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Arte y Letras

La poeta y el asesino, de Simon Worrall: La falsificación como una de las bellas artes

Posiblemente el falsificador más conocido de la historia sea Elmyr de Hory. El honor se debe a haber sido el protagonista de Fraude, esa extraña mezcla de película y documental que realizó un tardío Orson Welles. Por supuesto, falsificaba cuadros, de eso no debería haber ninguna duda. La pintura es la joya de la corona de los falsificadores, la manera de ganar auténticas fortunas y de que las casas de empeños consigan unas comisiones millonarias. Falsificar documentos, sin embargo, es mucho más aburrido y menos lucrativo. Tal vez por eso Mark Hofmann no haya sido merecedor todavía de ninguna película que nos cuente su biografía; no ha sido merecedor, en realidad, de ninguna representación ficticia claramente inspirada en él.

La Historia es una disciplina particularmente expuesta a las mentiras y las manipulaciones. El terreno perfecto para un falsificador. La literatura tampoco se queda atrás, sobre todo cuando es difícil cerrar el canon de un autor y nos enfrentamos a la posibilidad de descubrir nuevo material de un escritor famoso. Los documentos legales han sido falsificados prácticamente desde que empezaron a existir: donaciones falsas para obispados, interpolaciones en textos ajenos, documentos para reclamar tierras y derechos… Las obras literarias no se quedaron atrás. Después de todo se ganaba más dinero con una nueva obra de Lope de Vega que con la de cualquier otro autor, así que a un impresor avispado no le importaría demasiado atribuirle la obra de otro. Thomas Chatterton ya se había inventado en el siglo XVIII la identidad de un monje del siglo XV para vender sus poemas como si fueran obras medievales, William Henry Ireland falsificó originales perdidos del mismísimo Shakespeare que engañaban a su propio padre… Pero pocos deben haber llegado nunca al descaro y la valentía de Mark Hofmann, que un buen día decidió que había llegado el momento de escribir un nuevo poema de Emily Dicksinson y vendérselo a algún coleccionista que quedaría obnubilado ante la posibilidad de obtener semejante joya.

La poeta: Emily Dickinson y la obsesión estadounidense

Es posible que al español medio le cueste comprender la obsesión que existe más allá del charco con Emily Dickinson, pero lo mismo podría decirse de la adoración profesada a Walt Whitman, Ralph Waldo Emerson o el mismísimo Edgar Allan Poe. Para no sorprenderse, bastaría con pararse a pensar en la escasa historia de los Estados Unidos, que repercute no solamente en aspectos prosaicos sino también en los logros artísticos. Pensemos que, para cuando los Estados Unidos se independiza, allá por 1776, Quevedo ya llevaba muerto más de un siglo y Jorge Manrique casi tres.

A pesar de su recorrido histórico, los Estados Unidos sienten la necesidad de llevar sus obras artísticas al nivel de las del Viejo continente. El resultado es que a menudo parece que elevan a los altares a autores que, por su cercanía a nuestro tiempo, nos parece excesivo tratar con tal reverencia. La realidad es que simplemente pretenden condensar en apenas dos siglos el equivalente a una tradición literaria mucho más larga.

Emily Dickinson cuenta, además, con la baza de ser una figura netamente estadounidense. Pertenecía a una buena familia de Nueva Inglaterra, con origen en la migración de los puritanos y fuertes lazos con la ciudad en la que vivía, Amherst. Su padre era un abogado y político que llegó al Parlamento estadounidense. Además, vivió prácticamente toda su vida adulta recluida en su mansión familiar, cuidando de su madre y sin apenas relacionarse con nadie salvo por carta. Escribía sus poemas para sí misma y apenas publicó unos pocos en vida, de manera anónima y viendo cómo eran manipulados para adecuarlos a la puntuación convencional y, en ocasiones, al gusto de los posibles lectores.

Tras su muerte no tuvo mucha más suerte. Su cuñada y la amante de su hermano se enfrascaron en una guerra a cuenta de la publicación de sus poemas, que fueron nuevamente manipulados: los desencuadernaron y convirtieron el trabajo de la vida de Dickinson en una montaña de papeles desordenados mientras destruían cartas que no querían que vieran la luz.

