta a grupos como Boston, Kansas o Jurney, que encajarían perfectamente en esta descripción, y a los que vendrían a sustituir una década más tarde Bon Jovi, Europe y un largo etcétera. Bandas que dulcificaban los sonidos rockeros para disgusto de puristas, y además copaban tanto las listas de ventas como los pósters de las jovencitas de la época. Un rock considerado por algunos como domesticado, pero que sin embargo ha vivido siempre en perfecta sinergia con los sonidos legitimados como auténticos. Así, si los años noventa fueron la última época gloriosa del rock, también serían el culmen del Rock FM. Porque le pese a quien le pese, ambas cosas van de la mano.

Cuando Kurt Cobain acabó con su vida en 1994, también lo hizo con el grunge y por tanto con la gallina de los huevos de oro que la industria musical llevaba explotando desde Nevermind (1991). Ese depresivo cóctel de rock duro y punk con el que se había identificado la abúlica generación X, había llegado a un fin tan brusco como tristemente poético y las compañías de discos y los medios, dada la corta duración del fenómeno, quisieron seguir exprimiéndolo un poco más. Por eso se sacaron de la manga una nueva acepción con la que catalogar a la estela que Nirvana iba a dejar tras de sí (por mucho que el resto de sus compañeros de fatigas los sobreviviesen): el post-grunge, fenómeno, como su nombre indica, cronológicamente posterior al movimiento surgido en Seattle y con el que se encasillaba a aquellos que, siguiendo su sombra, la pulieron haciéndola más radiable. Algo que, aunque hubiese atormentado aún más al propio Cobain, había sido fruto precisamente de su éxito. El mismo concepto del post-grunge, como si de un agujero negro musical se tratara, acabó tragándose casi todo lo que rondaba sus cercanías. También se le llamó de forma más genérica rock alternativo… significase lo que significase.

Bestiario básico del post-grunge

No deja de ser coherente que de las cenizas de Nirvana surgiese el post-grunge propiamente dicho. Si bien son los británicos Bush los considerados como la primera formación del movimiento, Foo Fighters, la banda del que fuera batería de Nirvana, Dave Grohl, es la que mejor demuestra que esa etiqueta era un cajón desastre donde meter casi cualquier sonido americano de la época. Porque aún siendo herederos musicales de su antiguo grupo, Foo Fighters se alejaron de los perturbadores sonidos del grunge con un rock más vitalista, al que acompañaron además de una luminosidad en sus textos y maneras (sus vídeos chorras de los primeros tiempos se convertirían en toda una declaración de intenciones) que poco tenían que ver con el nihilismo depresivo de Cobain y compañía.

Pero si Bush y Foo Fighters fueron las bandas iniciáticas del post-grunge, The Smashing Pumkins fue la de mayor talento. Coetáneos de Nirvana en sus comienzos, sus dos mejores álbumes (Siamese Dreams, de 1993, y Mellon Collie and the Infinite Sadness, de 1995) los sitúan cronológicamente en el momento en el que el grunge empezaba a decaer. El grupo de Billy Corgan, quien como Cobain había sido pareja sentimental de Courtney Love (ojito a esto, que a nadie le extrañe que el tío haya acabado también como unas castañuelas), se merece una etiqueta propia al irradiar su música personalidad suficiente como para no verse tragado por estilos o movimientos generalizadores. Sin embargo, sus guitarras pesadas y sus letras y melodías melancólicas los emparentó inevitablemente con el post-grunge, estigma del que se intentarían zafar posteriormente sin mucho acierto.

Un caso paradigmático es el de Creed. Si Nirvana fueron los Beatles del grunge por su popularidad, Pearl Jam serían los Rolling Stones, banda a la que realmente le saldrían muchos más imitadores (al menos de éxito) que a la de Cobain. La muestra más clara de esta tendencia la protagonizaría Creed, cuyo líder, Scott Stapp, llevó a un extremo casi paródico esa forma de cantar como si se hubiese tragado una alpargata tan característica de Eddie Vedder. Otros ejemplos ilustres de este incómodo proceder vocal serían el Roy Thomas de los multiplatino Matchbox Twenty o el Alex Band de los efímeros The Calling. Pero es que Creed siempre dieron un poco de risa, desde sus vergonzantes letras cristianas (Creed: credo), hasta sus baladas pasteleras o sus escarceos con el sexo, drogas y rock and roll, lo que no les privó de convertirse en la última gran banda estadounidense (en cuanto a ventas se refiere) gracias a sus sonido inmaculado y su facilidad para fabricar hit singles.

Pero si el post-grunge fue un estilo esencialmente norteamericano al igual que su predecesor, como demuestra la retahíla de bandas que lo protagonizaron (incluyamos en la lista otros nombres de referencia como Hole, Nickelback, Everclear, Staind o 3 Doors Down), uno de sus exponentes más interesantes lo encontramos en Australia. Silverchair, trío surgido en Merewether y liderado por una especie de reencarnación aussie de Kurt Cobain, Daniel Johns, irrumpieron en 1995 como quinceañeros admiradores de Nirvana, pero con los años demostrarían una marcada e inclasificable identidad musical. Luego Johns se casaría con Natalie Imbruglia y su carrera musical se colapsaría por una purpurina pop de la que aún no parece haberse desintoxicado. Pero que le quiten lo bailao.

Para terminar con este recorrido básico, nada mejor que hacerlo con el ejemplo perfecto del eclecticismo y la ambigüedad que esconde la etiqueta del post-grunge: Alanis Morisette. La artista canadiense, que venía de una adolescencia discográfica pop, se trasladó a California apenas entrada en la veintena y bajo la acertada batuta de Glen Ballard (Michael Jackson, Van Halen, Aerosmith), se estrenó para el gran público con Jagged Little Pill (1995). Ballard supo acompañar de un sonido rock para todos los públicos al mayor talento lírico femenino desde Patti Smith, y ambos despacharon juntos un disco de éxito brutal (treinta y nueve millones de copias en todo el mundo) que musicalmente seguía una línea directa aunque suavizada con el recientemente extinto grunge. Que nadie ponga el grito en el cielo: si a Everclear se le ha tenido en cuenta aquí, Alanis a su lado es más heavy que una espada de kriptonita.

Courtney y Kurt Cobain

¿El rock está muerto?

Así pues, más que su condición de herederos del regusto musical grunge, el lazo común que parece unir mayoritariamente a todos estos artistas es su querencia por un rock para toda la familia dentro de unas coordenadas cronológicas similares. De ahí que se pueda considerar al post-grunge y al AOR de los noventa como un todo, cuyas ventas masivas testimonian en conjunto el último gran momento de la historia del rock.

Si hacemos caso a Neil Young, y siempre deberíamos hacerlo, el rock nunca morirá, por más que a nivel de popularidad se encuentre ahora mismo en estado catatónico. La industria, los medios especializados y el oyente han cambiado de forma tan radical que los viejos parámetros ya no son exportables a la realidad actual y las nuevas estrategias musicales han pillado al ya vetusto género guitarrero con el pie cambiado. El post-grunge en particular, y el AOR en general, fueron el último canto de cisne del rock como fenómeno masivo; el último coletazo de un animal cada vez menos salvaje y que ahora parece recluido a una caverna en la que vive escondido. Una como la de Platón, de la que precisamente tiene que salir para que se sepa que aún sigue respirando. Y para eso necesita que los sofistas le liberen de sus cadenas.

Marcos García Guerrero
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