Esa figura trágica, la mujer vestida siempre de blanco que no salió de su habitación durante los últimos años de su vida, se ha convertido en una atracción turística para Amherst, en un icono para muchas feministas, en una de las grandes poetas de los Estados Unidos y, sin saberlo, en un perfecto objetivo para un falsificador audaz y atrevido.

El poema: la excusa para contar una historia

En 1997 se puso a la venta en la casa de subastas Sotheby’s un supuesto poema desconocido de Emily Dickinson. En realidad, ya había sido revisado por algunos expertos en la obra de la autora, que no parecían tener muchas dudas de su autenticidad, e incluso se estaba estudiando su inclusión en el canon oficial de los poemas de la escritora estadounidense. Era un corto poema, teóricamente fechado en 1871 y que mostraba a una Dickinson que ya había dejado atrás su época más creativa. Parecía estar dedicado a uno de sus sobrinos y contenía un mensaje muy enfrentado a la religión, algo que no resultaba en absoluto sorprendente dada la trayectoria de la autora.

El poema fue ampliamente publicitado por la casa de subastas. El bibliotecario de Amherst, la ciudad natal de la poeta, consiguió que mucha gente aportase fondos para su adquisición y se enfrentó a coleccionistas de todo tipo para ganar la puja. Todo iba bien, la gente lo celebraba… y, sin embargo, antes de que aquel papel llegase a la biblioteca en la que iba a ser expuesto, Dan Lombardo, el citado bibliotecario, ya estaba casi seguro de que Sotheby’s le había vendido una falsificación, sabedora de que su procedencia era cuanto menos dudosa.

La participación de las casas de subastas en la propagación de las falsificaciones y el encubrimiento de las mismas es uno de los aspectos más interesantes de La poeta y el asesino, de Simon Worrall, que no duda en mostrarnos los cuestionables métodos que tienen instituciones tan famosas como Sotheby’s o Christie’s a la hora de llevar a cabo sus negocios. Ocultar la procedencia de las obras, informar de autentificaciones que no se han realizado o tener como política la rápida devolución del dinero a cambio del silencio del comprador cuando se detecta una falsificación, es parte de su catálogo. El mundo del arte es, sin duda, tenebroso y traicionero, pero pareciera que, lejos de las grandes cifras y a pesar de ello ejerciendo un poderoso efecto llamada, los documentos históricos estuvieran todavía más expuestos a todo tipo de manipulaciones y trampas. Después de todo, es más fácil devolver unos cuantos miles de dólares y pretender que todo se olvide que tapar un escándalo de siete cifras, o más, relacionado con alguna joya de una colección pictórica.

La historia de ese poema, su venta y su regreso a Sotheby’s fue lo que puso en marcha la investigación de Simon Worrall. Pronto, sin embargo, pasó a ser simplemente la puerta de entrada a un mundo de mentiras en el centro del cual se encontraba un hombre encarcelado por dos asesinatos y que había llegado a humillar y poner contra las cuerdas a una de las iglesias más importantes de los Estados Unidos.

El asesino: Mark Hoffman, o cuando la mentira y la venganza se dan la mano

Mark Hofmann es el verdadero protagonista del libro. No debemos dejarnos engañar por el título, ni por el hecho de que a Dickinson se le dediquen bastantes páginas; el corazón de la historia se centra en lo que parecía un simple vendedor de manuscritos antiguos y era, en realidad, el falsificador más prolífico y exitoso de la historia de los Estados Unidos. En los años ochenta, durante la explosión del mercado de los documentos históricos gracias a su conversión en objetos de ostentación para las clases acomodadas, un mormón que había perdido la fe en su adolescencia decidió vengarse de su iglesia al mismo tiempo que ponía a rodar una bola de nieve que acabaría llevándose por delante dos vidas, su libertad y su matrimonio.

Lo más interesante de la recreación de la figura de Hofmann elaborada por Worrall no es la dimensión personal de la misma, sino sus relaciones con la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, vulgo los mormones. Esta religión es posiblemente una de las cosas más estadounidenses que pueda existir: fundada en 1830 por Joseph Smith, desde el principio ha estado inmersa en todo tipo de polémicas. Su fundador, sin ir más lejos, murió asesinado mientras trataba de huir de la turba que quería lincharle tras una guerra interna en una confesión que para entonces contaba apenas con catorce años de existencia. Desde entonces se han multiplicado las facciones, pero la rama principal tiene su sede ahora en Salt Lake City, la ciudad de los Utah Jazz, desde la que se gobierna una iglesia rica e influyente construida sobre las supuestas visiones de un buscador de fortuna del estado de Nueva York a principios del siglo XIX.

Los mormones han sido acusados siempre de ser secretistas y de manipular su propia historia a su antojo. No ayudan a hacer frente a estas acusaciones prácticas como excomulgar a aquellos miembros de la iglesia que escriban obras que la critiquen o pongan siquiera en duda algunos de sus preceptos, la obsesión por la genealogía o el hecho de que la suya no deje de ser una religión construida en torno a unas tablas de oro que su fundador tradujo de un idioma que llaman egipcio reformado (qué significa eso exactamente, nadie lo sabe) y que después volvió a enterrar. Antes, eso sí, las mostró a once personas que firmaron que las habían visto. Merece la pena destacar que a lo largo de su vida al menos cinco de los testigos fueron excomulgados por diversos enfrentamientos con Joseph Smith y que entre su familia cercana y de otro de los principales testigos, David Whitmer, acumulan nueve de los once testigos. No está nada mal. Ya lo dijo Mark Twain: «no podría sentirme más satisfecho ni tranquilo aunque toda la familia Whitmer hubiese testificado».

El caso es que fueron ese secretismo y ansia por proteger su propia religión lo que aprovechó Mark Hofmann para empezar a producir falsificaciones destinadas directamente a los mormones, a la misma iglesia a la que seguía perteneciendo aunque hubiese perdido la fe y de la que, al menos según la interpretación de Simon Worrall, se quería vengar. El resultado fue la elaboración de una serie de documentos cada vez más osados que lanzaban ataques contra la línea de flotación de muchas creencias mormonas. Entre ellos destaca la llamada Carta salamandra, que en su momento revolucionó los estudios mormones y que potenciaba los elementos de magia tradicional y popular en la historia de Joseph Smith.

No obstante, su venganza no lo era todo. Hofmann, como mandan los cánones, se fue metiendo de manera progresiva en una espiral de gastos y obligaciones financieras. Ya se sabe: primero vendes monedas mormonas y te sacas un dinero, luego falsificas documentos básicos de la fe por algo más de dinero y, para cuando quieres parar, resulta que dependes de que te compren por un millón de dólares lo que dices que es una copia de la primera impresión realizada en EEUU. Para entonces, estás sumido en un esquema de Ponzi de los que hace historia, vendiendo participaciones de tu futura venta y aprovechando ese dinero para ir pagando las deudas y los dividendos de los que invirtieron con anterioridad. En fin, que todo se va al garete a toda velocidad y pasa lo que pasa: que el mejor falsificador de los Estados Unidos termina interesándose por aprender cómo fabricar una bomba casera.

A ratos, durante el relato de sus vicisitudes, uno no puede evitar sentir simpatía por Mark Hofmann. Lo de que quiera minar desde dentro a los mormones tiene su gracia, más que nada porque el tema incluía vender supuestos documentos que incluían reproducciones del legendario egipcio reformado a la alta jerarquía eclesiástica, cuyo líder supuestamente habla con Dios de manera regular y es infalible. Indudablemente, su cara cuando salieron expertos diciendo que habían logrado traducido o que era la prueba indudable de la fe mormona debió ser digna de verse.

Sin embargo, la realidad es que Hofmann pasó de ser algo parecido a un bromista fuera de categoría a un peligro para la sociedad y para sí mismo. Acuciado por las deudas, por las promesas incumplidas y por el miedo a que su castillo de naipes cayera definitivamente, solamente pudo concebir matar a Steven Christensen, su mayor problema en aquel momento. Por si eso fuera poco decidió actuar como solía hacerlo en sus falsificaciones: necesitaba algo que le proporcionara una coartada y despistara a los investigadores. Normalmente, lo que hacía era falsificar un documento que diera veracidad a su primera falsificación, por ejemplo un recibo de una supuesta compra o la declaración de alguien que se lo hubiese podido vender. En este caso su idea fue la de asesinar a un socio de Christensen, Gary Sheets. Los dos estaban metidos en un negocio que se estaba yendo a pique, Hofmann no conocía de nada a Sheets y nadie podría sospechar de él. Y por si matar a alguien simplemente para que no te pillen por otro asesinato fuese poco, resulta que la bomba que dejó frente a la casa de Sheets mató en su lugar a su mujer.

El giro final vino cuando los inversores a los que representaba Christensen le siguieron apretando las tuercas. Y es que una muerte no tiene mayor importancia cuando estás tratando de recuperar tu dinero. El resultado fue otro intento de asesinato, en esta ocasión el de otro mormón con el que había tenido tratos, llamado Brent Ashworth. Finalmente, una bomba le explotó en las manos cuando estaba preparando su trampa y acabó en la cárcel, previo paso por el hospital. Allí sigue a día de hoy, habiendo dado una lista no completa ni detallada de sus falsificaciones, tanto mormonas como generales, excomulgado por una iglesia en la que no cree, divorciado de su mujer e incapaz de mover su brazo derecho tras un intento de suicidio con antidepresivos.

La BBC realizó un documental llamado El hombre que falsificó América. Ese hombre, que arruinó a coleccionistas y extendió la sombra de la duda sobre miles de documentos históricos, sigue ahora en una celda en la cárcel de Gunnison, guardándose algunas de sus falsificaciones y seguramente disfrutando de saber que alguien atesora una firma o un documento que en realidad salió de su pluma y no de la de una figura histórica.

La poeta y el asesino: lo importante es la visión general

Lo que Simon Worrall ha hecho en La poeta y el asesino es un ejercicio de investigación de primer nivel. Pertenece a esa categoría que tanto gusta a los angloparlantes y que denominan true crime, lo que aquí siempre fue la crónica negra de toda la vida. A pesar de ello, en lugar de centrarse en los asesinatos lo hace en las falsificaciones, lo que hace que la narración sea un serpenteante río lleno de afluentes inesperados en el que el autor puede detenerse, ahondando en las técnicas usadas para simular la antigüedad del papel, en los referentes históricos de la falsificación o en la historia de la iglesia mormona. Y todo ello sin perder nunca el hilo ni interrumpir una narración que engancha de principio a fin.

La poeta y el asesino ya había sido publicada en España con anterioridad, pero el título estaba descatalogado y desaparecido de la circulación. Impedimenta lo recupera con buen tino, mostrándonos que la labor de una buena editorial no se limita a buscar nuevos éxitos sino que, a veces, debe asegurarse de que las obras que merecen la pena sigan al alcance de los lectores. Y la de Simon Worrall es un ejemplo perfecto de esos pequeños libros que merecen estar siempre en las baldas de las librerías, más aún en un tiempo como el que nos ha tocado vivir, en el que las fake news y la reescritura de la realidad hacen que un personaje como Mark Hofmann parezca más vigente que durante los años ochenta en los que reinó en el mundo de la falsificación.

Por ponerle un pero, aunque sea menor, es cierto que al final de su obra, Worrall tiene un extraño e inesperado ataque de experto literario al tratar de identificar al maestro de los poemas de Dickinson, algo innecesario y que rompe con la naturaleza del libro en su conjunto. Son solamente seis páginas del libro, pero aún así desentonan dentro de un volumen tan redondo e interesante en el que, en definitiva, se habla de la realidad y su construcción; de cómo un hombre decidió que él podía reescribir las bases de la iglesia que detestaba; de cómo estuvo a punto de hacerlo.

Ismael Rodríguez Gómez
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